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FONDO EDITORIAL REVISTA OIGA

FONDO EDITORIAL REVISTA OIGA
ARTOLA ARBIZA, Antonio Maria. Ezkioga. En el 80° aniversario de la Pastoral de Mons. Mateo Múgica Urrestarazu sobre Ezkioga (07/09/ 1933), Lima, Fondo Editorial Revista Oiga (978-61-2465-76-03). 2DA. EDICIÓN

viernes, 27 de junio de 2008

David y Goliath

No es necesario fijar época ni apuntar los verdaderos nombres de los protagonistas de este relato. Viven en Arequipa muchos que los conocieron y fueron testigos del suceso, y a su testimonio apelo en prueba de lo que van ustedes a leer:

«No es cuento, ¡voto a San Crispo!,

y por hecho real se tenga,

sin ser preciso que venga

a confirmarlo el obispo».

Nuestro Goliath era, como el de la Biblia, un filisteo o facineroso, que traía con el credo en la boca a los honrados vecinos de Miraflores, y que de vez en cuando se aventuraba a una fechoría en los barrios de la misma ciudad del Misti. Él galleaba entre los mozos crudos, robaba muchachas, desvalijaba bolsillos, apuñaleaba rivales; aberreaba jaranas, y todo con tan buena suerte que podía pensarse no era aún nacido el bravucón capaz de ponerle la ceniza en la frente. Era, como quien dice, la segunda edición corregida y aumentada de cierto guapo que a principios del siglo actual hubo en esta ciudad de los reyes, quien daga en mano se presentaba en los jolgorios de medio pelo, gritando:

«¡Abrirse, que aquí está un hombre!

¡Ya está vuestro azote encima!

Si quieren saber quién soy,

soy Barandalla, el de Lima».

Y sin que nadie resollara ni se atreviera a oponérsele, cortaba las cuerdas de la guitarra, rompía copas y botellas y, de cuenta de genio, emplumaba con la hembra de mejor trapio.

Volviendo a Goliath, la justicia misma se aterraba oyendo pronunciar el nombre del bandido, y empezó por ofrecer recompensa al que lo metiese en caponera, hasta que, multiplicándose los delitos, terminó poniendo precio a su cabeza. La autoridad predicaba como San Juan en el desierto; porque habiéndose ella declarado impotente, no era posible encontrar [175] patriota que arriesgarse quisiera a ponerle cascabel al gato. Además, que al tal Goliath le resguardaban el bulto unos cuatro matones, tan perdidos y sin alma como él.

Llegó por entonces a Arequipa un mal jugador de cubiletes que arregló un teatrillo, alumbrado por candilejas de grasa, en el tambo de Santiago, situado en la plazuela de Santa Marta. Por un real de plata iba a tener el pueblo la satisfacción de ver al brujo ejecutar sus grotescas habilidades; así es que los muchachos y la gente de poco más o menos se preparaban para no faltar a la función.

David era un conato de persona, un renacuajo que vestía calzón con rodilleras y parche en el postifaz, un granuja de esos que se encuentran en Arequipa rascándose el codito o el monte de los piojos, y que, como el Gravoche de Víctor Hugo, se meten en los bochinches que arma la gente grande, sin hacer ascos a la lluvia de píldoras de democracia, vulgo balas de fusil.

Tanto importunó a su abuela para que lo dejase ir esa noche al tambo de Santiago, que aburrida la buena mujer, desató un nudo de la punta del pañuelo, sacó de él un real, y dándosele al muchacho le dijo:

-Andá, pericote, a ver al brujo y persinate, hijito. Cuenta que me venís después de las diez; porque entonces te hago sonar el cuero y dormir caliente.

A más de las once puso el de los cubiletes fin a la función. David, que tenía en perspectiva una azotaina por recogerse en casita a hora tan avanzada, iba corriendo y desempedrando calles, cuando al doblar una esquina tropezó con un hombre corpulento, embozado en un poncho, que le arrimó un soberano puntapié, en el mapamundi, diciéndole:

-Hijo de cuchi, ¿no tenís ojos?

El muchacho se llevó la mano a la parte agraviada y se detuvo a media calle, contestando con esa insolencia propia del mataperros:

-¡Miren quién habla! Dijo el borrico al mulo, tirte allá orejudo. Él será el hijo de cuchi y toda su quinta generación, pedazo de anticristo.

A nadie le hurgan la nariz sin que venga el estornudo. El insultado se abalanzó sobre David para aplicarle un soplamocos; pero el agilísimo muchacho, esquivando el golpe, le echó la zancadilla y el del poncho besó el suelo.

Como en tales casos sucede, los transeúntes se habían detenido, y al verlo caer estalló una carcajada estrepitosa.

Al del poncho se le volvió pimienta la bilis, y levantose, haciendo brillar un afilado puñal de hoja ancha.

-¡Corre, corre, que te mata! -gritaron los espectadores sin atreverse a detener a aquel furioso. [176]

Pero David era de la pasta de que se hacen los valientes, y lejos de amilanarse, se armó con dos piedras. El del poncho avanzó frenético esgrimiendo el puñal, mientras el granuja retrocedía sin volver la espalda al riesgo, guardando una distancia de pocas varas entre él y su adversario y como quien busca el momento y la posición precisa para jugar el todo por el todo.

De pronto el muchacho alzó el brazo a la altura de la cabeza, el hombre del poncho dio una vuelta como peonza y cayó para no levantarse más.

David había descalabrado a Goliath.

La viudita

Muy popular es en Arequipa la historieta contemporánea que vas a leer; y para no dejar resquicio a críticos de calderilla y de escaleras abajo, te prevengo que bautizaré a los dos principales personajes con nombre distinto del que tuvieron.

I

Por los años de 1834 no se hablaba en Arequipa de otra cosa que de la Viudita, y contábanse acerca de ella cuentos espeluznadores. La viudita era la pesadilla de la ciudad entera.

Era el caso que, vecino al hospital de San Juan de Dios, había un chiribitil conocido por el de profundis o sitio donde se exponían por doce horas los cadáveres de los fallecidos en el santo asilo.

Desde tiempo inmemorial veíase allí siempre un ataúd alumbrado [166] por cuatro cirios, y los transeuntes nocturnos echaban una limosna en el cepillo, o murmuraban un padre nuestro y una avemaría por el alma del difunto.

Pero en 1834 empezó a correr el rumor de que después de las diez de la noche salía del cuartito de los muertos un bulto vestido de negro, el cual bulto, que tenía forma femenina, se presentaba armado con una linterna sorda cada vez que sentía pasos varoniles por la calle. Añadían que, como quien practica un reconocimiento, hacía reflejar la luz sobre el rostro del transeúnte, y luego volvía muy tranquilamente a esconderse en el de profundis.

Con esta noticia, confirmada por el testimonio de varios ciudadanos a quienes la viuda hiciera el coco, nadie se sentía ya con hígados para pasar por San Juan de Dios después del toque de queda.

Hubo más. Un buen hombre, llamado D. Valentín Quesada, con agravio de su nombre de pila que lo comprometía a ser valiente, casi murió del susto. ¡Ayúdenmela a querer!

En vano la autoridad dispuso la captura del fantasma, pues no encontró subalternos con coraje para dar cumplimiento al superior mandato.

Los de la ronda no se aproximaban ni a la esquina del hospital, y cada mañana inventaban una mentira para disculparse ante su jefe, como la de que la viuda se les había vuelto humo entre las manos a otra paparrucha semejante. Y con esto el terror del vecindario iba en aumento.

Al fin, el general D. Antonio Gutiérrez de La Fuente, que era el prefecto del departamento, decidió no valerse de policíacos embusteros y cobardones, sino habérselas personalmente con la viuda. Embozose una noche en su capa y se encaminó a San Juan de Dios. Faltábanle pocos pasos para llegar al umbral del mortuorio cuando se le presentó el fantasma y le inundó el rostro con la luz de la linterna.

El general La Fuente amartilló una pistola, y avanzando sobre la vivida le gritó:

-¡Ríndete o hago fuego!

El alma en pena se atortoló, y corrió a refugiarse en el ataúd alumbrado por los cuatro cirios.

Su señoría penetró en el mortuorio y echó la zarpa al fantasma, quien cayó de rodillas, y arrojando un rebocillo que le servía de antifaz, exclamó:

-¡Por Dios, señor general! ¡Sálveme usted!

El general La Fuente, que tuvo en poco al alma del otro mundo, tuvo en mucho al alma de este mundo sublunar. ¡La viudita era... era... una lindísima muchacha! [167]

-¡Caramba! -dijo para sí La Fuente-. Si tan preciosas como ésta son todas las ánimas benditas del purgatorio, mándeme Dios allá de guarnición por el tiempo que sea servido. -Y luego añadió alzando la voz:- Tranquilícese, niña; apóyese en mi brazo, y véngase conmigo a la prefectura.

II

Hildebrando Béjar era el don Juan Tenorio de Arequipa. Como el burlador de Sevilla, tenía a gala engatusar muchachas y hacerse el orejón cuando éstas, con buen derecho, le exigían el cumplimiento de sus promesas y juramentos. Él decía:

«Cuando quiera el Dios del cielo

que caiga Corpus en martes,

entonces, juro y rejuro,

será cuando yo me case».

Víctima del calavera fue, entre otras, la bellísima Irene, tenida hasta el momento en que sucumbió a la tentación de morder la manzana por honestísima y esquiva doncella.

Desdeñada por su libertino seductor y agotados por ella ruegos, lágrimas y demás recursos del caso, decidió vengarse asesinando al autor de su deshonra. Y armada de un puñal, se puso en acecho a dos cuadras de una casa donde Hildebrando menudeaba a la sazón sus visitas nocturnas, escogiendo para acechadero el de profundis del hospital.

Pero fuese misterioso presentimiento o casualidad, Hildebrando dio en rodear camino para no pasar por San Juan de Dios.

Descubierta, al fin, como hemos referido, por el prefecto La Fuente, Irene le confió su secreto; y a tal punto llegó el general a interesarse por la desventura de la joven, que hizo venir a su presencia a Hildebrando, y no sabemos si con razones o amenazas obtuvo que el seductor se aviniese a reparar el mal causado. [168]

Ocho días más tarde Irene e Hildebrando recibían la solemne bendición sacramental.

Está visto que sobre la tierra, habiendo hembra y varón de por medio, todo, hasta las apariciones de almas en pena, remata en matrimonio, que es el más cómodo y socorrido de los remates para un novelista.

Un tenorio americano

(A D. Alberto Navarro Viola)

I

Era el 1.º de enero de 1826.

La iglesia de las monjas mónicas, en Chuquisaca, resplandecía de luces, y nubes de incienso, quemado en pebeteros de plata, entoldaban la anchurosa nave

Cuanto la entonces naciente nacionalidad boliviana tenía de notable en las armas y en las letras, la aristocracia de los pergaminos y la del dinero, la belleza y la elegancia, se encontraba congregado para dar mayor solemnidad a la fiesta. [159]

Allí estaba el vencedor de Ayacucho, Antonio José de Suero, en el apogeo de su gloria y en lo más lozano de la edad viril, pues sólo contaba treinta y dos años.

En su casaca azul no abundaban los bordados de oro, como en las de los sainetescos espadones de la patria nueva, que van, cuando se emperejilan, como dijo un poeta:

«tan tiesos, tan fichados y formales,

que parecen de veras generales».

Sucre, como hombre de mérito superior, era modesto hasta en su traje, y rara vez colocaba sobre su pecho alguna de las condecoraciones conquistadas, no por el favor ni la intriga, sino por su habilidad estratégica y su incomparable denuedo en los campos de batalla, en quince años de

titánica lucha contra el poder militar de España.

Rodeaban al que en breve debía ser reconocido como primer presidente constitucional de Bolivia: el bizarro general Córdova, cuya proclama de elocuente laconismo ¡arma a discreción y paso de vencedores! vivirá mientras la historia hable del combate que puso fin al dominio castellano en Sud-América; el coronel Trinidad Morán, el bravo que en una de nuestras funestas guerras civiles fue fusilado en Arequipa, en diciembre de 1854, precisamente al cumplirse los treinta años de la acción de Matará, en que su impávido valor salvara al ejército patriota de ser deshecho por los realistas; el coronel Galindo, soldado audaz y entendido político que, casado en 1826 en Potosí, fue padre del poeta revolucionario Nestor Galindo, muerto en la batalla de la Cantería; sus ayudantes de campo, el fiel Alarcón, destinado a recibir el último suspiro del justó Abel victimado vilmente en las montañas de Berruecos, y el teniente limeño Juan Antonio Pezet, muchacho jovial, de gallarda apostura, de cultas maneras, cumplidor del deber y que, corriendo los tiempos, llegó a ser general y presidente del Perú.

Aquel año 26 Venus tejió muchas coronas de mirto. De poco más de cien oficiales colombianos que acompañaron a Sucre en la fiesta de las monjas mónicas, cuarenta pagaron tributo al dios Himeneo en el espacio de pocos meses. No se diría sino que los vencedores en Ayacucho llevaron por consigna: «¡Guerra a las bolivianas!»

Por entonces un magno pensamiento preocupaba a Bolívar, hacer la independencia de la Habana; y para realizarla contaba con que México proporcionaría un cuerpo de ejército que se uniría a los ya organizados en Colombia, Perú y Bolivia. Pero la Inglaterra se manifestó hostil al proyecto, y el Libertador tuvo que abandonarlo.

Los argentinos se preparaban para la guerra que se presentaba como el [160] inminente con el Brasil; y conocedores de la ninguna simpatía de Bolívar por el imperio americano, enviaron al general Alvear a Bolivia, con el carácter de ministro plenipotenciario, para que conferenciase con Sucre y con el Libertador, que acababa de emprender su triunfal paseo de Lima a Potosí. Bolívar, aunque preocupado a la sazón con la empresa cubana, no desdeñó las proposiciones del simpático Alvear; pero teniendo que regresar a Perú y sin tiempo para discutir, autorizó a Sucre para que ajustase con el plenipotenciario las bases del pacto.

D. Carlos María de Alvear es una de las más prominentes personalidades de la revolución argentina. Nacido en Buenos Aires y educado en España, regresó a su patria con la clase de oficial de las tropas reales en momento oportuno para encabezar con San Martín la revolución de octubre del año 12. Presidente de la primera asamblea constituyente, fue él quien propuso en 1813 la primera ley que sobre libertad de esclavos se ha promulgado en América. En la guerra civil que surgió a poco, Alvear, apoyado en la prensa por Monteagudo, asumió la dictadura, y la ejerció hasta abril de 1815 en que el Cabildo de Buenos Aires lo depuso y desterró. Con varia fortuna, vencido hoy y vencedor mañana, hizo casi toda la guerra de independencia. Ni es nuestro propósito ni la índole de esta leyenda nos permite ser más extensos en noticias históricas. Nos basta con presentar el perfil del personaje.

Soldado intrépido, escritor de algún brillo, político hábil, hombre de bella y marcial figura, desprendido del dinero, de fácil palabra, de vivaz fantasía, como la generalidad de los bonaerenses, e impetuoso, así en las lides de Marte como en las de Venus, tal fue D. Carlos María de Alvear. Falleció en Montevideo en 1854, después de haber representado a su patria en Inglaterra y Estados Unidos.

La misión confiada a Alvear cerca de Sucre habría sido fructífera, si entre los que acompañaron al fundador de Bolivia en la iglesia de las monjas mónicas no se hubiera hallado el diplomático argentino.

¿Quién es ella? Esta ella va a impedir alianzas de gobiernos, aplazar guerra y... lo demás lo sabrá quien prosiga leyendo.

II

Las notas del órgano sagrado y el canto de las monjas hallaban eco misterioso en los corazones. El sentimiento religioso parecía dominarlo todo.

Sucre y su lucida comitiva de oficiales en plena juventud, pues ni el general Córdova podía aún lanzar el desesperado apóstrofe de Espronceda, ¡malditos treinta años!, ocupaban sitiales y escaños a dos varas de la no muy tupida reja del coro. [161]

Gran tentación fue aquella para los delicados nervios de las esposas de Jesucristo. Mancebos gentiles, héroes de batallas cuyas acciones más triviales adquirían sabor legendario al ser relatadas por el pueblo, tenían que engrandecerse y tomar tinte poético en la fantasía de esas palomas, cuyo apartamiento del siglo no era tanto que hasta ellas no llegase el ruido del mundo externo.

Hubo un momento en que una monja que ocupaba reclinatorio vecino al de la abadesa, entonó un himno con la voz más pura, fresca y melodiosa que oídos humanos han podido escuchar.

Todas las miradas se volvieron hacia la reja del coro.

El delicioso canto de la monja se elevaba al cielo; pero sus ojos, al través del tenue velo que la cubría el rostro y acaso su espíritu, vagaban entre la multitud que llenaba el templo. De pronto y de en medio del brillante grupo, oficial, levantose un hombre de arrogantísimo aspecto, en cuya casaca recamada de oro lucían los entorchados de general, asiose a la reja del coro, lanzó atrevida mirada al interior, y olvidando que se hallaba en la casa del Señor, exclamó con el entusiasme con que en un teatro habría aplaudido a una prima-donna:

El general D. Juan Antonio Pezet

-¡Canta como un ángel!

¿La monja oyó o adivinó la galantería? No sabré decirlo; pero levantó un extremo del velo, y los ojos de aquel hombre y los suyos se encontraron.

Cesó el canto. El Satanás tentador se apartó entonces de la reja, murmurando: «¡Hermosa, hermosísima!», y volvió a ocupar su asiento a la derecha de Sucre.

Para los más, aquello fue una irreverencia de libertino; y para los menos, un arranque de entusiasmo filarmónico. [162]

Para las monjitas, desde la abadesa a la refitolera, hubo tema no sé si de conversación o de escándalo. Sólo una callaba, sonreía y... suspiraba.

III

La revolución de 1809 en Chuquisaca contra el presidente de la Audiencia García Pizarro, hizo al doctor Serrano, impertérrito realista, contraer el compromiso de casar a su hija Isabel con un acaudalado comerciante que lo amparara en los días de infortunio. En 1814 cumplió Isabel sus diez y siete primaveras, y fue esa la época escogida por el doctor Serrano para imponer a la niña su voluntad paterna; pero la joven, que presentía el advenimiento del romanticismo, se revelaba contra todo yugo o tiranía. Además, era el novio hombre vulgar y prosaico, una especie de asno con herrajes de oro; y siendo la chica un tanto poética y soñadora, dicho está que, antes de avenirse a ser, no diré la media naranja dulce, pero ni el limón agrio de tal mastuerzo, haría mil y una barrabasadas. El padre era áspero de genio y muy montado a la antigua. El viejo se metió en sus calzones y la damisela en sus polleritas. «O te casas o te enjaulo en un convento», dijo su merced. «Al monjío me atengo», contestó con energía la doncella. Y no hubo más. Isabel fue al monasterio de las mónicas, y en 1820 se consumó el suicidio moral llamado monjío.

Como Isabel había profesado sin verdadera vocación por el claustro, como el ascetismo monacal no estaba encarnado en su espíritu, y como la regla de las mónicas en Chuquisaca no era muy rigurosa, nuestra monjita se economizaba mortificaciones, asimilando, en lo posible, la vida del convento a la del siglo. Vestía hábito de seda y entre las anchas mangas de su túnica dejábase entrever la camisa de fina batista con encajes.

En su celda veíanse todos los refinamientos del lujo mundano, y el oro y la plata se ostentaban en cincelados pebeteros y artística vajilla. Dotada de una voz celestial, acompañábase en el clave, la vihuela o el arpa, que era hábil música, cantando con suma gracia cancioncitas profanas en la tertulia que de vez en cuando la permitía dar la superiora, cautivada por el talento, la travesura y la belleza de Isabel. Esas tertulias eran verdaderas fiestas, en las que no escaseaban los manjares y las más exquisitas mistelas y refrescos.

Pocos días después de la fiesta del año nuevo, fiesta que había dejado huella profunda en el alma de la monja, se le acercó la demandadera del convento, seglar autorizada en ciertos monasterios de América para desempeñar las comisiones callejeras, y la guiñó un ojo como en señal de que algo muy reservado tenía que comunicarla. En efecto, en el primer momento propicio puso en manos de Isabel un billete. La hermana demandadera [163] era una celestina forrada en beata; es decir, que pertenecía a lo más alquitarado del gremio de celestinas.

La joven se encerró en su celda, y leyó: «Isabel, te amo, y anhelo acercarme a ti. Las ramas de un árbol del jardín caen fuera del muro del convento y sobre el tejado de la casa de un servidor mío. ¿Me esperarás esta noche después de la queda?»

Isabel se sintió desfallecer de amor, como si hubiera apurado un filtro infernal, con la lectura de la carta del desconocido.

¡Desconocido! No lo era para ella. La chismografía del convento la había hecho saber que su amante era el general D. Carlos María de Alvear, el prestigioso dictador argentino en 1814, el rival de Artigas y San Martín, el vencedor de los españoles en varias batallas, el plenipotenciario, en fin, de Buenos Aires cerca del gobierno de Bolivia.

Antes de ponerse el sol recibía Alvear uno de esos canastillos de filigrana con la perfumada mixtura de flores que sólo las monjas saben preparar.

La demandadera, conductora del canastillo, no traía carta ni mensaje verbal. El galán la obsequió, por vía de alboroque, una onza de oro. Así me gustan los enamorados, rumbosos y no tacaños.

Alvear examinó prolijamente una flor y otra flor, y en una de las hojas de un nardo alcanzó a descubrir, sutilmente trazada con la punta de un alfiler, esta palabra: Sí.

IV

Durante dos días Alvear no fue visto en las calles de Chuquisaca.

Urgía a Sucre hablar con él sobre unos pliegos traídos por el correo, y fue a buscarlo en su casa; pero el mayordomo le contestó que su señor estaba de paseo en una quinta a tres leguas de la ciudad. ¡Vivezas de buen criado!

Amaneció el tercer día, y fue de bullanga popular.

La superiora de las mónicas acababa de descubrir que un hombre había profanado la clausura. Cautelosamente echó llave a la puerta de la celda, dio aviso al gobernador eclesiástico y alborotó el gallinero.

El pueblo, azuzado en su fanatismo por algunos frailes realistas, se empeñaba en escalar muros o romper la cancela y despedazar al sacrílego. Y habríase realizado barbaridad tamaña, si llegando la noticia del tumulto a oídos de Sucre no hubiera éste acudido en el acto, calmado sagazmente la exaltación de los grupos y rodeado de tropa el monasterio.

A las diez de la noche, y cuando ya el vecindario estaba entregado al reposo, Sucre, seguido de su ayudante el teniente Pezet, y acompañado [164] del gobernador eclesiástico, fue al convento, platicó con la abadesa y monjas caracterizadas, las aconsejó que echasen tierra sobre lo sucedido, y se despidió llevándose al Tenorio argentino.

Un criado, con un caballo ensillado, los esperaba a media cuadra del convento.

Alvear estrechó la mano de Sucre, y le dijo:

-Gracias, compañero. Vele por Isabel.

-Vaya usted tranquilo, general -contestó el héroe de Ayacucho;- que mientras yo gobierne en Bolivia, no consentiré que nadie ultraje a esa desventurada joven.

Alvear le tendió los brazos y lo estrechó contra su corazón, murmurando:

-¡Tan valiente como caballero! ¡Adiós!

Y saltando ágilmente sobre el corcel, tomó el camino que lo condujo a la patria argentina, y un año después, el 20 de febrero de 1827, a coronar su frente con los laureles de Ituzaingó.

En el tomo I de las Memorias de O'Leary, publicado en 1879, hallamos una carta del mariscal Sucre a Bolívar, fechada en Chuquisaca el 27 de enero de 1826, y de la cual, a guisa de comprobante histórico de esta aventura amorosa, copiaremos el acápite pertinente: «El general Alvear salió el 17. Debo decir a V., en prevención de lo que pudiera escribírsele por otros, que este señor tuvo la imprudencia de verificar su entrada en las mónicas, y sorprendido por la superiora, tuve yo que poner manos en el asunto para evitar escándalos. Pude hacer que saliese sin que la cosa hiciese gran alboroto; pero no hay títere en la ciudad que no esté impuesto del hecho». [165]

Una astucia de Abascal

I

Que el excelentísimo señor virrey D. Fernando de Abascal y Souza, caballero de Santiago y marqués de la Concordia, fue hombre de gran habilidad, es punto en que amigos y enemigos que alcanzaron a conocerlo están de acuerdo. Y por si alguno de mis contemporáneos lo pone en tela de juicio, bastárame para obligarlo a arriar bandera referir un suceso [156] que aconteció en Lima a fines de 1808; es decir, cuando apenas tenía Abascal año y medio de ejercicio en el mando.

Regidor de primera nominación, en el Cabildo de esta ciudad de los reyes, era el señor de... ¿de qué?, no estampo el nombre por miedo de verme enfrascado en otro litigio pati-gallinesco... Llamémoslo H...

Su señoría el regidor H... era de la raza de las cebollas. Tenía la cabeza blanca y el resto verde; esto es, que a pesar de sus canas y achaques, todavía galleaba y se le alegraba el ojo con las tataranietas de Adán. Hacía vida de solterón, tratábase a cuerpo de príncipe, que su hacienda era pingüe, y su casa y persona estaban confiadas al cuidado de una ama de llaves y de una legión de esclavos.

Una mañana, cuando apuraba el Sr. de H... la jícara del sabroso chocolate del Cuzco con canela y vainilla, presentósele un pobre diablo, vendedor de alhajas, con una cajita que contenía un alfiler, un par de arracadas y tres anillos de brillantes. Recordó el sujeto que la Pascua se aproximaba y que para entonces tenía compromiso de obsequiar esa fruslería a una chica que lo traía engatusado. Duro más, duro menos, cerró trato por doscientas onzas de oro, guardó la cajita y despidió al mercader con estas palabras:

-Bien, mi amigo, vuélvase usted dentro de ocho días por su plata.

Llegó el día del plazo, y tras este otro y otro, y el acreedor no lograba hablar con su deudor; unas veces porque el señor había salido, otras porque estaba con visitas de gente de copete, y al fin porque el negro portero no quiso dejarlo pasar del zaguán. Abordolo al cabo una tarde en la puerta del Cabildo, y a presencia de varios de sus colegas le dijo:

-Dispénseme su señoría si no pudiendo encontrarlo en su casa me lo hago presente en este sitio, que los pobres tenemos que ser importunos.

-¿Y qué quiero el buen hombre? ¿Una limosna? Tome, hermano, y vaya con Dios.

Y el Sr. de H... sacó del bolsillo una peseta.

-¿Qué es eso de limosna? -contestó indignado el acreedor-. Págueme usía las doscientas onzas que me debe.

-¡Habrase visto desvergüenza de pícaro! -gritó el regidor-. A ver, alguacil. Agárreme usted a este hombre y métalo en la cárcel.

Y no hubo remedio. El infeliz protestó; pero como las protestas del débil contra el fuerte son agua de malvas, con protesta y todo fue nuestro hombre por veinticuatro horas a chirona por desacato a la caracterizada persona de un municipal o municipillo.

Cuando lo pusieron en libertad anduvo el pobrete con su queja de Caifás a Pilatos; pero como no presentaba testigos ni documentos, lo calificó el uno de loco y el otro de bribón. [157]

Llegó el caso a oídos del virrey, y éste hizo ir secretamente a palacio a la víctima, lo interrogó con minuciosidad y le dijo:

-Vaya usted tranquilo y no cuente a nadie que nos hemos visto. Le ofrezco que para mañana o habrá recobrado sus prendas o irá por seis meses a presidio como calumniador.

II

Exceptuando las noches do teatro, al que Abascal sólo por enfermedad u otro motivo grave dejaba de concurrir, recibía de siete a diez a sus amigos de la aristocracia. La linda Ramona, aunque apenas frisaba en los catorce años, hacía con mucha gracia los honores del salón, salvo cuando veía correr por la alfombra un ratoncillo. Tan melindrosa era la mimada hija de Abascal, que su padre prohibió quemar cohetes a inmediaciones de Palacio, porque al estallido acometían a la niña convulsiones nerviosas. ¡Repulgos de muchacha engreída! Corriendo los años no se asustó con los mostachos de Pereira, un buen mozo a quien mandó el rey para hacer la guerra a los insurgentes, y que no hizo en el Perú más que llegar y besar, conquistando en el acto la mano y el corazón de Ramona y volviéndose con su costilla para España. ¡Buen calabazazo llevaron todos los marquesitos y condesitos de Lima que bailaban por la chica el Agua de nieve! Aquella noche concurrido, como de costumbre, el Sr. de H... a la tertulia palaciega. El virrey agarrose mano a mano en conversación con él, pidiole un polvo, y su señoría lo pasó la caja de oro con cifra de rubíes. Abascal sorbió una narigada de rapé, y por distracción sin duda guardó la caja ajena en el bolsillo de la casaca.

De repente Ramona empezó a gritar. Una arañita se paseaba por el raso blanco que tapizaba las paredes del salón, y Abascal, con el pretexto de ir a traer agua de melisa o el frasquito del vinagre de los siete ladrones, que es santo remedio contra los nervios, escurriose por una puertecilla, llamó al capitán de la guarida de alabarderos y le dijo:

-D. Carlos, vaya usted a casa del Sr. De H... y dígale a Conce, su ama de llaves, que por señas de esta caja de rapé que dejará usted en poder de ella, manda su patrón por la cajita de alhajas que compró hace quince días, pues quiero enseñarlas a Ramoncica, que es lo más curiosa que en mujer cabe.

III

A las diez de la noche regresó a su casa el Sr. de H... y la ama de llaves lo sirvió la cena. Mientras su señoría saboreaba un guiso criollo, doña Conce, con la confianza de antigua doméstica, le preguntó: [158]

-¿Y qué tal ha estado la tertulia, señor?

-Así, así. A la cándida de la Ramona lo dio la pataleta, que eso no podía faltar. Esa damisela es una doña Remilgos y necesita un marido de la cáscara amarga, como yo, que con una paliza a tiempo estaba seguro de curarla de espantos. Y lo peor es que su padre es un viejo pechugón, que me codeó un polvo y se ha quedado con mi caja de los días de fiesta.

-No, señor. Aquí está la caja, que la trajo uno de los oficiales de Palacio.

-¿A qué hora, mujer?

-Acababan do tocar las ocho en las nazarenas, y obedeciendo al recado que usted me enviaba, le di al oficial la cajita.

-Tú estás borracha, Conce. ¿De qué cajita me hablas?

-¡Toma! De la de alhajas que compró usted el otro día.

El Sr. de H... quedó como herido por un rayo. Todo lo había adivinado.

A los pocos días emprendió viaje para el Norte, donde poseía un valioso fundo rústico, y no volvió a vérsele en Lima.

Por supuesto, que comisionó antes a su mayordomo para que pagase al acreedor.

El caballeroso Abascal recomendó al capitán de alabarderos y al dueño de las alhajas que guardasen profundo secreto; pero la historia llegó a saberse con todos sus pormenores, por aquello de que «secreto de tres, vocinglero es».

Un drama íntimo

(A D. Adolfo E. Dávila)

Ni época, ni nombres, ni el teatro de acción son los verdaderos en esta leyenda. Motivos tiene el autor para alterarlos. En cuanto al argumento, es de indisputable autenticidad. Y no digo más en este preambulillo porque... no quiero, ¿estamos?

I

Laurentina llamábase la hija menor, y, la más mimada, de D. Honorio Aparicio, castellano viejo y marques de Santa Rosa de los Ángeles. Era la niña un fresco y perfumado ramilletico de diez y ocho primaveras.

Frisaba su señoría el marqués en las sesenta navidades, y hastiado del esplendor terrestre había ya dado de mano a toda ambición, apartádose de la vida pública, y resuelto a morir en paz con Dios y con su conciencia, apenas si se le veía en la iglesia en los días de precepto religioso. El mundo, para el señor marqués, no se extendía fuera de las paredes de su casa y de los goces del hogar. Había gastado su existencia en servicio del rey y de su patria, batídose bizarramente y sido premiado con largueza por el monarca, según lo comprobaban el hábito de Santiago y las cruces y banda con que ornaba su pecho en los días de gala y de repicar gordo.

Tres o cuatro ancianos pertenecientes a la más empinada nobleza colonial, un inquisidor, dos canónigos, el superior de los paulinos, el comendador de la Merced y otros frailes de campanillas eran los obligados concurrentes a la tertulia nocturna del marqués. Jugaba con ellos una partida de chaquete, tresillo o malilla de compañeros, obsequiábalos a [151] toque de nueve con una jícara del sabroso soconusco acompañada de tostaditas y mazapán almendrado de las monjas catalinas, y con la primera campanada de las diez despedíanse los amigos. D. Honorio, rodeado de sus tres hijas y de doña Ninfa, que así se llamaba la vieja que servía de aya, dueña, cervero o guardián de las muchachas, rezaba el rosario, y terminado éste, besaban las hijas la mano del señor padre, murmuraba él un «Dios las haga santas» y luego rebujábanse entre palomas el palomo viudo, las Palomitas y la lechuza.

Aquello era vida patriarcal. Todos los días eran iguales en el hogar del noble y respetable anciano, y ninguna nube tormentosa se cernía sobre el sereno cielo de la familia del marqués.

Sin embargo, en la soledad del lecho desvelábase D. Honorio con la idea de morir sin dejar establecidas a sus hijas. Dos de ellas optaban por monjío; pero la menor, Laurentina, el ojito derecho del marqués, no revelaba vocación por el claustro, sino por el mundo y sus tentadores deleites.

El buen padre pensó seriamente en buscarla marido, y platicando una noche sobre el delicado tema con su amigo el conde de Villarroja D. Benicio Suárez Roldán, éste le interrumpió diciéndole:

-Mira, marqués, no te preocupes, que yo tengo para tu Laurentina un novio como un príncipe en mi hijo Baldomero.

-Que me place, conde; aunque algo se me alcanza de que tu retoño es un calvatrueno.

-¡Eh! ¡Murmuraciones de envidiosos y pecadillos de la mocedad! ¿Quién hace caso de eso? Mi hijo no es santo de nicho, ciertamente; pero ya sentará la cabeza con el matrimonio.

Y desde el siguiente día, el conde fue a la tertulia del de Santa Rosa, acompañado de su hijo. Éste quedó admitido para hacer la corte a Laurentina, mientras los viejos cuestionaban sobre el arrastre de chico y la falla del rey, y cuatro o seis meses más tarde eran ya puntos resueltos para ambos padres el noviazgo y el consiguiente casorio.

Baldomero era un gallardo mancebo, pero libertino y seductor de oficio. Tratándose de sitiar fortalezas, no había quien lo superase en perseverancia y ardides; mas una vez rendida o tomada por asalto la fortaleza, íbase con la música a otra parte, y si te vi no me acuerdo.

Baldomero halló en la venalidad de doña Ninfa una fuerza auxiliar dentro de la plaza; y la inexperta joven, traicionada por la inmunda dueña, arrastrada por su cariño al amante, y más que todo fiando en la hidalguía del novio, sucumbió... antes de que el cura de la parroquia la hubiese autorizado para arriar pabellón.

A poco, hastiado el calavera de lo fácil conquista, empezó por acortar [152] sus visitas y concluyó por suprimirlas. Era de reglamento que así procediese. Otro amorcillo lo traía, encalabrinado.

La infeliz Laurentina perdió el apetito, y dio en suspirar y desmejorarse a ojos vistas. El anciano, que no podía sospechar hasta dónde llegaba la desventura de su hija predilecta, se esforzaba en vano por hacerla recobrar la alegría y por consolarla del desvío del galancete:

-Olvida a ese loco, hija mía, y da gracias a Dios de que a tiempo haya mostrado la mala hilaza. Novios tendrás para escoger como en peras, que eres joven, bonita y rica y honrada.

Y Laurentina se arrojaba llorando al cuello de su padre, y escondía sobre su pecho la púrpura que teñía sus mejillas al oírse llamar honrada por el confiado anciano.

Al fin, éste se decidió a escribir a Baldomero pidiéndolo explicaciones sobre lo extraño de su conducta, y el atolondrado libertino tuvo el cruel cinismo y la cobarde indignidad de contestar al billete del agraviado padre con una carta en la que se leían estas abominables palabras: Esposa adúltera sería la que ha sido hija liviana. ¡Horror!

II

El marqués se sintió como herido por un rayo.

Después de un rato de estupor, una chispa de esperanza brotó en su espíritu.

Así es el corazón humano. La esperanza es lo último que nos abandona en medio de los más grandes infortunios.

-¡Jactanciosa frase de mancebo pervertido! ¡Miente el infame! -exclamó el anciano.

Y llamando a su hija la dio la carta, síntesis de toda la vileza de que es capaz el alma de un malvado, y la dijo:

-Lee y contéstame... ¿Ha mentido ese hombre?

La desdichada niña cayó de rodillas murmurando con voz ahogada por los sollozos:

-Perdóname..., padre mío..., ¡Lo amaba tanto!... ¡Pero te juro que estoy avergonzada de mi amor por un ser tan indigno!... ¡Perdón! ¡Perdón!

El magnánimo viejo se enjugó una lágrima, levantó a su hija, la estrechó entre sus brazos y la dijo:

-¡Pobre ángel mío!...

En el corazón de un padre es la indulgencia tan infinita como en Dios la misericordia. [153]

III

Y pasó un año cabal, y vino el día aniversario de aquel en que Baldomero escribiera la villana carta.

La misa de doce en Santo Domingo y en el altar de la Virgen del Rosario era lo que hoy llamamos la misa aristocrática. A ella concurría lo más selecto de la sociedad limeña.

Entonces, como ahora, la juventud dorada del sexo fuerte estacionábase a la puerta e inmediaciones del templo para ver y ser vista, y prodigar insulsas galanterías a las bellas y elegantes devotas.

Baldomero Roldán hallábase ese domingo entre otros casquivanos, apoyado en uno de los cañones que sustentaban la cadena que hasta hace pocos años se veía frente a la puerta lateral de Santo Domingo, cuando cinco minutos antes de las doce se le acercó el marqués de Santa Rosa, y poniéndole la mano sobro el hombro le dijo casi al oído:

-Baldomero, ármese usted dentro de media hora, si no quiero que lo mate sin defensa y como se mata a un perro rabioso.

El calavera, recobrándose instantáneamente de la sorpresa, le contestó con insolencia:

-No acostumbro armarme para los viejos.

El marqués continuó su camino y entró en el templo.

A poco sonaron las doce, el sacristán tocó una campanilla en el atrio en señal de que el sacerdote iba ya a pisar las gradas del altar y la calle quedó desierta de pisaverdes.

Media llora después salía el brillante concurso, y los jóvenes volvían a ocupar sitio en las acoras. Baldomero Roldán se colocó al pie de la cadena.

El marqués de Santa Rosa vino hacia él con paso grave, reposado, y le dijo:

Joven, ¿está usted ya armado?

-Repito a usted, viejo tonto, que para usted no gasto armas.

El marqués amartilló un pistolete, hizo fuego, y Baldomero Roldán cayó Con el cráneo destrozado.

IV

D. Honorio Aparicio se encaminó paso entre paso a la cárcel de la ciudad, situada a una cuadra de distancia de Santo Domingo, donde se encontró con el alcalde del Cabildo.

-Señor alcalde -le dijo- acabo de matar a un hombre por motivo [154] que Dios sabe y que yo callo, y vengo a constituirme preso. Que la justicia haga su oficio.

El conde de Villarroja, padre del muerto, no anduvo con pies de plomo para agitar el proceso, y un mes después fue a los estrados de la Real Audiencia para el fallo definitivo.

El virrey presidía, y era inmenso el concurso que invadió la sala.

Al conde de Villarroja, por deferencia a lo especial de su condición, se lo había señalado asiento al lado del fiscal acusador.

El marqués ocupaba el banquillo del acusado.

Leído el proceso, y oídos los alegatos del fiscal y del abogado defensor, dirigió el virrey la palabra al reo.

-¿Tiene usía, señor marqués, algo que decir en su favor?

-No, señor... Maté a ese hombre porque los dos no cabíamos sobre la tierra.

Esta razón de defensa, ni racional ni socialmente podía satisfacer a la ley ni a la justicia. El fiscal pedía la pena de muerte para el matador, y el tribunal se veía en la imposibilidad de recurrir al socorrido expediente de las causas atenuantes desde que el acusado no dejaba resquicio abierto para ellas. El abogado defensor había aguzado su ingenio y hecho una defensa más sentimental que jurídica; pues las lacónicas declaraciones prestadas por el marqués en el proceso no daban campo sino para enfrascarse en un mar de divagaciones y conjeturas. No había tela que tejer ni hilos sueltos que anudar.

El virrey tomaba la campanilla para pasar a secreto acuerdo, cuando el abogado del marqués, a quien un caballero acababa de entregar una carta, se levantó de su sitial, y avanzando hacia el estrado, la puso en manos del virrey.

Su excelencia leyó para sí, y dirigiéndose luego a los maceros:

-Que se retire el auditorio -dijo- y que se cierre la puerta.

V

Laurentina, al comprender el peligro en que se hallaba la vida de su padre, no vaciló en sacrificarse haciendo pública la ruindad de que ella había sido triste víctima. Corrió al bufete del marqués, y rompiendo la cerradura sacó la carta de Baldomero y la envió con uno de sus deudos al abogado. Ella sabía que el marqués nunca habría recurrido a ese documento salvador o por lo menos atenuante de la culpa.

El virrey, visiblemente conmovido, dijo:

-Acérquese usía, señor conde de Villarroja. ¿Es esta la letra de su difunto hijo? [155]

El conde leyó en silencio, y a medida que avanzaba en la lectura pintábase mortal congoja en su semblante y se oprimía el pecho con la mano que tenía libre, como si quisiera sofocar las palpitaciones de su corazón paternal. ¡Horrible lucha entre su conciencia de caballero y los sentimientos de la naturaleza!

Al fin, su diestra temblorosa dejó escapar la acusadora carta, y cayendo desplomado sobre un sillón, y cubriéndose el rostro con las manos para atajar el raudal de lágrimas exclamó, haciendo un heroico esfuerzo por dar varonil energía a su palabra:

-¡Bien muerto está!... ¡El marqués estuvo en su derecho!

VI

La Real Audiencia absolvió al marqués de Santa Rosa.

Quizá la sentencia, en estricta doctrina jurídica, no sea muy ajustada. Critíquenla en buena hora los pajarracos del foro. No fumo de ese estanquillo ni lo apetezco.

Pero los oidores de la Real Audiencia antes que jueces eran hombres, y al fallar absolutoriamente, prefirieron escuchar sólo la voz de su conciencia de padres y hombres de bien, haciendo caso omiso de D. Alfonso el Sabio y sus leyes de Partida que disponen que ome que faga omecillo, por ende muera. ¡Bravo! ¡Bravo! Yo aplaudo a sus señorías los oidores, y me parece que tienen lo bastante con mis palmadas.

En cuanto al público de escaleras abajo, que nunca supo a qué atenerse sobre el verdadero fundamento del fallo (pues virrey, oidores y abogado se comprometieron a guardar secreto sobre la revelación que contenía la carta), murmuró no poco contra la injusticia de la justicia.

Una sentencia primorosa

(A D. Manuel Ricardo Trelles)

Hombre hay en los tiempos que alcanzamos que se desvive por andar entre papel sellado y escribanos; que escatima el pan de la familia, pero que empeña hasta las potencias de Cristo para pagar con puntualidad los honorarios de abogado y de procurador. Gusto perro es, convengo en ello, el de pasarse las horas muertas gastando las baldosas del palacio de justicia y siendo pulga en la oreja o pesadilla de los magistrados; pero el hecho es que existe el tipo y que mis lectores estarán cansados de tropezar con él. Esos maniáticos no admiten cura, y se mueren y van al hoyo cuando les falta proceso de qué hablar y en qué pensar.

Los jueces de nuestra era republicana tienen asegurado sitio en el cielo por su paciencia para habérselas, de enero a enero, con esos chirimbolos que litigan por una coma mal puesta. No me gustan garnachas de esa especie. Deme usted jueces de la cáscara amarga, como los que voy a dar a conocer a mis lectores en esta tradicioncita, de cuya autenticidad histórica respondo con cuanto soy y valgo, como dicen los cartularios.

Por real cédula de 3 de mayo de 1787 erigiose la Real Audiencia del Cuzco, cuya instalación solemne se verificó el 4 de noviembre del siguiente año. La fastuosa ceremonia del recibimiento del sello en la ciudad, si no recuerdo mal, se hizo en el día anterior.

Alcalde de corte fue, desde entonces hasta principios del presente siglo, D. Domingo del Oro y Portuondo, doctor in utroque jure, y que gozaba en todo el virreinato de reputación salomónica. Jamás torciose en sus manos la vara de la ley, y fallo que él pronunciaba era acatado hasta por el monarca y su Consejo de Indias. Sentencia suya nunca fue revocada ni serlo podía, que apoyada iba siempre en la más recta y sesuda aplicación de las Partidas y el Fuero Juzgo y demás pragmáticas y ordenanzas y garambainas tribunalicias en rigurosa vigencia.

Pocos pleitos, y sea esto dicho en encomio del buen sentido de los cuzqueños, ventilábanse entonces en la ciudad incásica; pero un aragonés, apellidado Landázuri, daba por sí solo más trajín a oidores, alcalde, portero y alguaciles que un cardumen de litigantes. La quisquilla más trivial era para él un semillero de procesos. Es fama que de 1788 a 1797 [149] entabló veintiocho pleitos, sin que en uno solo de ellos lo asistiese el menor asomo de justicia. Mientras más pleitos perdía, menos se descorazonaba o hastiaba de gastar en papel sellado.

Landázuri era, pues, el coco del alcalde y de la audiencia. No produjo Zaragoza aragonés más testarudo y camorrista.

En 1797 el escribano D. Francisco Larrauri, al dar cuenta del despacho, leyó al alcalde un recurso de Landázuri, en el cual se querellaba éste de la mala vecindad que le daba una parejita de recién casados, que solían asomarse a la ventana y ponerse pico con pico como paloma y palomo, despertando así el apetito del zaragozano, quien, para libertarse de tentaciones y de que lo asaltasen pecaminosas ideas, exigía que la justicia mandase cambiar de domicilio al amoroso y enamorado matrimonio que tan pública ostentación hacía de las dulzuras de la luna de miel.

Aquí perdió el juez los estribos de la cachaza y dijo:

-Ponga usted, D. Francisco, fecha, que voy a dictarle el auto.

El escribano mojó la pluma de ave, escribió un renglón, y alzando la cabeza contestó:

-Listo: ya puede dictar su señoría.

-Letra grande, clara y nada de gurrupatos, D. Francisco.

-Descuide su señoría.

-Ponga usted...

-Pongo.

-Váyase el recurrente al... demonio (6).

Escribió el escribano lo dictado y rubricó el juez.

El auto fue como darle a Landázurí por la vena del gusto; pues exclamó, brincando de alegría:

-Ahora sí que me luzco, y lo menos, menos, le hago quitar la vara al dichoso alcalde, y puede que lo echen a presidio. ¡Gracias a Dios! Este será el primer pleito que gane.

Y apeló del auto ante la Real Audiencia del Cuzco.

Pero ésta se hallaba tan acostumbrada a desechar por injustificables y maliciosas las apelaciones de Landázuri, y tenía en tan alta estima la cordura, talento y justificación de Oro y Portuondo, que empezando por el conde Ruiz de Castilla, brigadier de los reales ejércitos, gobernador intendente del Cuzco y presidente de su Real Audiencia, y concluyendo por los oidores D. José de la Portilla, D. Pedro Antonio Cernadas Bermúdez, D. Miguel Sánchez Moscoso y D. José Fuentes González, nemine discrepante, [150] convinieron en dictar al escribano D. Bernardo Gamarra, padre del que fue presidente del Perú, el siguiente inapelable fallo:

-Confírmase el apelado, y con costas. -Cinco rúbricas.

Y como a D. Fulano Landázuri, el litigante cócora, no le quedaba otro camino que el de recurrir al Consejo de Indias, y eso era gastadero de muchísima plata, tiempo y flema, se conformó con lo decidido por la Audiencia, satisfizo treinta reales vellón por costas, y (como ustedes lo oyen) sin más reconcomios, derechito, derechito, se fue... al demonio.

El primer toro

Gentil chasco se lleva quien, juzgando por el título, piense que voy a ocuparme por lo menos del cornúpedo que con Noé desembarcó del Arca, y que cristianamente debo creer y creo que fue el padre y fundador de la familia. No, señores. Más humilde es mi propósito.

Se me ha exigido un artículo corni-tradicional, y no hay forma de salir por la tangente del compromiso. Mis amigos afirman que en cada pelo del bigote escondo una tradición, y ello debe ser cierto, que de cortés peco para decirles que no están en lo verdadero. Déme Dios llevar a buen término esta serie de narraciones, y rompo la tijera para que no críe moho por falta de paño en qué cortar. Entretanto, pecho al agua y al avío; no digan, si alargo el preámbulo, que soy como el guitarrero del Tajamar, que todo se le iba en puntear y puntear.

Amén de la renta que su majestad acordara, según reales cédulas, a sus viso-reyes en el Perú, eran éstos festejados, siempre que por razones del buen servicio les ocurría ir de visita al puerto y presidio del Callao, con una salva de cañonazos; pero quedaba a merced del virrey elegir entre los disparos, que a la postre no son más que humo y estrépito, o reclamar en limpia plata lo que había de gastarse en pólvora. Si no mienten mis apuntes, eran quinientos duros los al año asignados para tal bambolla.

Diz que no faltó representante de la corona que optara por la ración en crudo, en lo cual tengo para mí que procedió con seso.

Otra real cédula prevenía que cuando el virrey asistiese al coliseo, los comediantes o su empresario tenían la obligación de entregar al mayordomo o repostero de palacio algunos patacones para sorbetes y tente en pie de su excelencia y comitiva. Añaden los maldicientes que [143] virrey hubo que no perdonaba función; pero que era enemigo del refresco, no embargante que los cómicos cumplían religiosamente con entregar los cuartejos consabidos.

En 1768 efectuose el estreno de la plaza de Acho, construida para lidias de toros. El propietario de ella, D. Hipólito Landaburu, señaló desde la primera corrida veinte pesos para cerveza y butifarras del real representante y su cortejo. Ítem mandó que el primer toro después de estoqueado se obsequiase al cochero y fámulos del virrey, para que éstos sacasen provecho del cuero y de la carne. Para rumboso D. Hipólito. ¡Dios lo tenga entre santos!

La costumbre se hizo ley, y hasta los tiempos de Pezuela disfrutó de tal ganga el famulicio. El toro producía un par de peluconas, vendido a un carnicero, quien salaba la carne; pues entonces no se la enviaba a la siguiente mañana al mercado, por considerarse perjudicial a la salud la carne de los bichos que morían en el redondel. ¡Aprensiones de los abuelitos!

Vino la patria, y con ella un empresario patriota y mezquino, que empezó por no dar una peseta para el refresco del Protector San Martín, y que negó a los criados de éste los despojos del primer toro.

«¡Fuera antiguallas y a romper con el pasado!» Tal era la consigna del roñoso empresario de Acho. El alma del generoso Landaburu debió trinar de cólera en el otro mundo ante mezquindad tamaña.

A Ramón Meneses, cochero del general San Martín, se le indigestó la innovación; compró un pliego de papel sellado y fuese al ministro Monteagudo con un recurso fundado en esto y lo otro y lo de más allá, reclamando lo que él creía privilegio inmanente a su cargo.

La querella se hizo cuestión de Estado y de alta política. La opinión pública, que es una señora muy entrometida y casquilucia, se agitó en pro y en contra. Los patriotas y progresistas y novedosos se declararon por el empresario pero los godos y retrógrados y recalcitrantes se decidieron por el auriga. El empresario defendió su bolsa con uñas y dientes, corriose vista al fiscal, y éste dictaminó que la cosa tanto tenía de larga como de ancha, y por ende se las compusiese el gobierno como Dios le diera a entender.

Pero ahí estaba D. Bernardo Monteagudo, que era todo un hombre para un encargo, quien cogió la pluma y plantó en el memorial un no ha lugar por ahora que partió por el eje a Ramón Meneses y dejó contentos a los partidos; pues el decreto no otorgaba concesión ni implicaba negativa rotunda.

Era un decretito con callejuela, decretito de agua de malvas, achicoria, goma y raíz de altea. [144]

¿Creerán ustedes que aquí terminó la algólgora del primer toro? Pues se equivocan. Ese por ahora iba a dar pan que rebanar.

Juan Duende, cochero del presidente general Gamarra, y Quintín Quintana, que ejerció idéntico oficio con el presidente general Castilla, amenazaron a los empresarios con resucitar el pleito; pero ambos ciudadanos cocheros eran unos peines sin pizca de respeto por los altos fueros del pescante, y transigieron, previa la promesa de que en cada tarde de lidia se les acudiría con cuatro pesos, cuatro copas y cuatro butifarras. [145]

Juana la Marimacho

¡Ah, china diabla! ¡Y bien haya la madre que la parió!

La imaginación me la retrata cabalgada en un brioso overo del Norte, a quince pasos de la puerta del toril, capa colorada en mano y puro de Cartagena en boca. Con chaquetilla de raso azul con alamares de plata, falda verde botella y un rico jipijapa en la cabeza, dicen que era lo que se llama una real moza. Como hay Dios que al verla sentían los hombres tentaciones... así como de reivindicarla.

No la vi yo, por supuesto, en el pleno ejercicio de sus funciones de capeadora de a caballo; pero en su elogio oí decir a un viejo casi lo mismo que, hablando del torero Casimiro Cajapaico, escribe el señor marqués de Valleumbroso en su libro Escuela de caballería conforme a la práctica observada en Lima:

-Esa china merecía estatua en la plaza de Acho.

Digo que no es poco decir. [146]

Con Juana Breña hizo la naturaleza idéntica mozonada que con la monja alférez doña Catalina de Erauzo. Equivocó el sexo. Bajo las redondas y vigorosas formas de la gallarda mulata, escondió las más varoniles inclinaciones. Las mujeres, cuya sociedad esquivaba, la bautizaron (no sin razón) con el apodo de la Marimacho.

Juana Breña manejaba los dados sobre el tapete verde con todo el aplomo de un tahur; y puñal en mano se batía como cualquier guapo, que era diestra esgrimidora. En dos o tres ocasiones estuvo en la cárcel por pendenciera; pero, contando con valedores de alta influencia, lograba siempre su libertad tras pocos días de encierro. Con la misma llaneza con que echaba la capa a un retinto, hacía un chirlo a un cristiano por quítame allá una paja.

En los toros de San Francisco de Paula (que fue lidia que formó época), en los famosos de la Concordia y en los de la recepción del virrey Pezuela estuvo afortunadísima. Montada en ágiles y rozagantes caballos ejecutó lucidas suertes de capeo, sacando gran cosecha de monedas que los concurrentes le arrojaron con profusión desde las galerías y tablado.

«La Juanita Breña

me dejó encantada.

¡Qué arranque de china!

¡Qué bien que capeaba!

¡Y cómo el caballo

lo culebreaba!

¡Y en sentarse a todos,

cierto que los gana!

¡Qué de enamorados

tiene esa muchacha!

¡Y cómo a porfía,

la palmoteaban!»

Estos versos, que copiamos de un listín del año 1820, bastan para dar ligera idea de la popularidad de la Marimacho.

Desde la infancia reveló Juanita Breña propensiones varoniles; por lo que su padre, que era chalán en la hacienda de Retes, la amonestaba diciéndola:

-¡Juana, no te metas a hombre!

Sermón perdido. Con los años se iba desarrollando más y más en la muchacha la inclinación a ejercicios del sexo fuerte.

Pero como todo tiene fin sobre la tierra, los lauros de Juana Breña encontraron al cabo su Waterloo en la misma plaza de Acho, testigo de sus proezas. Allá por el año 25 descuidose una tarde la gentil capeadora, [147] y un corniveleto de la Rinconada de Mala la suspendió entre sus astas, después de despanzurrar al caballo. El pueblo exhaló un inmenso alarido sobresaliendo entre todas las voces la del chalán, padre de Juana, que gritaba:

-¡Toma, china de mis pecados! ¡Métete a hombre!

A algún santo muy milagroso debió en su cuita encomendarse la infeliz, pues sólo así se explica que, sin más que el susto y algunas contusiones, hubiera escapado viva de los cuernos del animal.

Desde esa tarde renegó del oficio y no volvió a vérsela en el redondel; pero si renunció a habérselas con los toros vivos, no tuvo por qué enemistarse con la carne de los toros muertos. Juana Breña se hizo carnicera, y hasta después de 1840 ocupaba una mesa en la plaza del Mercado, situada entonces en la que hoy es plaza de Bolívar.

Una hostia sin consagrar

(A Benjamín Vicuña Mackenna)

I

Esto de hacer, política, como dicen los periodistas gali-parlantes, es cosa rancia en nuestro Perú, mal que nos pese a los hijos de la República que aspiramos al monopolio de las rimbombancias.

En tiempo del coloniaje hacían política los seriotes oidores de la Real Audiencia, como quien dijera los ministros de Estado; y ora amarraban al virrey y lo empaquetaban hecho un fardo, como sucedió con D. Blasco Núñez de Vela, o lo chismeaban con la corona, como pasó con el conde de Castellar y otros, hasta alcanzar su destitución o relevo; y aun éste logrado, le ajustaban las clavijas en el juicio de residencia.

La Real Audiencia, desde los tiempos de Amat hasta los de Pezuela, se componía de un regente, ocho oidores, cuatro alcaldes de corte y dos fiscales.

Hacían política los obispos y su cabildo para dominar al virrey en las cuestiones de ceremonial y patronato, y los frailes para obtener la preponderancia de su convento sobre los otros, y las monjas para elegir abadesa a que ni el diocesano ni el representante de la corona tuviese pero que poner.

Y hacían política los cabildantes por el mismo motivo que hoy, y los doctores de la real y pontificia Universidad para acrecentar el prestigio del capelo verde o del capelo morado, y los comerciantes para contrabandear a sus anchas, y hasta el pacífico pueblo por darse aires de importancia, mezclándose en lo que no le va ni le viene conveniencia.

Por supuesto que el virrey también le sacaba púa al trompo, y hacía política como cualquier presidentillo republicano a quien el Congreso manda leyes a granel, y él les va plantando un cúmplase tamañazo, y luego las tira bajo un mueble, sin hacer más caso de ellas que del zancarrón de Mahoma.

A la gran distancia en que nos hallábamos de la metrópoli no era posible exigir que el soberano y su Consejo de Indias acertaran en todas [140] sus disposiciones para el mejor gobierno de estos pueblos. Así, venían a veces algunas reales cédulas de todo punto disparatadas, o cuyo cumplimiento podía acarrear serias perturbaciones y armar un tiberio de mil demonios. Pues el excelentísimo señor virrey tenía su manera de apearse muy bonitamente, y era ésta:

Después de dar cuenta de la cédula en el Real Acuerdo, poníase sobre sus puntales, cogía el papel o pergamino que la contenía, lo besaba si en antojo le venía, y luego, elevándolo a la altura de la cabeza, decía con voz robusta: Acato y no cumplo.

Escribíase después a España haciendo respetuosamente las observaciones del caso, aunque en muchas circunstancias ni siquiera se llenó este expediente y se consideró la real cédula como letra muerta o papel para hacer pajaritas.

Aquello de acato y no cumplo es fórmula que hace cavilar, no digo a un papanatas como yo, sino a un teólogo casuista. En teoría, nuestros presidentes no hacen uso de la formulilla; pero lo que es en la práctica la siguen con mucho desparpajo. Véase lo que pueden el mal precedente y el espíritu de imitación.

A esas reales cédulas acatadas y no cumplidas fue a lo que los limeños llamaron hostias sin consagrar, expresión que, francamente, me parece felicísima.

II

Gobernando Amat, virrey que, como hasta las ratas lo afirman, tuvo uñas de gato despensero, llegó una real cédula poniendo trabas al abuso de los corregidores que comerciaban con los indios, vendiéndoles artículos por el quíntuplo de sur precio efectivo.

A promulgarse en el acto la real cédula, iban a sufrir las autoridades refractarias a la moral y al deber pérdidas macuquinas, peligro del que podían salvar si el virrey se allanaba a retardar por pocos meses la ejecución del mando regio. Era preciso ganar tiempo para que cada prójimo acabase de vender su pacotilla.

Pero eso de hacer la ella gorda a los corregidores gratis et amore, no le hacía pizca de gracia a su excelencia.

Amat no quiso parecerse al sastre del Campillo, que cosía de balde y además ponía el hilo; pues el bendito señor virrey no puso mano en cosa de la que no sacara opima cosecha de relucientes peluconas. Y no me digan que calumnio y difamo a tan elevado personaje; pues sin ocurrir a otros testimonios respetables, citaré únicamente lo que sobre este punto [141] escribe el señor general Mendiburu en su magnífico Diccionario Histórico: «En el juicio de residencia de Amat hubo numerosas reclamaciones que se cortaron transigiendo a fuerza de dinero. Para hacer estos gastos dio poder a D. Antonio Gomendio, previniéndole no le diese la pesadumbre de comunicarle detalles fastidiosos. Mucha riqueza era preciso poseer para dar tal autorización, y mucho convencimiento de que las quejas estaban revestidas de justicia y no convenía se depurasen en el terreno judicial».

Por lo visto, su excelencia pensaba que la gala del nadador está en saber guardar la ropa.

El corregidor de Andahuailas, D. Jacinto Camargo, era uno de los peor librados con la inmediata publicación de la real cédula. Camargo había obligado a todos los indios de su jurisdicción a que le comprasen, al precio de tres pesos cada uno, rosarios de cuentas azules, como amuleto para las paperas, coto y demás enfermedades de garganta. Dejando aparte otras granjerías que tuvo este bribón con los pobres indios, fue de pública voz y fama que sólo en la venta de rosarios (que en Lima valían dos reales) se ganó la friolera de veinte mil duros.

Hablando de estas gangas de los corregidores, cuenta el mariscal Miller en sus Memorias que un comerciante a quien se le habían ahuesado dos cajones conteniendo anteojos o espejuelos, se arregló con la autoridad, y ésta obligó a los indios a presentarse en misa provistos de un par de antiparras.

Íntimo camarada del supradicho corregidor de Andahuailas era don Martín de Martiarena, favorito del virrey y el instrumento de que, según general creencia, se valía para sus inmorales especulaciones y tráfico mercantil del poder.

D. Martín sacó copia de la real cédula y la envió a Camargo con esta lacónica y significativa carta:

Compadre y amigo: Ahí va esa píldora. Dórela usted si puede, que sí podrá. Duerma usted sin cuidado, que la hostia quedará sin consagrar todo el tiempo que preciso sea. Dénos Dios Nuestro Señor salud y vida, y reciba un abrazo de su afectísimo.

MARTÍN DE MARTIARENA.

III

Mucho sabe la zorra; pero más sabe el que la toma.

Que la píldora se doró (y bien dorada) es punto que no admite ni asomo de duda; porque la consabida real cédula permaneció durante cinco [142] meses en la categoría de hostia sin consagrar, siendo notorio de toda notoriedad, como dice un amigo, que

«En las felices regiones

donde pasó este suceso,

abundaba mucho el queso...

y mucho más los ratones».