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FONDO EDITORIAL REVISTA OIGA

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ARTOLA ARBIZA, Antonio Maria. Ezkioga. En el 80° aniversario de la Pastoral de Mons. Mateo Múgica Urrestarazu sobre Ezkioga (07/09/ 1933), Lima, Fondo Editorial Revista Oiga (978-61-2465-76-03). 2DA. EDICIÓN

miércoles, 27 de junio de 2012

Evocaciones de la Arcadia Colonial en la literatura peruana: de Ricardo Palma a Julio Ramón Ribeyro

Eva M.ª Valero Juan1

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Para plantear un acercamiento a las recuperaciones del pasado en la literatura peruana es preciso advertir, en primer lugar, que dicha recuperación se concreta, fundamentalmente, en una tradición literaria urbana que tiene su origen a finales del siglo XIX en la obra de Ricardo Palma. En sus Tradiciones peruanas Palma construye la ciudad mítica de la colonia, inaugurando un discurso evocativo cuyas reminiscencias todavía se sentirán a mediados del siglo XX en la obra de escritores como Sebastián Salazar Bondy o Julio Ramón Ribeyro, quien aceptó el desafío de crear la geografía literaria de la Lima moderna. Entre Palma y Ribeyro, la historia de la capital en la literatura peruana se desarrolla a través de la tradición de «una Lima que se va», título de la obra de José Gálvez (1921) en la que el cronista, recogiendo la semilla implantada en las Tradiciones peruanas, consolida una literatura urbana basada en las recuperaciones del pasado.

Ricardo Palma destaca en la tradición literaria del Perú como creador de un género original, cuyo objetivo primordial se basa en el rescate de un pasado tanto histórico como literario y en la creación de la leyenda urbana que dota a la ciudad de la dimensión mítica de la que carecía. Palma construye este discurso desde una doble perspectiva indisoluble: por una parte, la que afecta al entramado social y al anecdotario histórico de los siglos anteriores; y por otra, la que se refiere a la recuperación concreta de la tradición literaria, es decir, la perspectiva que se formula como construcción de un intertexto. Es así como el tradicionista se ocupa en varias ocasiones de los creadores de la tradición literaria costeña: por ejemplo, dedica una «tradición» a Juan del Valle y Caviedes -«El poeta de la Ribera don Juan del Valle y Caviedes»-; cita en varias ocasiones a Concolorcorvo; hace una caracterización de Esteban de Terralla y Landa en la «tradición» «El poeta y las adivinanzas»; y, sobre todo, reconoce su deuda con Manuel Ascencio Segura, por haber instaurado el imaginario cultural del costumbrismo en «La saya y el manto», «Nadie me la pega», «Ña Catita», etcétera.

En este sentido, Antonio Cornejo Polar atribuye a Palma la virtud de haber conseguido crear, a través de la utilización de textos coloniales en su escritura, un auténtico intertexto, de forma que logra convertir la historia de la literatura peruana en «una secuencia viva, ininterrumpida, capaz de prolongarse hacia el futuro»2:

Palma es, entonces, el encargado de vencer la timidez histórica del costumbrismo, dotándolo del sentimiento de tradición que nunca tuvo, y por esa vía termina siendo elfundador de una conciencia histórica que define por largo tiempo la imagen del proceso formativo de la nacionalidad. Hereda del costumbrismo, sin embargo, su capacidad elusiva y desproblematizadora [...] El abrumador triunfo de Palma tiene como base su habilidad para realizar una operación compleja sin comprometerse con todo lo que estaba —231→ implícito en la restauración del vínculo histórico con la colonia3.

Al margen de la polémica sobre la visión histórica con que Palma aborda la restauración del vínculo con la colonia, parece claro que la recuperación de la literatura colonial, unida a la visión intrahistórica de los siglos anteriores, confluye como restitución de una conciencia histórica esencial para la construcción de la nueva nación. En el problemático ambiente republicano, esta afirmación de las raíces era necesaria, y de ella se deduce una mitificación de la ciudad como Arcadia, como respuesta de un momento histórico fluctuante e inestable, que buscaba referentes para salvaguardar la tambaleante utopía republicana. En este sentido, el debate sobre la actitud de Palma hacia el pasado traduce los diferentes posicionamientos ideológicos que se generan entre los siglos XIX y XX con respecto a ese pasado.

Algunos han querido destacar en las Tradiciones una imagen edulcorada de la ciudad para poder atribuirle la creación, la génesis, del mito colonialista. Otros, por el contrario, han resaltado la veta crítica, mordaz y satírica con que el escritor retrata la Lima colonial. Entre estos últimos, José Carlos Mariátegui, en sus Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, incidió en que la reconstrucción de la Colonia por Palma es de «un realismo burlón y una fantasía irreverente y satírica. La versión de Palma es cruda y viva. La de los prosistas y poetas de la serenata bajo los balcones del virreinato [...] es devota y ditirámbica». Al tiempo que acusaba al«colonialismo -evocación nostálgica del virreinato- de pretender anexarse la figura de Ricardo Palma». Por ello, Mariátegui puso especial atención en dejar claro que «no hay ningún parecido sustancial, ningún parentesco psicológico entre una y otra versión»4. De esta forma, a través de Palma las diferentes ideologías ofrecen su propia visión del pasado, generando con esta instrumentalización una imagen muy disímil de las Tradiciones.

Al margen de la polémica, esta obra vivificó el pasado colonial como respuesta a la necesidad de asumir una herencia histórica y cultural que se había silenciado tras la emancipación; en definitiva, como respuesta al proceso de la independencia, pues el interés por las costumbres antiguas se encuentra ligado, fundamentalmente, a la necesidad de definir la nacionalidad, de afirmar la identidad colectiva, y la predilección por el pasado responde tanto a los postulados de la corriente romántica como a la urgencia por recuperar la conciencia histórica tras el desconcierto reinante en las primeras décadas de la emancipación. Su función no fue la de ofrecer un fiel retrato histórico de la realidad -por lo que se le reprocha el haber dado una imagen ficticia del pasado-, sino la de satirizar ese fragmento de la sociedad que ocupa el retrato de su fábula: la sociedad limeña de la colonia en su menuda historia. En este sentido, José Miguel Oviedo comenta:

Palma rescató del olvido un pasado peruano que la historia oficial no iba a registrar; un pasado doméstico, de quisicosas: migajas de un banquete solemne. En ello residen la significación literaria y las limitaciones estéticas de su arte. Palma vivificó ese pasado y lo acercó al presente, para darle vitalidad y animación de cosa actual, plena de color y movimiento. [...] Pudo escribir la gran novela peruana del siglo XIX [...] pero se contentó con pintar estampas amablemente irónicas y delicados esmaltes coloniales; prefirió la amenidad y la brillantez inmediatas -exigencias de una literatura «popular»- a la visión honda y a la interpretación menos eventual de una sociedad que conocía muy bien. La sátira y el humor fueron una máscara fiel [...] pero también fueron un disfraz cortesano que ocultó los más dramáticos perfiles de nuestra sociedad decimonónica5.

En cualquier caso, la importancia de Palma radica en la asimilación de una herencia histórica y cultural que se había silenciado tras la emancipación, y en esa dirección encuentra una de las vías para la construcción de una literatura nacional.

Para hablar de la formación de la conciencia histórica, hay que recordar que la «secuencia viva» de la tradición peruana tiene su origen en el primer fundador de dicha conciencia, el Inca Garcilaso. Palma no dedicó muchas tradiciones al período incaico, de modo que en la globalidad de las Tradiciones el intertexto con la obra del Inca es más bien escaso. De cualquier —232→ modo, la mayor parte de los relatos indígenas que se encuentran en la obra de Palma provienen de los Comentarios Reales, una de las únicas fuentes que el autor poseía sobre este período. Tal vez, como plantea Porras Barrenechea, no dedicó más «tradiciones» al pasado incaico por no repetir lo que el Inca ya había narrados6. Pero el lazo de unión entre ambos autores tiene una importancia mayor que la que pueda desprenderse del proceso intertextual. Es decir, se encuentra más en la intimidad de lo narrado, que en lo superficial de los textos utilizados.

Garcilaso construyó el mestizaje cultural en la Colonia recogiendo el legado de los relatos indígenas y fundiéndolo con la herencia española. Instauró la conciencia histórica durante la Colonia, pero su recuperación del pasado es también idílica y desproblematizadora. Del mismo modo, Palma recupera el legado colonial y, pasándolo por el tamiz de una desbordada inventiva, lo transmite al espíritu republicano con el objeto de crear una nueva conciencia histórica para la nación recién constituida. Del Cuzco incaico a la Lima virreinal, un espíritu nostálgico ha rescatado el legado de la historia peruana, cuyas abisales fisuras -la Conquista y la Independencia- no consiguieron imponer el olvido ni quebrantar la especial predilección del peruano por el relato y el culto a la tradición.

El Inca Garcilaso y Ricardo Palma se complementan por tanto como fundadores de la conciencia histórica pues ambos rescatan del olvido la historia viva del Perú, respondiendo a una necesidad, no tanto de conservar un legado sino de asimilar una herencia. El debate sobre la falsificación de la historia parece por otra parte, estéril, pues lo que encontramos tanto en los Comentarios como en lasTradiciones es la historia convertida en arte, pasada por el tamiz de una desbordada inventiva, en definitiva, historia mitificada que emana de las anécdotas del cotidiano vivir.

Pero volvamos a la idea de la mitificación urbana a través de la recuperación del pasado. Ésta fue formulada por Julio Ramón Ribeyro en el artículo que dedica a Ricardo Palma, titulado «Gracias, viejo socarrón». Para Ribeyro, desde un posicionamiento ya ajeno y distanciado de la mentada polémica sobre la visión del pasado en las Tradiciones, lo que parece indiscutible es que la existencia de Lima como ciudad histórica, tal y como se concibe en el imaginario cultural, se debe a esta obra de Ricardo Palma. La polémica se diluye en las estremecidas palabras de agradecimiento con las que Ribeyro homenajea a quien considera primer fundador literario de Lima:

Las Tradiciones, tan pronto ensalzadas como criticadas. Se ha dicho mucho sobre ellas. Para unos es una obra democrática y para otros reaccionaria. Se le ha calificado también de nacional y de hispanófila, de amena y de aburrida, de retrógrada y de innovadora, de veraz y de falsa. Atizar estos debates tampoco es mi intención. Sólo quiero resaltar su función en tanto que fundadora de una memoria nacional y de una conciencia ancestral común.

Sin las Tradiciones nos sería difícil, por no decir imposible, imaginar nuestro pasado desde la Conquista hasta la Emancipación. Estaríamos huérfanos del período más próximo y significativo de nuestra historia milenaria. Ese vacío podríamos colmarlo, es cierto, pero cada cual a su manera y a costa de un esfuerzo desalentador, buscando y leyendo cientos de libros y documentos poco accesibles, áridos, mal escritos o idiotas. Ricardo Palma cumplió ese trabajo por nosotros. [...] extrajo lo que a su juicio era digno de recordarse y transmitirse. Es posible que olvidara muchas cosas, desdeñara otras e inventara una buena parte y que impregnase todo lo que tocó con su espíritu festivo, ligero y socarrón, impermeable a los aspectos más graves y dramáticos de nuestra realidad. Sabemos ahora que de los 50.000 habitantes que tenía Lima a comienzos del siglo XVII, 40.000 eran esclavos negros o servidores indígenas, de cuya vida, problemas y luchas queda poco o nada en la obra de Palma. Pero aún así, las Tradiciones son la única prueba accesible, artística y entretenida que tenemos de ese pasado. Ninguna obra anterior o de su época se le puede comparar (salvo Garcilaso para el Incario y primeros años de la Conquista). [...] Si la imagen palmiana de Lima subsiste es porque nadie ha sido capaz de desembarazarnos de ella7.

Unos años más tarde, en los albores del siglo XX, los procesos de cambio comienzan a —233→ acelerar las mutaciones urbanas y la derrota frente a Chile en la Guerra del Pacífico (1879) imprime su sello trágico a la abolición del pasado idílico. En el ambiente desolador de la posguerra surge una nueva generación de escritores, los llamados hijos de la Guerra del Pacífico, cuyas obras eluden la problemática nacional para ofrecernos la versión pasatista de la ciudad que comienza a experimentar el ímpetu ineludible de la modernidad. Tras la gran derrota que arruina el país, el espejismo del pasado se acrecienta, y lo que había sido en Palma recuperación vivificante y asimilación de la historia se convierte ahora en una propuesta literaria que carga sus acentos en el sentimiento de pérdida, impregnando la visión urbana de nostalgia y melancolía, y generando, de una manera muy clara, la versión idealizadora de la Arcadia colonial. Entre las obras de José Gálvez, Ventura García Calderón o Enrique A. Carrillo, entre otros, la obra más destacable en el sentido de la recuperación mitificadora del pasado es Una Lima que se va (1921)8, con la que el cronista José Gálvez inaugura el tema de la vieja Lima como Arcadia Colonial en proceso de desaparición. El siguiente fragmento es sin duda muy significativo en este sentido:

...vino la guerra y con la guerra la miseria. Por eso los niños de las épocas inmediatamente posteriores a ella, alimentamos nuestro espíritu con la paradoja del relato fantástico de pasadas opulencias, contrastando con la dolorosa y miserable realidad presente. La mentira convencional de la grandeza pretérita llenó nuestros oídos juntamente con las lamentaciones y los anatemas por la guerra. [...]

La Lima anterior a 1895 se convirtió en una ciudad triste. Mis recuerdos de ella en aquel tiempo, tienen un dejo romántico y dolorido. Lo que se contaba de aquellos días de grandes bailes, de suntuosas tertulias, de elegantes paseos, parecía tan lejano que casi nos era ausente. Nuestros ojos veían el contraste amargo de la pobreza reinante.9

Según Sebastián Salazar Bondy, el mito de la tradición colonial, utilizado hasta el presente como instrumento para perpetuar un orden pasado de privilegios, tuvo como bastión esencial para el éxito el hecho de que, con contadas excepciones, «todos los escritores de Lima en el orden costumbrista tuvieron especial menosprecio por lo moderno y se jactaron de su veneración a los tiempos idos, sus gollerías y sus ocios», perspectiva que escondía «un parsimonioso antídoto contra el progreso: la moraleja conservadora»10. Y añade que para el éxito de la Arcadia Colonial, el mundo de las letras, con todo su aparato universitario y académico, desempeñó un papel fundamental.

Sin embargo, durante las primeras décadas del siglo XX, algunos escritores comienzan a producir obras que se forjan sobre la realidad provinciana y citadina que hasta el momento había sido silenciada y sustituida por la recreación de un pasado que siempre parecía mejor. Pensemos en nombres como Abraham Valdelomar, Enrique López Albújar, César Vallejo, Martín Adán o José Díez-Canseco. Ahora bien, incluso en ciertas obras de algunos de estos escritores, el discurso de «la Lima que se va» continúa desarrollándose a través de una reelaboración del mito arcádico: las recuperaciones de la Lima colonial se sustituyen ahora por las reiteradas evocaciones de los balnearios limeños como últimos reductos en los que pervivía de algún modo el ambiente de la Lima antigua. Todavía en 1957 Luis Alayza evocará el balneario del Miraflores de los años 30 como «un rinconcito de la Arcadia por el sosiego de los últimos días del siglo XIX, siglo que se prolongará hasta muy entrado el actual»11.

Se forja así una tradición urbana desde principios de siglo que da continuidad al discurso idealizador del pasado, desde las evocaciones de Barranco realizadas por José María Eguren en algunos de sus poemas, Manuel Beingolea en Bajo las lilas (1923), Martín Adán en La casa de cartón (1928) o Díez-Canseco en Suzy (1930), hasta llegar a las recreaciones de Miraflores que encontramos en diversos relatos y capítulos de las novelas de Julio Ramón Ribeyro. Pero en el transcurrir de esta historia de la ciudad desvanecida, la realidad nacional cambia radicalmente y, con ella, se transforman los intereses de los escritores, cuyas evocaciones de la «Lima que se va» se convierten en la imagen ideal para la crítica y la denuncia de un presente conflictivo y problemáticamente modernizado. Tal es el caso de las evocaciones de Barranco en la obra de Díez-Canseco o la radical oposición entre este mismo balneario y el centro de Lima —234→ en La casa de cartón de Martín Adán. Recordemos, por ejemplo, la siguiente evocación de Díez-Canseco en su novela Suzy, en la que el balneario de Barranco aparece descrito con reminiscencias de la antigua ciudad colonial:

Barranco: solaneros vestíbulos inmensos guardados por altas rejas; festoneados de helechos de altas macetas suspendidos; con hamacas coloridas; con tarjeteros de pajas japonesas [...] Barranco; paz calurosa de vacaciones marinas, en que canta la somnolencia de las campanitas de la iglesuca que rige clérigo beato y sacristán celestino [...] Barranco: desiertas callejas por las que discurren pesadas carretas, alígeras carretas, levantando con el restallar de los látigos el vuelo de las palomas que cantan sotto-voce: currucucú [...] Jacarandás que tejen lilas alfombras entre las bancas de la tarde romántica [...] Parque undoso con la brisa que remueve sebes rojizas, verduzcas, grises [...] Aroma de algas, de lluvia de acequias parleras que dan de beber a los sauces santurrones de este pueblo santurrón, también, y beato12.

Este discurso idealizador del pasado alcanza por tanto la mitad del siglo XX, momento principal de la transformación urbana, en el que las últimas imágenes del pasado bucólico desaparecen ante la irrupción de la ciudad industrializada. Durante los años 40 y 50 la masiva migración de las provincias obligó a un crecimiento vertiginoso de la urbe, cada vez más desbordada tanto en zonas residenciales como en la formación de las barriadas o «pueblos jóvenes» en las faldas de los cerros. «La ciudad de la gracia», como la denominó Rubén Darío, se cubre de gris y se transforma en su opuesto, adquiriendo ese apelativo que Sebastián Salazar Bondy fijó al escribir el ensayo Lima la horrible13. No es de extrañar que los escritores que trazaron la imagen de esta última, utilizaran las gracias de la primera como contraste y vía para la percepción problematizada del cambio.

La opulenta Ciudad de los Reyes asiste por fin a la nacionalización de su espacio. El proceso de la literatura peruana había mitificado un pasado quimérico de paz y felicidad en las obras que registran la desintegración de la Lima virreinal -Enrique Carrillo, José Gálvez, Luis Alayza, etcétera-; el mismo pasado que Manuel González Prada, José Carlos Mariátegui y Sebastián Salazar Bondy denunciaron como causa directa de la pervivencia del sistema clasista y de los problemas globales de un país aletargado. A mediados de siglo, la transformación urbana impone una fisonomía totalmente renovada a la ciudad, clausura la ya tambaleante exclusividad limeña e incorpora a su espacio la imagen del país real. Esta apremiante realidad demandaba una nueva literatura en la que figurara un presente histórico problemático y complejo.

El advenimiento de la industria y la afluencia incontrolada de habitantes de las provincias a la capital durante los años 40 y 50 transformaron la ciudad y, de manera simultánea, nació una literatura disidente con la tradición edulcorada y mitificadora de la Arcadia Colonial -la expresión más rotunda se encuentra en Lima la horrible de Salazar Bondy-. La ciudad, por fin descrita en su integridad, y como imagen de la realidad nacional, muestra a partir de este momento las contradicciones que se derivan de un proceso modernizador aplicado sobre las bases de una sociedad tradicional y adormecida.

Los escritores de la generación del 50 -la generación del neorrealismo urbano, (cuyos nombres principales son Enrique Congrains Martín, Oswaldo Reynoso, Eleodoro Vargas Vicuña, Carlos Eduardo Zavaleta, Luis Loayza, Sebastián Salazar Bondy y Julio Ramón Ribeyro)- ponen sus novedosos acentos sobre la inédita realidad urbana de mediados de siglo a través de una perspectiva crítica y analítica de las aceleradas transformaciones urbanas. Pero incluso algunos de ellos, y en especial Julio Ramón Ribeyro, recuperan esporádicamente el balneario idílico de su infancia como medio de contraste para el retrato de una realidad desencantada y marginal. Y es así como a través de estas evocaciones perpetúan, si bien con un objetivo distinto, la tradición de «una Lima que se va».

Sin duda, en Ribeyro la percepción nostálgica del pasado limeño está presente en sus cuentos urbanos y marca su aprehensión de la ciudad, característica que nos induce a situarlo en dicha tradición. Pero en su escritura esta evocación responde a una utilización mediatizada, es decir, el escritor la utiliza como recurso o mecanismo de crítica; en definitiva, Ribeyro alude en sus cuentos a un viejo orden con el fin de contraponerlo con el presente y —235→ fundar en su narrativa la Lima que por estos años experimenta una acelerada transformación. Por ejemplo, en el siguiente fragmento del cuento de Ribeyro «Dirección equivocada»:

No pasaba un día sin que cayera un solar de la colonia, un balcón de madera tallada o simplemente una de esas apacibles quintas republicanas, donde antaño se fraguó más de una revolución. Por todo sitio se levantaban altivos edificios impersonales, iguales a los que había en cien ciudades del mundo. Lima, la adorable Lima de adobe y de madera, se iba convirtiendo en una especie de cuartel de concreto armado. La poca poesía que quedaba se había refugiado en las plazoletas abandonadas, en una que otra iglesia y en la veintena de casonas principescas, donde viejas familias languidecían entre pergaminos y amarillentos daguerrotipos14.

El sueño de la edad dorada se desvanece en esta segunda fundación literaria de Lima, al establecer una perspectiva crítica y analítica de las aceleradas transformaciones urbanas acaecidas durante estas décadas. Toda la instrumentalización mitificadora de la Arcadia Colonial y sus privilegios, en aquella literatura pasatista que no hacía sino remarcar la abisal fisura social del Perú, al eludir y silenciar a la población desfavorecida y mayoritaria, servía para afianzar el privilegio de las clases dominantes. Sin embargo, en la obra de estos escritores se pone al descubierto el desarraigo que sufren esos habitantes silenciados o mudos15 que han renovado el paisaje humano de la ciudad.

La secuencia viva de la literatura peruana se sustenta por tanto en la persistente recuperación de determinados aspectos del mundo colonial y, en general, en la evocación melancólica y nostálgica del pasado como valor omnipresente que se encuentra ya en la propia fundación del discurso peruano, es decir, en la obra del Inca Garcilaso.

En el proceso de formación de la nación peruana, el arraigado tradicionalismo de las dos culturas en contacto se consolidó como valor indispensable de la idiosincrasia nacional. Al profundo tradicionalismo de la cultura indígena que, transida de una profunda nostalgia, veneraba el pasado legendario, vino a unirse el recio tradicionalismo castizo de los españoles y, tras la independencia, la cultura criolla reivindicó la tradición colonial que pervivía en todas las formas sociales y culturales de la vida peruana. En este sentido, Porras Barrenechea considera el tradicionalismo como rasgo consubstancial de la cultura peruana en su expresión tanto colonial como indigenista:

Garcilaso, Palma, Chocano representan ese anhelo evocativo contaminado de las utopías de las edades de oro y esa angustia de inmortalidad consubstancial del alma ibérica. Las persistentes corrientes colonialistas de nuestra literatura y del arte arquitectónico, el culto de las tradiciones hispánicas tan arraigado en Lima, así como las nuevas corrientes incanistas e indigenistas, que son expresión de un pasadismo aún más exacerbado y reversido, son prueba de este anhelo peruano de eternizar su propia huella, de vencer al azar y a la circunstancia, con la perpetuación de los mismos ritos ancestrales y de las mismas formas de vida, a fin de conservar intacto el oro de la grandeza antigua que sólo con el correr del tiempo adquiere la pátina de un blasón. Por eso son tan genuinas y tan peruanas las Tradiciones de Palma16.

Pero la secuencia viva de la literatura peruana también se sustenta en otra forma de recuperación, como es el proceso intertextual que continúa desarrollándose mediante la utilización de algunas tradiciones de Palma por parte de diversos autores para recuperar el mundo colonial. Al igual que Ricardo Palma reformuló textos del Inca y de otros autores de la Colonia en algunas de sus tradiciones, escritores posteriores utilizan algunas tradiciones de Palma en su recuperación de la colonia. Así, por ejemplo, en Una Lima que se vaJosé Gálvez alude reiterada y explícitamente a Palma como fuente principal de sus cuadros de costumbres: «dice don Ricardo Palma»,«según relata don Ricardo Palma»17, etcétera. O, posteriormente, Ribeyro reelabora la tradición de Palma titulada «Santiago el Volador» en su obra teatral «Santiago, el pajarero», que recibió el Premio Nacional en 1959.

En su tradición, ubicada en la Lima del siglo XVIII durante el gobierno del Virrey Amat, Palma relata la historia de Santiago de Cárdenas, quien se propuso llevar a cabo el portentoso proyecto de volar como los cóndores, un sueño que le valió el escarnio general de su pueblo y la humillación de las autoridades. Ironías de la historia, su memoria como personaje popular pervivió en los escenarios —236→ de títeres de la Lima decimonónica. Así concluye Palma su entrañable historia:

Concluyamos. Santiago de Cárdenas aspiró a inmortalizarse, realizando acaso el más portentoso de los descubrimientos, y, ¡miseria humana!, su nombre vive sólo en los fastos titiritescos de Lima.

Hasta después de muerto lo persigue la rechifla popular. El destino tiene ironías atroces18.

El relato de Palma, pretendidamente objetivado en documentos fidedignos y salpicado a la vez de especulaciones sobre los posibles sucesos acaecidos a su protagonista, es reformulado en la obra de Ribeyro conforme al interés del escritor que, recuperando un suceso histórico y reconstruyendo el ambiente de la Lima dieciochesca, consigue realizar una crítica al dogmatismo histórico y a las injusticias seculares que perviven en el mundo contemporáneo.

Desde este punto de vista novedoso en su obra global, la recuperación del universo colonial le sirve como acicate para agudizar la crítica de un mundo contemporáneo que arrastra el pesado lastre de la historia de la colonia. Ribeyro da vida al sistema clasista mediante la representación de una sociedad jerarquizada y conservadora, en la que priman la apariencia y el valor del dinero. Dentro de esa sociedad figuran los artistas, excéntricos y marginados del orden social. Entre ellos, Santiago representa, con su proyecto de volar, la libertad, el espíritu creador, la posibilidad de la duda y de la investigación, frente al academicismo postrado de los insignes doctores de la Universidad de San Marcos.

La obra proyecta por tanto la lucha entre los intereses pragmáticos y económicos y el espíritu creador y desinteresado del artista. En este cuadro social de la Lima perricholesca hay que llamar la atención sobre la actitud del pueblo que, sometido a los intereses del virreinato, acata sus valores y demuestra en todo momento su reticencia a los brotes de individualismo creador o a cualquier atisbo de diferencia con respecto a los intereses de la masa. En las palabras del virrey se encuentra la clave de la solidez del sistema clasista: «Mi querido pueblo resiste todo. Le daremos espectáculos y algún buen escándalo que entretenga sus pasiones y apacigüe su humor»19.

En definitiva, en el drama histórico Santiago, el pajarero se encuentran las claves de la percepción urbana y la intencionalidad literaria de Ribeyro: partiendo de la ciudad como lugar donde se manifiesta el diálogo social, el escritor encuentra un espacio para la crítica y la sátira de un orden consensuado y establecido por el poder oficial y, desde ese espacio, proyecta el drama de los seres que habitan en sus páginas, esto es, la caída final del sueño o la ilusión en la oprimente y mediocre realidad.

Llegamos así, por este camino que traza la percepción de Lima en la historia de la literatura peruana, desde Palma hasta Ribeyro. En el citado artículo «Gracias, viejo socarrón», Ribeyro reconocía en la obra de Palma no sólo la herencia, sino el desafío para la construcción de una nueva imagen de Lima que, adecuándose a los tiempos, representara el reemplazo de la Arcadia colonial por la urbe contemporánea en la dimensión imaginaria de la escritura:

Para concluir, volvamos pues a nuestro viejecito, que abandonamos achacoso en una alameda de Miraflores. En el curso de esta nueva digresión ya se murió. Se fue a la tumba dejándonos (iba a decir un clavo, pero me parece vulgar), dejándonos un desafío y, para ser más justos, una herencia. Como Moisés salvado de las aguas, cumplió para con su pueblo una misión histórica. No nos llevó seguramente a la Tierra Prometida, pero nos brindó para colmar nuestra orfandad, una tierra imaginaria20.

Partiendo de esta tradición urbana que enlaza a Palma con Ribeyro, quiero concluir reparando en el hecho de que el discurso mitificador de un pasado idílico siempre se proyecta desde la recuperación de la infancia: al igual que el Inca recobra su infancia a través de la creación en la que inventa la versión mítica de los Incas y su gran Imperio de paz y prosperidad, Palma recuperó una Lima colonial cuyos rezagos ha alcanzado a vivir en su niñez, José Gálvez evoca su infancia en la Lima encantadora que compara con la decadencia y la pobreza de la posguerra, Martín Adán, Manuel Beingolea y Díez-Canseco proyectan el Barranco sereno de su infancia, Luis Alayza y Ribeyro tratan de apresar las imágenes desvanecidas del Miraflores arcádico que disfrutaron de niños, etcétera.

Desde esta percepción, la tradición mitificadora del espacio limeño adquiere unos rasgos básicos, principalmente la escritura —237→ de una versión mítica e idealizadora del pasado, la construcción de dicho discurso a través de la recuperación de la infancia en la creación y, por último, la ficcionalización de un discurso que dramatiza los cambios e impone el contraste con el presente. Este discurso se encuentra ya en Palma y llega hasta Ribeyro:

Lima ha ganado en civilización; pero se ha despoetizado y día a día pierde todo lo que de original y típico hubo en sus costumbres. (Ricardo Palma: «Con días y ollas venceremos»)21

El país se había transformado y se seguía transformando y Lima, en particular, había dejado de ser el hortus clausum virreinal para convertirse en una urbe ruidosa, feísima e industrializada, donde lo más raro que se podía encontrar era un limeño.

(J. R. Ribeyro: «El marqués y los gavilanes»)22

Entre ambos escritores principales de la tradición literaria limeña, una larga serie de narradores ha sustentado este discurso a través de la recuperación de la Lima colonial. En el transcurso del siglo XX, los escritores encuentran en el balneario edénico de la infancia una remembranza de la apacible ciudad colonial y, en sus evocaciones, reelaboran el mito arcádico y dan continuidad al discurso que registra los cambios. Discurso cuyo objetivo literario ya no está en la Lima de ayer sino en la denuncia del orden social establecido y consensuado en la ciudad contemporánea.

El eje de esta tradición se desarrolla en el período que separa las dos fundaciones literarias de la ciudad. Entre la fundación de laciudad mítica por Ricardo Palma y la de la ciudad mestiza por Ribeyro, o si se prefiere, entre la creación literaria de la ciudad colonial -la Ciudad de los Reyes- y la creación de la ciudad industrial -«Lima, la horrible»-, la tradición de «una Lima que se va» evoluciona desde su funcionalidad para la creación de la leyenda urbana hasta su utilización para la disolución del mito en el seno de la Lima transformada.

Las hipótesis historiográficas de Palma, Matto de Turner, González Prada, y Mariátegui1

Thomas Ward

Clorinda Matto de Turner, Mercedes Cabello de Carbonera y Manuel González Prada compartían la creencia que, con la escritura, se podría regenerar a la nación. La historia entraría en esta categoría a la par con la literatura. Para Matto la investigación del pasado es esencial para recuperar las raíces quechuas de la nación. González Prada no estaría en contra de esta postura. Sin embargo, él rechaza la historia porque en su forma existente está teñida de connotaciones coloniales. De todas formas, los dos polemistas convergen en ver la literatura como una manera de corregir los males de la sociedad. Esta fe en la escritura como factor regenerador se desvanece con José Carlos Mariátegui. A pesar de su gran capacidad como crítico literario, sus teorías económicas no muestran confianza en la relación literatura-vida. Para el socialista peruano sólo la economía es capaz de mejorar la calidad de vida. En las décadas posteriores a él, esta tendencia cobra aún mayor vigor. Se interesa cada vez más en el mercado y cada vez menos en las letras. Nos ceñiremos ahora a ver el problema por la lente de Ricardo Palma, Clorinda Matto, Manuel González Prada y José Carlos Mariátegui para precisar los rumbos de este cambio de parecer.

Ricardo Palma, tradicionista

Ricardo Palma (Lima: 1833-1919) realmente intenta cultivar la historiografía, y no sin reflexionar sobre su naturaleza. Palma contempla la escritura, especialmente con respecto a sus dos atributos fundamentales, la objetividad y la imaginación. Para él, la historia tiene que «narrar los sucesos secamente, sin recurrir a las galas de la fantasía»2. Aprende esta lección duramente después de haber publicado un librillo acerca del asesinato del político Monteagudo en el que insinúa el papel de Simón Bolívar en aquel crimen3. Oviedo evalúa el impacto de aquel documento historiográfico: «el folleto provoca una violenta reacción en el continente»4. Como consecuencia, la historia pura no le da gusto a Palma y no la cultiva tan frecuentemente5. También niega ser cronista de temas contemporáneos. En 1872 el editor de La Nación de Buenos Aires le sugirió escribir sobre «el presente». Palma rehúsa hacerlo: «Escenas en las que hemos sido actores o espectadores no pueden tratarse sin pasión. Prefiero vivir en los siglos que fueron. En el ayer hay poesía, y el hoy es prosaico... muy prosaico»6. La clave en esta cita es que Palma, como sabemos, no intenta narrar los tiempos anteriores secamente. Como dice, busca la belleza poética en el pasado. Postula una síntesis entre la historiografía y un concepto poético del pasado.

Su género híbrido es la «tradición»7. En la misma carta Palma confiesa que no puede «fotografiar la actualidad». La fotografía que puede reproducir la realidad sería social, pero no deja espacio para el trabajo artístico. La escritura que apasiona a Ricardo Palma tiene que ser poética, bella e histórica. Es factible decir que en la «tradición» hay una conciliación entre historia y creación. En palabras de Aníbal González, las «tradiciones» conservan «un poder de evocación» sin carecer de «una densidad histórica»8. De manera análoga, como concluye Wilfredo Kapsoli, la «tradición» «es la fusión feliz de la cultura popular con lo erudito»9. O como ha dicho Julio Ortega, en la «tradición», «lo histórico es procesado por el arte literario»10. Con todo, es como la novela histórica en la cual puede haber una síntesis artística entre realidad y ficción, sin olvidar comentar las actitudes que resultan de la historia o las que fueron impulsadas por ella. Otro aspecto de este arte de Palma es el tratado acertadamente por Isabelle Tauzin Castellanos, «la ironía»11 que tiende más a lo artístico que a lo histórico. En todos estos elementos subjetivos y objetivos se fundamenta la «tradición». Por lo tanto nos lleva al pasado pero es un pasado que acaso no haya existido nunca. Por esto tanto los historiadores como los literatos han criticado a Palma desde sus respectivas disciplinas. En general, entonces, los versados prefieren una división marcada entre la historia y la literatura.

Matto de Turner, historiadora

Aunque Clorinda Matto sigue los pasos de Palma12, cultivando la «tradición», no repudia la historia pura ni el comentario social sobre el presente. Como bien nos informa Tauzin Castellanos, a Matto le preocupaba tanto la historia que no logró la gracia en sus tradiciones, uno de los ingredientes primordiales del género que desarrolló Palma13. Aquí nos interesa su actitud ante la historiografía. Para comenzar, Matto acepta la división palmista entre la historia y la literatura:

«El historiador tiene que tomar el escalpelo del anatómico, en lugar de la pluma galana del literato, y con aquel proceder al examen del cuerpo, analizando los sucesos y componentes, colocando con calmosa serenidad aquí las partículas sanas, allá las viciadas, cada cual en su puesto; después tiene que ir al pupitre, y con el escrúpulo del alquimista trasladar al papel el resultado de sus estudios»14.

Con el «escalpelo» vemos la utilización de una metáfora científica para connotar la precisión objetiva que se exige del historiador. Doña Clorinda vuelve a hablar sobre el tema en muchas otras ocasiones. Sin embargo, no siempre respeta la división historia-literatura. Obviamente no lo hizo en sus propias tradiciones. Tampoco lo logró completamente en sus crónicas y en sus novelas. Se ha comentado a menudo la teoría de la novela que ella expuso15. Su naturalismo va paralelo con sus postulados referentes a la historia. Si la narrativa se concibe como una «fotografía que estereotipe los vicios y las virtudes de un pueblo», la relación histórica será un «espejo» que sirve los mismos fines16. Vimos esta intención cuando propone separar «las partículas sanas» de las «viciadas». Esencialmente, la novelista no distingue entre el espejo y la fotografía, los implementos esenciales para una teoría de la escritura imparcial, no importa que sea ficción o crónica. Fotografía y literatura, espejo e historia, son dos maneras de concebir un enlace entre la escritura y la vida. Su novela naturalista pretende ser histórica, y como confirmamos anteriormente, sus crónicas se asemejan a la ficción. Ahora nos interesa la teoría de historia que adelanta.

Para ella, la historiografía es un proceso determinista. Siempre pasa por los acontecimientos de la vida, grabándolos. En su biografía sobre el presidente Pacheco, afirma que la historia «recoge nombres y hechos y los consigna en las páginas»17. Por lo tanto puede y debe existir un vínculo directo entre la historia y la sociedad, manteniéndose la primera fiel a la segunda. Se vale de una metáfora para describir esta relación, «la historia es el espejo donde las generaciones por venir han de contemplar la imagen de las generaciones que fueron» (ASN, 9). Mas, qué es un espejo sino un aparato que refleja fielmente los objetos. Dicho esto, para que los anales sean espejo del Perú, el historiador debe ser bilingüe. Rescatar los antecedentes nacionales implica conocer el quechua, lengua necesaria para entender la «historia patria»18. Abiertamente Matto acepta las dos tradiciones de la historiografía, la europea y la andina. En su semblanza sobre el doctor Lunarejo, una figura del barroco peruano, explica específicamente que sus fuentes fueron tanto «los empolvados archivos» como «la tradición oral» (BL, 19). Para la época de Matto, no era común aceptar esta síntesis entre lo europeo y lo andino. Pero surge en ella por ser cuzqueña y educada. Como ha observado Francesca Denegrí, su andinismo es precisamente lo que le aparta de sus colegas de la costa19. Aunque no llega a un nivel «profundo» de etnología, como el que posteriormente logrará José María Arguedas, va más allá que sus contemporáneos cuando determina que el quechua es imprescindible para excavar la memoria nacional. En esto anticipa el siglo XX. Para Cornejo Polar no fue hasta la época de Mariátegui cuando «la historiografía latinoamericana ejecutó la compleja operación de 'nacionalizar' la tradición literaria prehispánica»20. Es preciso reconocer, empero, que Matto tuvo este enfoque un cuarto de siglo antes que el Amauta. Ella expone una posición andinocéntrica que no pudo haberse recibido favorablemente en la Lima criolla.

Su modelo fue el Inca Garcilaso de la Vega. En los Comentarios reales, el Inca, como buen humanista que fue, trató de decodificar el sentido de varios vocablos quechuas. Ofrece la etimología de voces como Perú, Lima y Pachacamac21, inscribiendo por medio de la filología el imperio incaico en el discurso humanista de su época22. Matto continúa con esta pauta garcilasiana pero en vez de introducir el incario en un razonamiento humanista (paneuropeo), lo inserta en un concepto más amplio de la nación. Como el cronista colonial, ella va en pos de la etimología toponímica para exhumar los orígenes de la civilización peruana. Brinda ejemplos concretos como el sentido del sustantivo Arequipa, derivado de «trompeta» [qquepau] «sonora» [ari] (LYR, 104-06). Este tipo de exégesis da una profundidad semiótica al léxico peruano, que deja penetrar los misterios de los tiempos incaicos. Para ella, «el quechua tiene la propiedad exclusiva de condensar en una sola palabra toda una explicación importante con hermosura y claridad sorprendentes, lo cual queda ignorado por quien no conoce el idioma» (LYR, 104; cursiva suya). El idioma es un hondo pozo por el cual es necesario descender, «con el escalpelo del anatómico», para indagar en la verdadera naturaleza de la patria, la que permanece oculta. Matto concluye que, sin conocerlo, «no es posible escribir historia peruana» (LYR, 107). Al incluir tanto el quechua como el castellano en el proceso de hilvanar una historia nacional, ella promueve un concepto inclusivo de la historiografía.

La hipótesis es que la historia refleja la realidad nacional. Ya exiliada en Buenos Aires, nuestra ensayista recuerda la guerra civil de 1895 en el Perú. Recién llegada a la Argentina, los acontecimientos bélicos todavía doliéndole, redacta su muy comentado ensayo: «En el Perú, Narraciones históricas», en el cual la autora se da cuenta de que ella y los suyos son actores en la historia: «estamos narrando episodios históricos»23. Si, en el «Proemio» de Aves sin nido, el espejo simboliza la función mimética de la historia y la técnica de la fotografía representa la novela naturalista, ahora, dos lustros después, la historia también se desempeñará como una fotografía en su misión. En «Narraciones históricas», sostiene que la autora misma, al elaborar una crónica, está «fotografiando cuadros» (BMP, 25). La idea es que la cámara no miente, registrando igualmente lo bello y lo feo. La tarea de la historia, entonces, coincide con la de la novela. Pero estas metáforas reproductoras van directamente en contra de la del escalpelo cuyo fin es sacar materia y reorganizarlo de acuerdo con preceptos axiológicos.

Sea lo que sea la tecnología, el escritor tiene que estar presente en persona, ser testigo, asegurando que «la historia no pasará desadvertido» [sic] (BMP, 25). En la encarnizada lucha civil entre Piérola y Cáceres, ella con los suyos participa: «vivíamos», «pertenecíamos», «morábamos» (BMP, 22-4, etc.). Como la escritora ha presenciado los acontecimientos, su palabra debe tener más peso.

Cuando surge la ocasión en que un cronista no puede observar directamente los hechos, tiene que consultar una diversidad de fuentes para lograr la objetividad. De esta forma se pueden matizar las diversas perspectivas y prejuicios ideológicos. Ella recomienda que el historiador sea cosmopolita (BL, 15). Por ejemplo, para que un peruano entienda objetivamente la Guerra del Pacífico, es preciso que lea los textos de los tres países que estuvieron bajo condiciones de guerra. Esto es exactamente lo que hace Matto cuando escribe Bocetos. Consulta a autores del Perú, Bolivia y Chile.

Sin embargo, precisamente por estar cerca de los hechos, es difícil lograr una escritura desapasionada. Un historiógrafo que sufre por los hechos difícilmente puede redactar una crónica «fría y severa», como Matto proclama en un momento (BL, 47). De hecho, ella padeció excesivamente durante el tumulto civil de 1895. Sería difícil que fuese mesurada. La relación que tuvo con Cáceres, quien perdió la contienda, se remontó a la Guerra de 1879. Había vínculos estrechos entre los dos. Ella misma participó en la defensa de la patria que él efectuó24. Luego, en El Perú Ilustrado, los dos se escribieron cartas de apoyo mutuo. Durante el golpe de estado, ella se pronunció a favor del presidente. Debido a ello, su andinismo, su anticlericalismo, y su feminismo no son las únicas razones por las cuales las pandillas de Piérola destruyeron su imprenta «La Equitativa». Su apoyo al Brujo de los Andes también puede haber sido un factor que ganó la ira del caudillo clerical.

En fin, la historia para Matto siempre tiene una meta, «la regeneración social a que aspiramos» (BL, 15). Por sus anhelos civiles, admite que, como biógrafa, tiene la prerrogativa de acentuar «las buenas acciones» de los héroes más «que sus vicios» (BL, 14). De este modo su práctica naturalista y objetiva de la literatura puede reorientarse con la luz de una escritora ilustrada. Confirma su derecho de «señalar y analizar» aspectos de la vida del objeto histórico para lograr sus metas (BL, 118). Bajo este criterio, decide que la vida personal de una figura puede quedar fuera de la historia. En la semblanza dedicada a Francisca Zubiaga de Gamarra, Matto admite lo siguiente: «no me creo con suficiente derecho para penetrar en el sagrado recinto de la vida privada» (BL, 151). La convicción en la santidad de la vida particular frente a la pública puede ser honorable en muchos sectores. Por respeto al individuo, es lo público lo que cuenta. Pero, ¿con qué medida se fija el límite entre lo íntimo y lo oficial? Es la escritora quien toma esta determinación.

Protegida la vida íntima de sus sujetos, Matto asegura que la magnificencia de las figuras históricas se mide «por el número de sus virtudes» (BL, 43). Lo que no explica es cómo evaluar las virtudes oficiales. Tal dificultad se resuelve por la filosofía o la teología, no por la historia. Aquellas disciplinas especulativas son acaso las únicas capaces de juzgar las virtudes. No obstante el carácter axiológico de ellas, Matto indaga sobre ellas en su historia (y en su ficción). Tal rasgo de su escritura impide lograr la imparcialidad necesaria para lograr una reproducción fidedigna de las cosas. Sin poder cuantificar científicamente la materia de la historia, su naturalismo materialista se acerca al modernismo espiritual. Cruza el borde entre la historia y la literatura, aun cuando pretende evitarlo. Siempre tendrá algo de artista. En su ensayo brotan toques impresionistas o modernistas. Hay campanas que tocan en momentos clave. Surgen descripciones de la mesa de Piérola en que ella no pudo haber estado presente. Ella finge ser testigo cuando en realidad no lo fue.

En el ensayo testimonial, ya que nuestra historiadora se ha hallado cerca de los hechos, expone lo que sabe e intuye lo que resta. Conoce por su experiencia y da autoridad a su materia. Esto ya lo había puesto en práctica en su ficción. Ella ha estado en la sierra y fue observadora de las acciones de políticos y clérigos corruptos. Sus escritos pretenden ser remedos de la realidad aunque en la novela, no es la autora quien cuenta el argumento, sino una narradora omnisciente, capacitada por las experiencias de la autora. Su omnisciencia le da más autoridad que un cronista desinteresado para contar lo ocurrido. La ficción puede ser, de esta manera, más efectiva que el ensayo en su tarea de convencer al lector, hecho necesario para cambiar los mecanismos sociales. No estamos hablando aquí de absolutos sino de grados relativos. La articulista emplea la misma técnica, aunque más sutilmente, en sus «Narraciones históricas». Lo que interesa en su hipótesis es que supone reproducir objetivamente la realidad para luego emitirla al lector, para que éste tome acción. Por ende, no importa que sea novela o ensayo, ambos registran tanto los «vicios» y «pústulas» como los «encajes» y «virtudes». Es la tarea de los dos de «trasladar al papel» el bien y el mal de la sociedad para luego transmitirlos a las generaciones posteriores, para que aprendan. Cuando permite que su conocimiento ilustrado enfatice un elemento u otro, toma la licencia artística de Ricardo Palma25, sin prescindir de la literatura comprometida de Manuel González Prada.

González Prada, literato cosmopolita

La mentalidad de un pueblo se refleja en sus letras. Las características de esta conexión varían en virtud de la tradición del escritor, pero la vida se refleja nítidamente en lo documentado. Si la palabra impresa puede servir para analizar a la sociedad, también podrá usarse para cambiarla. Más o menos ésta es la ideología que descubrimos en Matto de Turner y es la que verificamos en Manuel González Prada. Pero hay una sima entre los dos. Si bien la historia y la literatura se asemejan en la cuzqueña, en él se distinguirán; tendrán características y funciones diferentes. La primera pertenece al pasado y la segunda al porvenir. González Prada no supone escribir historia, salvo unas narraciones cortas en torno a su niñez, «El amigo Braulio», y sobre su papel en la Guerra del Pacífico, «Impresiones de un reservista»26. Sus Baladas peruanas también muestran un interés por lo antaño, aunque en versión poetizada. En La anarquía inmanentista hemos distinguido entre sus dos nociones de la historia, la primera teológica, gubernamental u oficial, y la segunda, su remedio, la científica27. En aquel estudio, concluimos que, para González Prada, la historia frecuentemente se contamina con leyendas, mitos, y la política clasista. En esto él muéstrala misma preocupación por la objetividad que Matto de Turner, búsqueda que resulta de los resabios positivistas que, según Salazar Bondy, él todavía muestra28. Siempre celebra el tercer estado comtiano de la humanidad, el positivo, libre de la teología y la metafísica. Al buscar la historia oculta de Jesucristo, por ejemplo, el anarquista postula preguntas retóricas sobre la historicidad de los Evangelios, y trata de racionalizar, leer entre líneas, desarrollando una óptica positiva para entender a Jesucristo29. De acuerdo con este punto de vista, la historia científica funciona como correctiva para la teológica, liberando a los mortales de los dogmas opresivos.

Lo que ataca González Prada son las narraciones que los poderosos hilvanan. Como rectificación, recomienda la epopeya del rebaño, de las multitudes, del vulgo (GP, VI, 56, 190, 193). Promueve una teoría acrática, en la cual el individuo predomina. Anticipa, de esta forma, el concepto de intrahistoria que Unamuno desarrollará30. La historia institucional para González Prada es problemática. Se concibe como un museo31 o una biblioteca, receptáculo del pensamiento pretérito (GP, III, 52). Es indispensable recordar este atributo porque se puede tomar lección del pasado archivado, el que suele encarnar en el Perú una visión teológica, españolizante, medieval y política. Conviene tomar documentos de este tipo con cautela. Para liberarse de las relaciones opresoras, el preceptista modernista exige inspirarse en libros extranjeros, la ciencia, y la sociedad con la cual el artista debe comprometerse. Se crea por lo tanto no la historia, sino una nueva clase de escritura, capaz de elevar las condiciones vitales. Por esto sus Baladas peruanas van más allá que una sencilla evocación de los tiempos de antaño. Algunos poemas como «El mitayo», son vigentes eternamente en el Perú. Aquellas baladas protoindigenistas, entonces, representan una confluencia de historia y protesta social. Ponen de manifiesto cómo reformar, realmente, la naturaleza de las letras peruanas, extirpando su hispanofilia.

Mariátegui opina que González Prada inicia la etapa cosmopolita de la literatura peruana, liberando sus tradiciones del colonialismo32. De su cosmopolitismo, González Prada adquiere su interés en la ciencia, que incide en su noción de las letras, las cuales, entonces, deben «basarse en las deducciones de la Ciencia positiva» (GP, I, 69). De este modo se logra una objetividad relativa, libre de la teología o la metafísica, o los intereses de clase. En esto coincide con las propuestas de Matto de Turner, a quien conoció en el Círculo Literario de Lima. Si un autor logra una literatura científica, tendrá suerte, pues, despertará «la admiración de la posteridad» (GP, I, 69), es decir, brindará los anales de un porvenir justo, libre del escolasticismo de los tiempos remotos, en una sociedad libre.

Mariátegui, economista en contra de la literatura

Una de las contradicciones más sobresalientes en la ideología de José Carlos Mariátegui (1895- 1930) es su postura ante la función social de las letras33. Durante toda su vida Mariátegui fue un lector ávido. Entre sus intereses, Juan E. de Castro encuentra la vanguardia latinoamericana, el Modernism angloamericano, el surrealismo, el realismo socialista soviético y la narrativa indigenista34. Mariátegui reconoce el valor de las letras ya que constituyen un depósito en que se puede estudiar la sociedad. Según observa Edgard Montiel, «en la lógica de Mariátegui el dominio de la creación artística se encontraría latente en la superestructura» de una nación35. Sin embargo, a despecho de su profundo interés sociológico en la literatura, Mariátegui no vio en ella una herramienta de mejora cívica. Esto a pesar de criticar a los vanguardistas, de apoyar a los indigenistas, y de dedicar un séptimo de sus Siete ensayos a las letras. Su bibliofília tenía sus límites. En su rechazo de las letras como un estímulo social, se aparta considerablemente de Matto de Turner, Cabello de Carbonera y González Prada. ¿Por qué sería que un autodidacta las desechara como acicate? No hay una respuesta fácil ni clara a esta pregunta. Ofreceremos en las páginas que siguen algunas observaciones acerca de ella.

Tal vez esta limitación literaricista se debe a que, como bien ha dicho Wilfredo Kapsoli, «su escuela y su universidad fueron -más que los libros- sus amigos, sus compañeros, el pueblo»36. ¿Qué pensaba Mariátegui de la literatura? En sus Siete ensayos, Mariátegui sostiene que la literatura se caracteriza por «sus relaciones con la política, la economía, la vida en su totalidad» (JCM, II, 247). Se nutre «de una tradición, de una historia, de un pueblo» (JCM, II, 241)37. Promueve una teoría que abarca todas las literaturas peruanas. A diferencia de Matto de Turner y González Prada, expone una teoría de literaturas singulares, según la época, la ideología o la economía. Interpreta las diversas tradiciones, como las de la ciudad y la sierra, y destaca las diferencias entre ellas.

Mariátegui desenmascara la catalogación tradicional de clasicismo, romanticismo y modernismo, los cuales no sirven para analizar lo que se produce en el Perú. Tampoco le son adecuadas las categorías marxistas: feudal, aristocrática, burguesa y proletaria. Ve el mundo de otra manera. A base de la historia peruana, delimita tres etapas en la evolución de su literatura: colonial, que depende de la metrópolis; cosmopolita, que asimila lo extranjero; y nacional, que expresa «su propia personalidad y su propio sentimiento» (JCM, II, 239). Para la primera menciona a Don Felipe Pardo, «corregidor» y «encomendero», mientras que en la segunda ubica a González Prada, la que ofrece un antídoto a la anterior. Hay un escollo con la noción mariateguista de estas dos categorías prenacionales. Cuando el Amauta ve la creación colonial como una copia de las letras metropolitanas se equivoca. Debió haber investigado más aquel período. En escritores barrocos como Espinosa Medrano, Mabel Morana ha descubierto un naciente espíritu criollo, los inicios de una conciencia nacional38. Ya hay una divergencia del espíritu peninsular y por lo tanto la escritura barroca puede representar un elemento protonacional (entre varios). En cuanto al cosmopolitismo, Mariátegui deduce correctamente que es una respuesta al ambiente colonial, pero sin ver que responde asimismo a la fealdad utilitaria en la sociedad. Este aspecto del cosmopolitismo es primordial en ensayistas como José Enrique Rodó y González Prada.

Para evaluar la hipótesis que Mariátegui elaboró sobre la expresión colonial, es imprescindible consultar la realidad europea en el momento de la conquista de América. A pesar de la aparente unidad continental de los estratos sociales superiores durante el Renacimiento que se basaba en el latín y en el papado, las inclinaciones nacionalistas que brotaban de los diversos pueblos eran muy fuertes, tanto que se perdió interés eventualmente en la cohesión latinista oficialista. Con la afirmación política de los diversos países nacieron sus respectivas literaturas entre ellas la española, la francesa y la italiana. No tanto después de establecerse los idiomas vernáculos, se inició la conquista inaugurando el principio de la escritura peruana tal como la tenemos archivada. A base de esta realidad, y adelantándose a Riva-Agüero, Mariátegui concluye lo siguiente: «La literatura nacional es en el Perú, como la nacionalidad misma, de irrenunciable filiación española» (JCM, II, 235). Es, entonces, la patria misma que Mariátegui desea reorientar.

En consonancia con González Prada, el Amauta desdeña la producción españolizante porque no armoniza con la circunstancia nacional. Pero donde el primero pregona la literatura extranjera, el segundo asegura que el país no asimila bien las ideas transatlánticas (JCM, II, 105). Por esta razón, proclama la necesidad de una expresión que emane del pueblo indígena (JCM, II, 241). Por primera vez en la historia intelectual del Perú, surge un pensador esperando escuchar una voz quechua que brote de su propia gente. Sin verificar una literatura indígena establecida, él la rastrea en las corrientes indigenistas. Lo que él denomina «indigenismo literario[,] traduce un estado de ánimo, un estado de conciencia nueva del Perú nuevo» (JCM, II, 328). Sin embargo, declara que la creación andina no logra «una modulación propia» antes de Ricardo Palma y González Prada. Aunque el Amauta se equivoca en esto, los dos siendo escritores costeños y urbanos, hecho que él mismo reconoce, acierta cuando admite que «Lima ha impuesto sus modelos a las provincias» (JCM, II, 252). No existe una expresión andina escrita y Mariátegui busca, espera, anhela el día en que «los propios indios estén en grado de producirla» (JCM, II, 335). Esto, según el primer socialista peruano, ya no es un problema literario sino económico. Mientas tanto, con la llegada de la vanguardia, sí se forja una escritura nacional, la tercera etapa en el esquema de tres etapas.

Durante el siglo XX de Mariátegui, la literatura peruana supera tanto la fase colonial de Segura y Pardo como la cosmopolita de González Prada. Ya en la «Nueva época», se llega a formular un paradigma nacional (JCM, II, 239). La vanguardia de César Vallejo es el modelo, aunque la manera de encontrar la literatura quechua sin el filtro del colonialismo es un problema que Mariátegui no resuelve. Él acepta que la escritura y la gramática del quechua tienen su origen en la península ibérica. Admite que el colonialismo que rige la producción autóctona es tanto que sólo la originan los escritores bilingües (JCM, II, 235). Su afirmación tenía mucho sentido, a la sazón, un joven bilingüe que ya llegaba a los 17 años iba a convertirse poco a poco en uno de los novelistas más estimados del Perú. Se llamaba José María Arguedas.

Ahora nos conviene indagar en las razones por las cuales Mariátegui abandona la fe en el poder de las letras para regenerar al país, esto, a pesar de haberles dedicado tanta atención en sus Siete ensayos. La visión de Mariátegui no es estática ni monolítica. Pasa por varias etapas en su crecimiento ideológico. Primero desarrolla distintos períodos en su compromiso literario. Con respecto a sus convicciones literarias, Yazmín López Lenci descubre en ellas una evolución, diferentes fases de las cuales coinciden con su labor en tres periódicos. Cuando trabajó en El Tiempo su labor es creativa. Luego con Nuestra Época se inició otro período definido por sus posturas políticas de oposición. Más tarde con La Razón Mariátegui suponía abrir un nuevo espacio intelectual en que se puede denunciar a los poderes hegemónicos39. Posteriormente, abandona su adhesión a la doctrina letrada de mejora social, adquiriendo posturas políticas que favorecieron, en cambio, soluciones económicas. Karen Sanders muestra que la progresión de Mariátegui de posturas literarias a otras más políticas es concreta. En 1917 es elegido vicepresidente de un gremio de «cronistas». Luego, en la Italia de huelgas, de fascismo y de la fundación del Partido Socialista, Mariátegui se hace más político40. Involucrándose en sindicatos, comienza a ver en las letras una herramienta inadecuada para reformar la sociedad. Por esto, no escribe novelas como Matto de Turner y Cabello de Carbonera, ni redacta rondeles como el primer González Prada. Conforme a ello, renuncia a su poesía juvenil41.

Un elemento de la hegemonía ibérica que Mariátegui ataca es precisamente «el concepto literario y aristocrático de la enseñanza» (JCM, II, 117). Repudiando el elitismo de los literatos que no les deja comprometerse con el pueblo: «El crítico profesional considera la literatura en sí misma. No percibe sus relaciones con la política, la economía, la vida en su totalidad. De suerte que su investigación no llega al fondo, a la esencia de los fenómenos literarios» (JCM, II, 247). Cuando evalúa la influencia de González Prada en la producción de los «colónidos» deplora que éstos imitaron lo que él tenía «de aristócrata, de parnasiano, de individualista». Lamentablemente, estas cualidades no ayudan en la lucha del proletario contra la burguesía y el feudo. Los hombres de la Belle-Époque debieron haber inspirado en lo que había en González Prada «de agitador, de revolucionario» (JCM, II, 283). Pero no lo hacen, entonces, y con ellos se frustra un ideal. Quienes más se acercan a este modelo insurgente son los indigenistas que «colaboran, conscientemente o no, en una obra política y económica de reivindicación» (JCM, II, 332). Pero hay contados indigenistas, y como el Amauta admite, no siempre son concienzudos de su papel extraliterario.

Tal vez Mariátegui habría aceptado la relación regeneradora entre palabra y vida si hubiera más letrados comprometidos y si el Perú hubiera logrado una expresión autóctona. Pero esto sería inalcanzable sin una cultura escrita. Tristemente, aprender el abecedario implica sufrir un proceso de transculturación42. Hablando de los autores subalternos, Martín Lienhard avisa que, «para adquirir las técnicas modernas de narrar que ellos efectivamente emplean, tuvieron que 'renegar', en cierto sentido, de la cultura de sus antepasados»43. Al apropiarse del alfabeto, un quechua parlante deja de ser nativo. Dicho esto, la búsqueda de una qelqa, o escritura puramente indígena, es un sueño.

Todas las proposiciones de Mariátegui tienen que ver con su noción de historia. Él no la rechaza como González Prada, sólo que, según advierte Cornejo Polar, su concepto de ella se concibe «como un proceso de conflictos»44. Hay que aceptarla y estudiarla según las normas de la sociología para entenderla. Como consecuencia, el Amauta no desea crear novelas realistas ni lírica modernista. Procura fomentar una «reivindicación indígena» que sólo puede lograrse a través de una política socialista. Para liberarse los nativos deben unirse, dejar de pensarse localmente. Necesitan hacerse una masa orgánica (JCM, II, 48-49). Pero Mariátegui no advierte que forjar un organismo social implica la supresión de lo que Cornejo Polar ha descrito como la heterogeneidad de la sociedad45. Ante la imposibilidad de aislarse de la economía capitalista de la costa, la necesidad de formar un cuerpo unido implicaría apartarse de la cultura ancestral para acercarse a un modelo occidental de economía.

Este fenómeno de la transculturación es uno de dos que apartan a los autóctonos de las formas tradicionales de vida. Las pedagogías utilitarias también desvían a ellos y a los obreros de una existencia en la que todavía pueden ejercer cierto control. En cuanto a estas últimas, Mariátegui muestra cierta admiración por las reformas finiseculares de Manuel Vicente Villarán (1873-1958), rector de San Marcos. Este catedrático propuso una educación profesional, basada en las necesidades pecuniarias, inaugurando la época posmoderna en el Perú. Usamos el vocablo posmoderno aquí en el sentido que le da Kwame Anthony Appiah el cual se aplica a una cultura que es global pero que no necesariamente representa las modalidades locales46. Las inclinaciones posmodernas a que nos referimos encarnan un rechazo de la literatura a favor del profesionalismo económico. Representan la elaboración de una cultura artificial y utilitaria. Mariátegui supera a González Prada, cultivando la posmodernidad en el Perú cuando aporta un discurso del profesor Villarán. Basándose en el académico, afirma, «'que las necesidades de la época exigen, ante todo, hombres de empresa, y no literatos ni eruditos'» (JCM, II, 117-118). Con fines parecidos, acude al socialista francés Jorge Sorel. Reseñando su libro La ruina del mundo antiguo, concuerda con su denuncia del «parasitismo del talento literario... una de las causas más serias de la corrupción de las clases ilustradas» (JCM, XIV, 41). Villarán y Sorel critican el fenómeno que en Latinoamérica Ángel Rama llama «la ciudad letrada», cuando los criollos ociosos y letrados excluyen a las masas de la cultura oficial y legalista. Mariátegui toma la palabra de Villarán y Sorel y censura este sistema elitista. Descarta lo que él ve como el aristocratismo de los humanistas y aboga por la creación de más «Escuelas del Trabajo», así como en Alemania o en Rusia (JCM, XIV, 44-47). Se apoya en Sorel y Villarán porque responden a su recelo ante la regeneración social mediante la relación literatura-vida. A través de su estudio de la historia peruana, Mariátegui llega a la conclusión que son los propios literatos (y doctores) quienes impiden el progreso moderno de la sociedad (JCM, II, 103-130). Frecuentemente son «más inmorales que los técnicos provenientes de las facultades e institutos de Ciencia» (JCM, XIV, 41). Debido a ello, la literatura ya no sirve como método didáctico. Por lo tanto, el obrero costeño y el campesino andino se elevarán únicamente a través de una formación que colabora con la economía empresarial. El autor de los Siete ensayos anticipa una de las deficiencias de los posteriores estudios culturales, tan en boga al principio del siglo XXI. Adelantando a ellos, Mariátegui descarta la literatura como instrumento comprometido en vez de formularla de nuevo a la luz del indígena. En esto anticipa a los posteriores catedráticos quienes la rechazan a favor de los estudios étnicos. En los dos casos, el Amauta y Beverley47 aducen correctamente que las masas populares no encuentran su cabida en la literatura. Pero negada ésta, ¿cómo van a conocerse estas masas sino con la palabra escrita, ya que con frecuencia están en plenas migraciones, en un planeta cada vez más globalizado? ¿No tienen el derecho de alfabetizarse en sus propios idiomas, el primer paso para informarse en una circunstancia mundial? Además, ¿no guardan el derecho de apropiarse de lo que les sirva de otras culturas, así como ha hecho el occidente multiculturalista48?

No obstante las limitaciones a su hipótesis económica, Mariátegui está al borde de ver que el futuro de las letras peruanas está en el mestizaje cultural. Admite que la influencia autóctona en el castellano del Perú puede ser «intensa» (JCM, II, 235). Para Castro, Mariátegui elogia el carácter híbrido de Vallejo porque sintetiza la herencia indígena con la modernidad49. Esta idea surge también cuando el tratadista dirige su atención hacia la región rioplatense. Los argentinos han logrado condensar lo indígena y lo europeo en el gaucho. Hasta el mismo Borges hereda el gauchismo (JCM, II, 243-244). El pronóstico mesticista descrito aquí se verificará en «El Sur», relato posterior del porteño el cual combina lo fantástico con lo gauchesco. Pero si Mariátegui está por reconocer en el mestizaje cultural la génesis de la literatura nacional, perderá el hilo de esta idea. Nunca propone expandir la definición de ella ni llega a afirmar la importancia de la escritura para el proyecto patrio. Termina recomendando sacarla del trasfondo «económico y político» del país (JCM, H, 240). Su idealismo le enceguece, impidiendo que vea la realidad delante de los ojos: los poderes financieros y gubernamentales nunca van a acomodarse a las necesidades de masas subalternas. Las protestas de éstas, frecuentemente, quedan inéditas. Al concebir una literatura circunscrita a la economía y política, se privilegia un espacio en el que se vincula con el Estado y el capital transnacional. Esta expresión neocolonial nunca podrá desempeñarse, en palabras de Cornejo Polar, «en función de su plural y cambiante diversidad»50. Cornejo habla aquí de la heterogeneidad en las culturas, las que se hallan amenazadas cada vez más por lo que Chomsky llama el Gobierno Mundial51, constituido por las mesas directivas de las corporaciones transnacionales. Es interesante que los días de gloria de la globalización mecánica y los orígenes del Gobierno Mundial arranquen en la época de González Prada, Matto, Cabello, Riva-Agüero y Mariátegui. Es una coyuntura definida por el paso del capitalismo individualista al capitalismo monopolista52. Los exportadores del guano, el contrato Dreyfus, los trenes, las administraciones de Balta, Piérola y Leguía, todos son manifestaciones de un naciente gobierno global, que se llama «economía». Durante el Oncenio de Leguía, es decir, el período de máxima producción para Mariátegui, el Gobierno Mundial a lo Chomsky se instala oficialmente. Leguía proclamó el 4 de julio como fiesta nacional, y nombró a norteamericanos a la cabecera de departamentos estatales incluyendo la aduana, la oficina de impuestos, el banco de la reserva y el departamento de educación53. Tal realidad es a la que reaccionó el aprismo antiimperialista de Haya de la Torre.

Dos palabras más

González Prada ve en la palabra impresa un medio para frenar los abusos de la sociedad. A través de ella, aniquila los mitos, la historia tradicional y las mentalidades escolásticas, españolizantes, y feudales, creando un porvenir ideal. Pregona una nueva forma de expresión, aspirando a reorientar la dirección de la historia. Es revolucionario. Destruye el sistema pero, siendo anarquista nihilista, no ofrece otro. Sin embargo, su nihilismo abre paso para las propuestas posteriores de Mariátegui, quien comienza sus Siete ensayos con un lema de Nietzsche y quien parte de la relación literatura-sociedad para analizar los problemas sociales. Pero la solución de Mariátegui no yace en la escritura, es económica: el capitalismo para llegar al marxismo, la economía acultural y así amoral antes que las letras.

Es lamentable que Mariátegui pase por alto a Clorinda Matto de Turner. A lo mejor no le presta atención porque no tiene cabida en su teoría literaria de los tres estados. No es colonial pero, por su nacionalismo, tampoco es cosmopolita. Luego ella responde a la cultura femenina o feminista. Sobre todo ella aporta una voz moral, la cual para Mariátegui no ha tenido resultados en corregir los males de la sociedad. Finalmente, por su indigenismo, Matto representaría la tercera estación en el desarrollo de las literaturas. Pero según la teoría mariateguista, el indigenismo nacionalista tiene que seguir al cosmopolita González Prada. Urge preguntar, si la expresión patria tiene que nacer con el quechua, ¿por qué no incluir a Clorinda Matto como una temprana promulgadora de la tercera etapa en el proceso de la literatura: el indigenismo?

El siglo XX ha preferido más el mensaje de Mariátegui que el de sus precursores. Las casas de González Prada, Matto y Cabello no son museos, aunque hay un colegio Mercedes Cabello y ahora está funcionando el Instituto para la Justicia «Clorinda Matto de Turner». No se ha levantado ninguna estatua de las autoras en Lima. No había monumento a González Prada hasta 1995 cuando le erigieron un monumento en la Avenida Javier Prado. A Matto, hasta casi recientemente, se le había borrado del mapa ideológico54. Cabello ha sido considerada como «para mujeres». Al poeta modernista siempre se le ha brindado una breve mención en las historias literarias y en las antologías, sin reexaminarlo. Los centenarios de los tres colegas del Círculo Literario casi pasaron inadvertidos55. Como se sabe, esto no ha sido el caso de Mariátegui que ha formado marco obligatorio para entender el pensamiento peruano del XX. Tiene su estatua, su casa museo, su revista y su centenario celebrado recientemente56. ¿Por qué la historia ha sido menos cruel con el Amauta?

Mariátegui pertenece a un siglo en que la raza y el género son menos significativos con tal de que el indígena, el negro, y la mujer se incorporen al sistema económico. Nos referimos desde luego al fenómeno de los ambulantes y a la mujer trabajadora (obrera y profesional). La ideología del Amauta va acorde con esta realidad. Recordemos que él hace suya la conclusión de González Prada: la condición del indígena es económica y social, no racial (GP, III, 209). Esta idea en «Nuestros Indios»57 es sólo una de muchas. En los Siete ensayos adquiere plano principal, la propuesta económica reemplazando a la relación literatura-vida en la misión de regenerar a la nación. En esto se manifiesta un peligro. Al proponer el progreso a través de la economía, se deja que el mercado irracional dé forma a las estructuras sociales58. Tal fenómeno puede representar un problema en un país como el Perú, el cual, según indica Carlos Johnson, carece de un Estado fuerte, debilitado por la Guerra del Pacífico, la República Aristocrática, y posteriormente, el fujimorismo59. Con un Estado marchitado, definido por comerciantes e industrialistas, la civilización deja de ser una construcción racional. Fuera de todo, al entregar las formas de la sociedad al mercado, se abre un espacio en que los bancos transnacionales, con sus empréstitos, pueden guiar los moldes de las comunidades nacionales. Se abre camino no a la época poscolonial, sino al neocolonialismo que permite la penetración de las corporaciones multinacionales en el ámbito patrio.

Mariátegui critica a González Prada porque «carecía de estudios específicos de economía y política» (JCM, II, 260). La literariedad del autor de Páginas libres se ve como una debilidad. Dada esta preocupación pecuniaria, es increíble que el socialista no se diera cuenta del impacto del capital internacional en la nación, y en su cultura. López Lenci, por ejemplo, determina que la época vanguardista de Mariátegui surge como «respuesta o fenómeno subsidiario del proceso de penetración del capital euronorteamericano y la consecuente apropiación (limitada, paradójica o contradictoria) del modelo de modernización cultural que ésta conlleva» 60. Podemos ir más allá que López Lenci y afirmar que la época vanguardista es el momento cumbre de la globalización mecánica, cuando el Perú logra definirse por el auge de la clase media, la industrialización de la sociedad y la profesionalización de la universidad. Mariátegui no pudo asimilar todos los cambios que asechaban a sus compatriotas. A primera vista parecían positivos, una clase media, las inmigraciones de la sierra a la costa pacífica, y una expansión masiva de la prensa (según López Lenci se fundaron 328 periódicos y revistas a partir de 1919)61. Todo parecía para lo mejor. Acaso el Amauta no pudiese haber apreciado que el auge de la economía coincidía con la apropiación de la cultura por estos mismos factores monetarios. Eso sí, especialmente, con el adelanto posterior de los medios electrónicos de comunicación. Mariátegui murió demasiado joven para ver los efectos de esta nueva «economía» en las comunidades peruanas, las que supuestamente iban a ser la base de su socialismo nacional.