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FONDO EDITORIAL REVISTA OIGA

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ARTOLA ARBIZA, Antonio Maria. Ezkioga. En el 80° aniversario de la Pastoral de Mons. Mateo Múgica Urrestarazu sobre Ezkioga (07/09/ 1933), Lima, Fondo Editorial Revista Oiga (978-61-2465-76-03). 2DA. EDICIÓN

jueves, 29 de junio de 2006

La achirana del Inca

(A Teodorico Olachea)

En 1412 el inca Pachacutec, acompañado de su hijo el príncipe imperial Yupanqui y de su hermano Capac-Yupanqui, emprendió la conquista del valle de Ica, cuyos habitantes, si bien de índole pacífica, no carecían de esfuerzos y elementos para la guerra. Comprendiolo así el sagaz monarca, y antes de recurrir a las armas propuso a los iqueños que se sometiesen a su paternal gobierno. Aviniéronse éstos de buen grado, y el inca y sus cuarenta mil guerreros fueron cordial y espléndidamente recibidos por los naturales.

Visitando Pachacutec el feraz territorio que acababa de sujetar a su dominio, detúvose una semana en el pago llamado Tate. Propietaria del pago era una anciana a quien acompañaba una bellísima doncella, hija suya.

El conquistador de pueblos creyó también de fácil conquista el corazón de la joven; pero ella, que amaba a un galán de la comarca, tuvo la energía, que sólo el verdadero amor inspira, para resistir a los enamorados ruegos del prestigioso y omnipotente soberano.

Al fin, Pachacutec perdió toda esperanza de ser correspondido, y tomando entre sus manos las de la joven, la dijo, no sin ahogar antes un suspiro:

-Quédate en paz, paloma de este valle, y que nunca la niebla del dolor tienda su velo sobre el cielo de tu alma. Pídeme alguna merced que a ti y a los tuyos haga recordar siempre el amor que me inspiraste.

-Señor -le contestó la joven, poniéndose de rodillas y besando la orla del manto real-, grande eres y para ti no hay imposible. Venciérasme con tu nobleza, a no tener ya el alma esclava de otro dueño. Nada debo pedirte, que quien dones recibe obligada queda; pero si te satisface la gratitud de mi pueblo, ruégote que des agua a esta comarca. Siembra beneficios y tendrás cosecha de bendiciones. Reina, señor, sobre corazones agradecidos más que sobre hombres que, tímidos, se inclinan ante ti, deslumbrados por tu esplendor.

-Discreta ores, doncella de la negra crencha, y así me cautivas con tu palabra como con el fuego de tu mirada. ¡Adiós, ilusorio ensueño de mi vida! Espera diez días, y verás realizado lo que pides. ¡Adiós, y no te olvides de tu rey!

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Y el caballeroso monarca, subiendo al anda de oro que llevaban en hombros los nobles del reino, continuó su viaje triunfal.

Durante diez días los cuarenta mil hombres del ejército se ocuparon en abrir el cauce que empieza en los terrenos del Molino y del Trapiche y termina en Tate, heredad o pago donde habitaba la hermosa joven de quien se apasionara Pachacutec.

El agua de la achirana del Inca suministra abundante riego a las haciendas que hoy se conocen con los nombres de Chabalina, Belén, San Jerónimo, Tacama, San liarán, Mercedes, Santa Bárbara, Chanchajaya, Santa Elena, Vista-alegre, Sáenz, Parcona, Tayamana, Pongo, Pueblo Nuevo, Sonumpe y, por fin, Tate.

Tal, según la tradición, es el origen de la achirana, voz que significa lo que corre limpiamente hacia lo que es hermoso.

La gruta de las maravillas

A pocas cuadras del caserío de Levitaca, en la provincia de Chumvibilcas, existe una gruta, verdadero prodigio de la naturaleza, que es constantemente visitada por hombres de ciencia y viajeros curiosos, que dejan su nombre grabado en las rocas de la entrada. Entre ellos figuran los de los generales Castilla, Vivanco, San Román y Pezet, es presidentes del Perú. Desgraciadamente no es posible pasar de las primeras galerías; pues quien se aventurase a adelantar un poco la planta, moriría asfixiado por los gases que se desprenden del interior.

Ahora refiramos la leyenda que cuenta el pueblo sobre la gruta de las maravillas.

Mayta-Capac, llamado el Melancólico, errarte inca del Cuzco, después de vencer a los rebeldes de Tiahuanaco y de dilatar su imperio hasta la laguna de Paria, dirigiose a la costa y realizó la conquista de los fértiles valles de Arequipa y Moquegua. Para el emprendedor monarca no había obstáculo que no fuese fácil de superar; y en prueba de ello, dicen los historiadores que, encontrándose en una de sus campañas detenido de improviso el ejército por una vasta ciénaga, empleó todos sus soldados en construir una calzada de piedra, de tres leguas de largo y seis vares de ancho, calzada de la cual aún se conservan vestigios. El inca creía desdoroso dar un rodeo para evitar el pantano.

Por los años 1180 de la era cristiana, Mayta-Capac emprendió la conquista —10→ del país de los chumpihuillcas, que eran gobernados por un joven y arrogante príncipe llamado Huacari. Éste, a la primera noticia de la invasión, se puso al frente de siete mil hombres y dirigiose a la margen del Apurimac, resuelto a impedir el paso del enemigo.

Mayta-Capac para quien, como hemos dicho, nada había imposible, hizo construir con toda presteza un gran puente de mimbres, del sistema de puentes colgantes, y pasó con treinta mil guerreros a la orilla opuesta. La invención del puente, el primero de su especie que se vio en América, dejó admirados a los vasallos de Huacari e infundió en sus ánimos tan supersticioso terror, que muchos, arrojando las armas, emprendieron una fuga vergonzosa.

Huacari reunió su consejo de capitanes, convenciose de la esterilidad de oponer resistencia a tan crecido número de enemigos, y después de dispersar las reducidas tropas que le quedaban, marchó, seguido de sus parientes y jefes principales, a encerrarse en su palacio. Allí, entregados al duelo y la desesperación, prefirieron morir de hambre antes que rendir vasallaje al conquistador.

Compadecidos los auquis o dioses tutelares de la inmensa desventura de príncipe tan joven como virtuoso, y para premiar su patriotismo y la lealtad de sus capitanes, los convirtieron en preciosas estalactitas y estalagmitas que se reproducen, día por día, bajo variadas, fantásticas y siempre bellísimas cristalizaciones. En uno de los pasadizos o galerías que hoy se visitan, sin temor a las mortíferas exhalaciones, vese el pabellón del príncipe Huacari y la figura de éste en actitud que los naturales interpretan de decir a sus amigos: «Antes la muerte que el oprobio de la servidumbre».

Tal es la leyenda de la gruta maravillosa.

Cháchara

Dios te guarde, lector, que asaz benévolo

acoges de mi pluma baladí

las tristes producciones, que algún émulo

dirá pueden arder en un candil.

Muy poco me ha picado la tarántula

que llaman los humanos vanidad.

Yo escribo... porque sí -razón potísima,

tras ella las demás están de más.

El hombre no ha de ser como los pájaros,

que vuelan sin dejar su huella en pos.

¿Quién sube si me espera fama póstuma?

De menos ¡vive Dios! nos hizo Dios.

Yo sé que no se engaña, ¡voto al chápiro!,

de botones adentro un escritor,

y sé que mis leyendas humildísimas

no pueden hacer sombra a ningún sol.

¡Y hay tantos soles en mi patria espléndida,

y tanto y tanto genio sin rival!...

Por eso yo, que peco de raquítico.

les dejé el paso franco y me hice atrás.

Y pues ninguno en la conseja histórica

quiso meter la literaria hoz,

yo me dije: -señores, sin escrúpulo

aquí si que no peco, aquí estoy yo.

Fue mi embeleso, desde que era párvulo,

más que en el hoy vivir en el ayer;

y en competencia con las ratas pérfidas,

a roer antiguallas me lancé.

¡Cuánto es mejor vivir, dijo un filósofo,

en los tiempos que fueron! -Gran vendad.

Lector, si no te aburres con mi plática

permíteme la murria desfogar.

Tantas, en el presente, crudelísimas,

amargas decepciones coseché

que, a escribirlas, el alma por la péñola

gota tras gota destilara hiel.

Pero, a fe, que importárale un carámbane

al egoísta mundo mi aflicción,

y yo no quiero dar el espectáculo

de poner en escena mi dolor.

Y ya en prosa, ya en verso, de mi gárrula

pluma, años hace, no se escapa un ¡ay!

y para enmascarar mi pobre espíritu

recurro de la broma al antifaz.

Dejémonos de obtusos y rectángulos...

¿Quién no lleva en el alma espinas mil?

Toda, toda existencia es un epigrama

cupo chiste mejor está en morir.

Y el mundo que es del oropel idólatra,

que no ve más allá de su nariz,

dice, atendiendo a mi festiva cháchara:

-¡Pues, señor, este prójimo es feliz!

Dice bien. Cuando luce en los periódicos

tanto dolor rimado, en puridad

que ganas dan de contestar al pánfilo:

-Péguese un tiro y déjenos en paz.

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Y luego, ¿qué provecho, en buen análisis,

saca la sociedad de que a un malsín

lo engañe una pindonga semitísica,

dando a otro quídam el ansiado sí?

¿A qué nos viene usted contando algórgoras

que a su almohada no más debe contar?

No estamos para lágrimas, y rásquese,

mi amigo, si le pica el alacrán.

¿Ni qué nos va ni viene en el intríngulis

de esos que dicen llenos de candor:

-Cruzo de la existencia por el báratro

más dolorido que el doliente Job?

¿No es tontuna quejarse porque un mísero

encuentre, en el amor y en la amistad,

escondido un almácigo de víboras?

Esas cosas son viejas como Adán.

Precisamente los que vierten lágrimas

en el papel, en mi concepto, son

contrabandistas del pesar, ridículos

histriones que remedan el dolor.

Basta. En buena hora sigan los románticos

lanzando de gemidos un tropel:

para mí, el mundo pícaro es poético,

poco en el hoy y mucho en el ayer.

En la que se halla lejos, un magnético

hechizo encuentra siempre el corazón;

pues dóranlo las luces de un crepúsculo

más bello que del alba el arrebol...

¡Oh! Dejadme vivir con las fantásticas

o reales memorias de otra edad,

y mamotretos compulsar solícito,

y mezclar la ficción con la verdad.

Y evocar a los muertos de sus túmulos,

y sacar sus trapillos a lucir,

y narrar sus historias, ya ridículas,

ya serias, ya con brillo o sin barniz.

Que en el siglo presente y los pretéritos

siempre irán en consorcio el bien y el mal,

y si en éstos de malo hubo muchísimo,

en el otro de bueno mucho no hay.

Esta serie tercera (y tal vez última,

por si no hallo más paño en qué cortar)

va tus manos, lector, sin grandes ínfulas:

no finco en ella presunción ni plan.

Ni aguardo que a mis nietos algún dómine

ha de enseñar el Christus abecé

en mis libros, y digan los muy títeres:

-¡Vaya, mucho nombre nuestro abuelo fue!

Mis libros piedrecillas son históricas

que llevo de la patria ante el altar.

He cumplido un deber. Saberlo bástame,

otros vendrán después: -mejor lo harán.

Lima, mayo de 1875

Ricardo Palma