El que no tiene de inga tiene de mandinga!

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ARTOLA ARBIZA, Antonio Maria. Ezkioga. En el 80° aniversario de la Pastoral de Mons. Mateo Múgica Urrestarazu sobre Ezkioga (07/09/ 1933), Lima, Fondo Editorial Revista Oiga (978-61-2465-76-03). 2DA. EDICIÓN

miércoles, 30 de julio de 2014

El que no tiene de inga tiene de mandinga!

Publicado por LIMAKO ARANTZAZU EUZKO ETXEA - LIMA BASQUE CENTER en 18:16 No hay comentarios:
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martes, 22 de abril de 2014

El que no tiene de inga tiene de mandinga!

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BAZÁN AGUILAR, Jhon. Francisco Igartua, Oiga y una pasión quijotesca. (08/11/ 2012), Lima, Fondo Editorial Revista Oiga (978-9972-2925-5-2).

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Tradiciones peruanas

Ricardo Palma

Miembro Correspondiente de las Reales Academias Española y de la Historia, y Director de la Biblioteca Nacional de Lima

Primera serie

Advertencia de los editores

No hemos de hacer la biografía de D. Ricardo Palma, ni de formular juicio alguno acerca de su labor literaria: una y otro los encontrarán nuestros lectores en el presente tomo, suscritos por literatos tan eminentes como Miguel Cané, Rubén Darío y Francisco Sosa. Nuestro propósito al encabezar con estas líneas la publicación de las Tradiciones peruanas es únicamente rendir tributo de admiración al ilustre escritor y consignar la satisfacción con que incluimos en nuestra BIBLIOTECA UNIVERSAL ILUSTRADA una obra que goza de tan grande como merecida fama en la América latina y que por muchos conceptos es digna de ser popularizada en España.

De los ocho tomos que forman la colección completa de las obras de D. Ricardo Palma, hemos entresacado los artículos que tienen carácter de tradición, dejando a un lado todos los estudios bibliográficos, históricos, o esencialmente literarios, que, aun cuando no menos valiosos que aquéllos, no respondían al objeto que nos propusimos al proyectar la presente publicación. Asimismo, de los muchísimos juicios que sobre las producciones del autor preceden a cada tomo hemos tenido que omitir la mayor parte, insertando sólo tres y sintiendo no poder reproducir los demás, debidos a D. Juan Valera, a D. Ricardo Becerro, a D. Francisco Gavidia, a D. Eugenio M. Hostos, a D. Gonzalo Bulnes, a D. Simón Camacho, a D. Juan M. Gutiérrez y a otros escritores no menos notables.

La presente edición de las Tradiciones peruanas es la primera que se publica ilustrada habiéndole sido por el hábil artista, D. Nicanor Vázquez, quien para mejor llenar su cometido se ha, ajustado a los apuntes facilitados por el mismo Sr. Palma, gracias a lo cual no vacilamos en afirmar que los dibujos representan con toda propiedad los tipos, lugares y costumbres a que cada tradición se refiere.

Al ofrecer hoy las Tradiciones peruanas a nuestros suscriptores, creemos firmemente que han de agradecernos la publicación de una obra que constituye un hermoso monumento literario, erigido en el Nuevo Mundo a la lengua castellana que, magistralmente manejada por el señor Palma, sirve de magnífico ropaje a las poéticas e interesantes narraciones por éste pacientemente recogidas en el que un tiempo fue pujante imperio de los Incas y es hoy una de las repúblicas americanas en que más alto nivel han alcanzado las manifestaciones de la humana inteligencia.

Los editores

Fondo Editorial Periodística Oiga

Juicios literarios

Pocos días antes del centenario del general San Martín, me di el placer de hacer una visita a mi respetabilísimo amigo el doctor D. Juan María Gutiérrez, uno de los hombres, nacidos en este continente, más profundamente animado por el sentimiento americano.

Charlábamos sobre la conferencia literaria que debía celebrarse en honor del libertador de tres naciones. Él, con su inalterable buena voluntad, había aceptado el compromiso de presentar un trabajo histórico sobre San Martín, y había elegido como tema los esfuerzos del héroe para levantar el nivel intelectual de los pueblos que acababan de despertar a la vida libre e independiente. D. Bartolomé Mitre, por su lado, y bajo el título irónico de Las cuentas del gran capitán, remitió un interesantísimo artículo, presentando al vencedor de Maypú como un tipo acabado de pobreza y desprendimiento. Los poetas hablaron también: Ricardo Gutiérrez, Carlos Encina y Olegario Andrade doblaron reverentes la rodilla ante el padre de nuestra independencia, cantando su cuna humildemente perdida entre los bosques de las Misiones y su tumba iluminada por la bendición de un mundo entero.

D. Juan María Gutiérrez me presentaba sus quejas contra nuestra generación que, en materia de literatura, no tenía ideal patrio. «Viven ustedes (me decía) en un mundo ficticio. Tome usted esos tres poetas cuyos versos van a ser mañana aplaudidos, y dígame si es posible encontrar en ellos la expresión de nuestra sociabilidad propia, el eco de nuestros dolores históricos, la voz de una aspiración americana. Son todos ustedes europeos en la forma y en el fondo; porque sus producciones están impregnadas del sentimentalismo enfermizo de Byron, del escepticismo cáustico de Heine o del enervante pesimismo de Leopardi, precisamente cuando todas esas anomalías morales empiezan a perder su crédito en el viejo mundo. Fijen, por Dios, sus ojos y su alma en esta tierra americana, que les abrirá cariñosa el tesoro que encierra en su tradición; identifiquen su ideal con el del pueblo en cuyo seno han nacido, y dejen al pasado enterrar sus muertos. He pasado las últimas noches leyendo las Tradiciones peruanas de Ricardo Palma, y pocos libros han respondido más eficazmente a la necesidad que siente mi espíritu de ver llegada la hora en que la literatura americana no sea una planta exótica en suelo americano. Tengo cariño y gratitud por ese escritor brillante que honra las letras de su patria. Le he enviado mi palabra de aliento, y espero reciba con agrado el aplauso del viejo veterano tan cerca ya de la tumba».

¡Tan cerca ya de la tumba! ¡Pobre maestro querido! ¡Tres días después, vencido por las emociones profundas que las fiestas del centenario habían desenvuelto en su alma, dobló su cabeza generosa y se hundió en el reposo! ¡Quién me diera (decía sobre su féretro un noble francés) morir en mi patria, en el aniversario de Hoche o de Marceau!

Fue un atleta de las letras argentinas. Su amor inalterable por las cosas bellas parecía haber iluminado su fisonomía, dando un brillo atrayente a sus cabellos blancos como los de Longfellow. Vivió en un mundo encantado, despreciando la ola furiosa del positivismo que pasaba a sus pies; se encerró en su modesto Túsculo y, como el poeta latino, empleó las horas de su vida en adornarlas de puras emociones. Pocas veces bajó a la prensa, esa arena ardiente que a todos nos tuesta y endurece el corazón; esa alma nutrix, como diría Janín, que a todos nos absorbe, pero que a todos nos levanta. Hundido en sus recuerdos, rodeado de sus esperanzas, estudió la manifestación de aquellos espíritus elevados que, para nosotros, son el pasado, y eran para él la juventud. En esa tarea, grave y tenaz, pero serena, su inteligencia parecía haberse pulido, su gusto purificado, y en la edad en que Voltaire empezaba a burlarse de todo y en que, Goethe se encerraba en su profundo egoísmo, tenía acentos de entusiasmo juvenil, pesares de la adolescencia, emociones de los veinte años. No lo veis, como a Schiller joven o a Heine antes de la parálisis, echar de menos el mundo helénico y mirar con tristeza los astros del firmamento que hoy descompone el espectrómetro, y que ahora tres mil años eran dioses que poblaban los cielos y rejuvenecían al mundo al sacudir su cabellera, como dice Musset.

Cuando el nombre del doctor Gutiérrez cruza mi memoria, no puedo acallar el sentimiento de respeto que me invade. A más, si había nacido en suelo argentino, su patria intelectual era la América entera.

Tenía razón el viejo maestro al referirse al carácter del estro de los tres grandes poetas argentinos contemporáneos. Cada uno sigue la magnífica senda de su índole.

Dejad a Ricardo Gutiérrez las profundas evoluciones del alma, las amarguras de la vida, los rudos dolores, las angustias inagotables cuyo término sólo existe en la fría soledad de las tumbas; campo infinito como el dolor, inmutable como la humana naturaleza(1).

Dejad a Encina las maravillosas adivinaciones del sentimiento; su espíritu robusto poetiza toda noción que adquiere, como este suelo tropical levanta a las nubes la planta nacida del impalpable germen. Todos los sueños, todas las vagas aspiraciones de la humanidad hacia un ideal divino han proyectado su sombra sobre esa inteligencia vigorosa que se ha retemplado en la lucha y que ha deslumbrado con brillo incomparable el día que una chispa de esperanza ha ido a alojarse en ella(2).

El alma de Andrade debe haber animado el cuerpo de algún hombre primitivo, contemporáneo de los últimos y soberbios cataclismos de la naturaleza. El poeta, como Pitágoras, tiene la vaga reminiscencia de una vida anterior: recuerda las montañas que entreabren la tierra con su esfuerzo pujante y levantan sus crestas al cielo: cree oír los huracanes que estremecen el mar hasta las entrañas, y su mirada extática percibe aún las escenas ciclópeas de ese génesis maravilloso. Allí beben su inspiración esos cantos viriles y enérgicos; allí se condensan esas imágenes graníticas que sobrecogen al que las mira de improviso(3).

Pero ninguno de ellos llena la misión del poeta americano, según la comprendía el doctor Gutiérrez: responden a un mundo moral que el cosmopolitismo de la sociabilidad argentina ha aclimatado en el Plata.

Los únicos trabajos de ese género, esencialmente americano y que el Sr. Palma ha llevado tan alto, pertenecen al doctor D. Vicente F. López y fueron escritos en su juventud. Supongo que será aquí bien conocida su preciosa y característica novela La novia del hereje. Inéditos e inacabados tiene aún los manuscritos de algunos romances de la misma índole, como El conde de Buenos Aires (título que el rey de España dio a D. Santiago Liniers por la defensa contra los ingleses); Martín I (apodo que daban los patriotas al jefe de la conspiración española para contrarrestar el movimiento revolucionario, personaje que, como diría Palma, trabó íntima relación con la ene de palo), y El capitán Vargas, episodios de la guerra de la Independencia. Más tarde, el doctor López se entregó a estudios serios y profundos sobre este país, publicando su atrevido libro Las razas arianas del Perú, y emprendió los admirables estudios históricos publicados bajo el nombre de Recuerdos del año XX. Los romances antes mencionados esperan la última mano, y desgraciadamente para las letras americanas temo la esperen aún largo tiempo. El hijo del doctor López, Lucio Vicente López, apareció con estruendo en el mundo de las letras, ahora diez años, publicando su Canto al Cuzco, en el que revivía la vibrante poesía india tan poderosamente reflejada en el Ollantay. Luego se hizo abogado, hombre político, periodista, parlamentario de primer orden, y las musas, que habían juzgado innecesario hacerle rentas, se quedaron con un palmo de narices.

¡Honor, pues, a los leales! Y entre ellos, ¡honor máximo a Ricardo Palma!

Acabo de releer la mayor parte de las tradiciones del inimitable narrador. Si a Ossián es necesario leerlo en la montaña, a Tennyson junto a un buen fuego en una confortable villa inglesa, a Beaumarchais en París y al Tasso en Florencia, sostengo que a Palma hay que leerlo en Lima.

Para el extranjero, el teatro casi no ha cambiado. No conozco una ciudad que tenga un colorido más americano que ésta. Dios se lo conserve, para reposar la mirada de aquellos patiches europeos que se llaman Valparaíso, Santiago o Buenos Aires.

En cuanto a los personajes, fijad un poco la atención y la mirada hasta que las ojos adquieran aquella potencia óptica que, en la leyenda alemana, hace salir las figuras de las telas y animarse los mármoles y bronces, y veréis encarnarse el personaje tradicional y pasearse con toda tranquilidad por esta noble ciudad de los reyes.

Ese es mi encanto en los libros de Palma.

La limeña que vuelve tarumba al virrey en persona con una mirada o un chiste, la he visto ayer salir de Santo Domingo con los ojos como ascuas bajo el encaje del manto, con un pie capaz de desaparecer en la juntura de dos piedras y aquel andar que hubiera hecho persignarse al mismo San Antonio.

Todos viven: el reverendo padre franciscano, redondo, satisfecho, regordete, con la unción en el semblante que da la digestión tranquila; el zambito físico, paquete, sonriente y decidor; el indio, paciente y manso; todos viven, repito; pero... ¡me falta el virrey!

Y yo amo al virrey, cuando es genuino, legítimo, sin mezcla, cuando es virrey del Perú, en una palabra, y no aquella falsificación que se llamó virrey del Río de la Plata, venido a la vida en 1776, cuando los mismos reyes empezaban a liar petates y los criollos a tener veleidades de libre cambio, libertad de prensa y demás paparruchas que nos cayeron encima junto con la patria.

He ahí, a mi juicio, el puro timbre de gloria para Ricardo Palma. Wálter Scott no ha dado más vida y movimiento al caballero de las Cruzadas, Monley al Taciturno, ni Macaulay a Jacobo II, que Palma a los virreyes del Perú. El azar no quiso que Moliére los conociera y nos privó de una obra maestra; pero el autor de las Tradiciones peruanas ha salvado el vacío de una manera prodigiosa.

Si todo lo que Palma cuenta no ha sucedido, peor para la historia. En cuanto a mí, declaro que, por egoísmo, no se me ocurre poner ni por un instante en duda cuanta afirmación hace el encantador.

Ivanhoe puede no haber existido; pero ni Thierry ni Treeman dan, en sendos capítulos, una idea tan exacta del estado social de la Inglaterra en los tiempos que sucedieron a la conquista, como ese tipo, mitad sajón, mitad normando, formado con la más pura levadura histórica. La idea de la obra maestra de Agustín Thierry le vino leyendo el Ivanhoe de Wálter Scott. No es aventurado suponer que a las Tradiciones peruanas esté reservado el honor de inspirar alguna historia del virreinato del Perú, que tanta falta hace.

El estilo de Ricardo Palma es su propiedad exclusiva e inimitable; pero aquel que, engañado por su pureza castiza, le supusiera una filiación únicamente española, sufriría un grave error. No se alcanza esta perfección sin conocer a fondo los humoristas ingleses, especialmente Swift y Henry Bayle; sin haber vivido en íntimo comercio con Moliére, y entre los alemanes con Heine y Jean Paul. Indudablemente que sobre todos ellos está Cervantes; pero es precisamente el carácter de nuestra literatura americana la base ecléctica en que se apoya. Todo eso ha tomado su nota individual al pasar por el espíritu de Palma, dando por resultado ese estilo, lleno de chispa y malicia, que roza siempre los hombres y las costumbres sin cortar hasta el hueso; que no se desmiente jamás, manteniéndose en la atmósfera de picaresca ingenuidad que lo hace delicioso.

Entre los exquisitos halagos que esta tierra ofrece al viajero argentino, no ha sido de los menos gratos para mí la lectura de las Tradiciones peruanas de Ricardo Palma en plena Lima.

Quiera el poeta aceptar esta descosida charla como la expresión de mi gratitud por las buenas horas que su libro me ha hecho vivir en el pasado.

Miguel Cané

Lima, febrero 7 de 1880.

Fondo Editorial Periodística Oiga

Fotograbado

RICARDO PALMA

Fuí desde el Callao a Lima, por sólo conocerle, en febrero de 1888. De a bordo a tierra iba con un chileno que me decía: «No vaya usted a verle; es como un ogro de terco». Yo pensaba para mi coleto: De un regaño no ha de pasar... Y ¡cáspita! recordaba mi Canto épico a las glorias de Chile.

Llevado por un coche que encontré en la calle de Mercaderes, después de caminar un buen rato por aquellas calles de la alegre ciudad de los virreyes, me encontré a las puertas de la Biblioteca Nacional. Entré, y tras pasar largos corredores, llegué al departamento del Sr. Director. Frente a la puerta de su oficina me detuve un momento para admirar el célebre cuadro de Montero La muerte de Atahualpa. Por fin, valor y adelante. Dos golpecitos en la puerta... De un regaño no ha de pasar...

«¡Oh, mi Sr. D. Darío Rubén!...». Ante una mesa toda llena de papeles nuevos y viejos, viejos sobre todo, estaba Ricardo Palma, y me recibía con una amable sonrisa que me daba ánimos, debajo de sus espesos y canosos bigotes retorcidos. ¡Figura simpática e interesante en verdad! Mediano de cuerpo, ágil a pesar de su gruesa carga de años, ojos brillantes que hablan y párpados movibles que subrayan a veces lo que dicen los ojos, rápido gesto de buen conversador y palabra fácil y amena: ¡tal era el ogro! «Oh, mi Sr. D. Darío Rubén». Así me saludó, así, poniendo el apellido primero y el nombre después. Mi pobre nombre tiene esa capellanía. En diarios sudamericanos he leído: «El escritor que se oculta bajo el seudónimo de Rubén Darío...». Sí, unos lo creen seudónimo, otros lo colocan al revés, como el ingenio de las Tradiciones peruanas, y otros, como D. Juan Valera, dicen que es un nombre «contrahecho o fingido...».

¡Válgame Dios! Pero dejo para otra vez el contar por qué mi nombre es judaico y mi apellido persa, y vuelvo a D. Ricardo. Me habló de su vida entre papeles antiguos, llenos de polvo y polillas; de literatos chilenos amigos suyos; de su querida Biblioteca, que está restaurándose; de la guerra del Pacífico (ahora viene el regaño, pensé...); ¡de tantas cosas más!

Luego me llevó a conocer todos los departamentos del edificio, el salón de pinturas y esculturas nacionales, el de lectura y los extensísimos de los libros y manuscritos. No pude menos que exclamar: «¡Rica Biblioteca!». Encendí la pólvora. Vino el regaño, pero no para mí; no apareció el ogro, sino el hombrecito vibrante y patriota: «¡Rica antes de que la destrozaran los chilenos! Cuando la ocupación, entraban los soldados ebrios a robarse los libros. ¡Vea usted, mi Sr. D. Darío, vea usted!». Se acercó a un estante y tomó un precioso incunable, en una de cuyas páginas estaba escrito, con letra de Palma, que el libro había sido comprado en dos reales a un soldado de Chile. Me narraba atrocidades. Me dijo todo lo que había sufrido en los tiempos terribles. Y al oírle hablar todo nervioso, con voz conmovida, yo pensaba: «¿A qué hora le llegará su turno a mi Canto épico?». No le tocó.

Libros ingleses, libros alemanes, libros italianos y americanos, libros españoles, la vieja legión de clásicos y casi todos los autores modernos estaban en aquellas estanterías; y luego el amarillento archivo colonial, los cronicones vetustos, la vasta mina escabrosa de donde el brillante y original trabajador peruano saca a la luz del mundo literario el grano de oro sin liga, que resplandece con brillo alegre en sus tradiciones incomparables.

«Me da tristeza -me dijo- que la parte americana sea tan pobre». Y en efecto, hacían falta muchas notables obras chilenas, argentinas, venezolanas, colombianas, ecuatorianas y con especialidad centro-americanas. Recuerdo que entro los libros de Guatemala encontré algunos de autores cubanos. Batres Montúfar, el príncipe de los conteurs en verso, estaba allí; pero no García Goyena, el egregio fabulista, honra de la América Central, aunque nacido en el Ecuador.

Pasamos luego a un gran salón donde están los retratos de los presidentes del Perú, destacándose entre ellos el del general Cáceres, en su caballo guerrero de belfo espumoso y brava estampa.

... Vi también el de aquel indio legendario que, correo de guerra, tomado por el enemigo, se comió las cartas que llevaba, antes que entregarlas, y murió fieramente.

Palma me explicaba todo, complaciente, afable, citando nombres y fechas, hasta que volvimos a su oficina, donde llama la atención en una de las paredes un gran cuadro formado con billetes de Banco y sellos de correo peruanos.

Mientras él me hablaba de sus nuevos trabajos y de que pensaba entrar en arreglos con un editor de Buenos Aires para publicar una edición completa de sus Tradiciones peruanas, yo recordaba que, en el principio de mi juventud, me había parecido un hermoso sueño irrealizable estar frente a frente con el poeta de las Armonías, de quien me sabía desde niño aquello de

¡Parto, oh patria, desterrado!

De tu cielo arrebolado

mis miradas van en pos.

Y en la estela

que riela

sobre la faz de los mares

¡ay! envió a mis hogares

un adiós,

y con el autor de tanta famosa tradición cuyo nombre ha alabado la prensa del mundo, desde el Fígaro de París hasta el último de nuestros periódicos. Y veía que el ogro no era tal ogro, sino un corazón bondadoso, una palabra alentadora y lisonjera, un conversador jovial, un ingenio en quien, con harta justicia, la América ve una gloria suya.

En sus juicios literarios se dejan ver sus conocimientos del arte y su fina percepción estética. El es decidido afiliado a la corrección clásica, y respeta a la Academia. Pero comprende y admira el espíritu nuevo que hoy anima a un pequeño, pero triunfante y soberbio grupo de escritores y poetas de la América española: el modernismo. Conviene a saber: la elevación y la demostración en la crítica, con la prohibición de que el maestro de escuela anodino y el pedagogo chascarrillero penetren en el templo del arte; la libertad y el vuelo; el triunfo de lo bello sobre lo preceptivo, en la prosa, y la novedad en la poesía; dar color y vida y aire y flexibilidad al antiguo verso que sufría anquilosis, apretado entre tomados moldes de hierro. Por eso él, el impecable, el orfebre buscador de joyas viejas, el delicioso anticuario de frases y refranes, aplaude a Díaz Mirón, el poderoso, y a Gutiérrez Nájera, cuya pluma aristocrática no escribe para la burguesía literaria, y a Rafael Obligado, y a Puga Acal, y al chileno Tondreau, y al salvadoreño Gavidia, y al guatemalteco Domingo Estrada. Deleita oír a Palma tratar de asuntos filosóficos y artísticos, porque se advierte que en aquel cuerpo que se halla a las puertas de la ancianidad, corre una sangre viva y joven, y en aquella alma arde un fuego sagrado, que se derrama en claridades de nobilísimo entusiasmo.

Es la primera figura literaria que hoy tiene el Perú, junto con mi querido amigo el poeta Márquez, insigne traductor de Shakespeare. Y a propósito de poetas, en una de sus cartas me decía una vez D. Ricardo: «Yo no soy poeta». Ante esta declaración, no hice sino recordar su magistral traducción de Víctor Hugo, donde aparece, formidable y aterrador, aquel ojo que, desde lo infinito, está fijo mirando a Caín en todas partes. En cuanto a sus versos ligeros y jocosos, pocos hay que le aventajen en gracia y facilidad. Tienen la mayor parte, de ellos un algo encantador, y es la nota limeña.

¡Lima! Ya lo he dicho en otra parte. Si Santiago es la fuerza, Lima es la gracia. Si queréis gozar ¡oh! los que leáis estas líneas, id a Lima, si tenéis dinero; y si no lo tenéis, id también. Hallaréis un delicioso clima, muchas flores, un cielo azul y radiante. Y sobre todo, allí encontraréis a la andaluza de América, a la mujer limeña, breve de pie y de mano, de boca roja y ojos que hipnotizan, incendian y enloquecen. Id al hermoso paseo de la Exposición, lleno de kioscos, alamedas, jardines y verdores alegres; id en las tardes de paseo, cuando están las mujeres entre los árboles y las rosas, como en una fiesta de hermosura, o en concurso de gracias, dominadoras y gentiles. O pasad por los portales cuando, envueltas en sus mantos negros, pasan las damas que sólo dejan ver algo de blancura rosada del rostro, en el que, incrustados como dos estrellas negras, están, encendidos de amor, los ojos bellos.

El pueblo de Lima canta con arpa. La cerveza de Lima es excelente. En la ciudad de Santa Rosa fabricose un palacio la alegría. Lima gusta de los toros, como buena hija de España. Sus teatros son a menudo visitados por buenas troupes, y el público es inteligente y entusiasta por el arte. Flota aún sobre Lima algo del buen tiempo viejo, de la época colonial. Lima tiene paseos, plazas, estatuas. Sobre una gran columna, que conmemora el célebre 2 de Mayo, se alza líricamente una fama que emboca su sonoro clarín. En otro lugar he visto a Simón Bolívar en su caballo de bronce, con la espada victoriosa en su diestra de héroe. Lima es católica, pero está llena de masones. En Lima hay familias de noble y purasangre española. En el pueblo de Lima se puede notar ahora la más extraña confusión de razas: chino y negro, blanco y chino, indio y blanco, y las variaciones consiguientes. El cholo es débil, pero canta claro y es añagacero. Lima es pintoresca, franca, hospitalaria, garbosa, complaciente y risueña. El que entra en Lima está en el reino del placer. En Lima no llueve nunca. La tradición -en el sentido que Palma la ha impuesto en el mundo literario- es flor de Lima. La tradición cultivada fuera de Lima y por otra pluma que no sea la de Palma, no se da bien, tiene poco perfume, se ve falta de color. Y es que así como Vicuña Mackenna fue el primer santiaguino de Santiago, Ricardo Palma es el primer limeño de Lima.

Me despedí de él con pena. ¡Quién sabe si volveré a verle! Y ya en el coche, que volaba camino del hotel, donde tenía que ver a Eloy Alfaro, con los ojos entrecerrados, y satisfecho de mi visita, sonreía al pensar en que el ogro no era como me lo pintaba mi amigo el chileno, y guardaba con orgullo en mi memoria, para conservarlo eternamente, el recuerdo de aquel viejecito amable, de aquel buen amigo, de aquel glorioso príncipe del ingenio.

Rubén Darío

Guatemala, 1890

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Ricardo Palma

Páginas del libro titulado Escritores y poetas sudamericanos

El nombre de Ricardo Palma no es desconocido en nuestro país. Hace unos veinte años que en los periódicos de esta capital y en los de los Estados se vienen reproduciendo sus bellas poesías Y sus inimitables Tradiciones peruanas. Recuerdo bien que allá por el año de 1872, cuando por iniciativa mía se estableció la edición dominical del Federalista en forma de cuaderno, uno de los atractivos que ofreció aquel semanario era la inserción frecuente de las regocijadas producciones del distinguido escritor limeño. Con vivo interés aguardaba yo la llegada de los correos de Sud-América, empuñando las tijeras de que el Sr. Bablot quería que se hiciese el menor uso posible, y buscaba una nueva tradición para halagar, reimprimiéndola, a los lectores, bien numerosos por cierto, de aquel semanario. Y no pasaban muchos días sin que a su vez los mejores periódicos de los Estados diesen cabida a aquellas amenísimas narraciones, sin decir, por supuesto, que del Federalista las copiaban.

Pasaron los años; el periódico del Sr. Bablot dejó de publicarse, y otros se encargaron de continuar aquella tarea, con gran contentamiento de los admiradores de Ricardo Palma, que lo son cuantos han saboreado alguna vez sus fáciles, entretenidos e intencionados escritos.

Esta predilección, no entibiada ni en épocas de combate para la prensa mexicana, tiene razón de ser. Las Tradiciones peruanas, sobre abundar en las galas del bien decir, encierran para nosotros un mérito que se impone: el de ser un vivo reflejo de las costumbres mexicanas en tiempo de la dominación española; a tal punto, que un plagiario podía habérselas apropiado, cambiando únicamente los nombres de lugar y los de ciertos personajes. Pueblos de idéntico origen el peruano y el mexicano, es poco menos que imposible encontrar desemejanza entre las costumbres de la capital de la Nueva España y las de la ciudad de los reyes. Frailes, monjas, virreyes, luchas entre las potestades civil y eclesiástica; procesiones y autos de fe; naos que llegan de tarde en tarde; duelos por la muerte de un soberano, y fiestas y jiras por la coronación de otro; fechorías de los piratas o filibusteros que infestaban las costas por el Atlántico y por el Pacífico, y ruidosos capítulos conventuales: he ahí los datos que las viejas crónicas del Perú y de México ofrecen por canevá para bordar las flores de la leyenda que transporta al desocupado lector a los monótonos días del coloniaje; monótonos sí, pero poéticos, merced al misterioso encanto que ejerce en nuestro espíritu cualquiera tiempo pasado.

No tengo, pues, necesidad de ser difuso, hoy que inauguro una serie de estudios acerca de los escritores y poetas sudamericanos, con el relativo a Ricardo Palma. Le conocen bien los mexicanos por sus obras, y lo que me incumbe principalmente es dar ligeras noticias biográficas, que servirán, cierto estoy de ello, para que le estimen más los que hoy le aplauden sin conocer en toda su extensión los servicios que a las letras latino-americanas y a las ideas liberales ha prestado el popular narrador de las Tradiciones peruanas.

Nació Ricardo Palma en la ciudad de Lima el día 7 de febrero de 1833. Educose en el Convictorio de San Carlos, del que salió en 1853, después de haber cursado con aprovechamiento notable la Jurisprudencia; y el que debiera haber sido abogado, convirtiose, por extraño modo, en marino. Por eso Cortés en su diccionario biográfico americano le llama «poeta y marino peruano» con gran extrañeza de los que ignoran que en la armada de su país prestó sus servicios como Contador o Comisario de diversos buques, hasta que en 1860, y a causa de una de esas revoluciones que tan frecuentes eran en el Perú como en México hasta hace poco, fue desterrado a Chile. Allí permaneció unos tres años dedicado al periodismo con aplauso del pueblo chileno.

Cambiado el gobierno, regresó Palma a su patria a fines de 1863, y pocos meses más tarde emprendió viaje a Europa y Estados Unidos. Nombrado cónsul general del Perú en el imperio del Brasil, con residencia en el Pará, el rigor del clima le obligó a renunciar el puesto, y volvió a Lima, donde el combate del 2 de mayo de 1866 lo encontró sirviendo la Jefatura de sección de uno de los ministerios. Año y medio más tarde fue secretario general del caudillo revolucionario coronel Balta, a quien acompañó en los trances más difíciles. Triunfante la revolución y convertido Balta en presidente constitucional de la República, el nuevo jefe del Estado confiole el despacho de su secretaría particular, puesto en el que permaneció cuatro años, siendo a la vez durante tres legislaturas senador por el departamento de Loreto.

Después de 1873, en que Palma cesó de ser miembro del Congreso, se alejó por completo de la política, consagrándose exclusivamente a las letras. Pero este alejamiento no fue tanto que le impidiera servir a su país en la prensa y en los reductos de Miraflores, en los luctuosos días de la guerra con Chile.

La victoria del ejército chileno fue verdaderamente desastrosa para Palma, pues su hogar, una bonita casa de campo en Miraflores, fue presa del incendio. Allí perdió el hombre de letras una rica biblioteca americana de más de cuatro mil volúmenes.

Hecha la paz con Chile, el gobierno del general Iglesias nombró a Palma para que reorganizase, o mejor dicho, para que crease la Biblioteca Nacional, que había sido saqueada por la soldadesca. Palma puso en juego sus relaciones personales y su reputación literaria en el extranjero para obtener donativos de libros, y antes de cuatro años logró catalogar treinta mil volúmenes en estantes que recibiera con espesa capa de polvo y sin un solo libro. Sin gasto para el tesoro peruano en la adquisición de obras, la Biblioteca de Lima llama ya la atención del viajero. El Sr. Palma como director de Biblioteca sigue prestando a su nación y a las letras servicios de inconmensurable valor.

Pero ya es tiempo de que echemos rápida ojeada sobre sus producciones literarias.

En 1863 dio a la estampa su primer libro: Anales de la inquisición de Lima, libro que, como dice uno de los biógrafos de Palma, saludó entonces la prensa sudamericana con merecidos elogios, y que hoy buscan los escritores liberales como una verdadera joya muy digna de conservarse entre los documentos históricos de su clase.

En 1865 publicó en París la colección de composiciones poéticas intitulada Armonías, en 1870 las Pasionarias y en 1877 los Verbos y Gerundios, que reunidas acaba de dar a la estampa con otras que ha dividido en las secciones Juvenilia, Cantarcillos, Traducciones y Nieblas, formando un volumen de 500 páginas, que lleva por vía de prólogo un notable estudio anecdótico sobre los poetas peruanos, bajo el título de La Bohemia limeña de 1848 a 1860, confidencias literarias.

La aparición de cada una de esas obras de Ricardo Palma ha sido saludada por el aplauso de los cultivadores de las buenas letras en todos los pueblos en que se habla el hermoso idioma de Quintana y Valera.

D. Luis Benjamín Cisneros, inspirado poeta académico, hace observar en el prólogo que escribió para las Pasionarias de Palma en 1870 que casi no hay en toda la cadena de repúblicas que baña el Pacífico un solo nombre literario que no sea al mismo tiempo un hombre político, y en comprobación agrega refiriéndose al bardo peruano, lo siguiente, que creo oportuno reproducir, porque da una idea exacta del carácter de Palma: «Comenzó, dice, por cantar las glorias de la patria en la epopeya de la Independencia, y el sentimiento patriótico le llevó a apasionarse de las teorías liberales. El amor a la libertad se encarnó en su organización psicológica. Palma pensó, amó, sintió, aspiró, escribió, cantó, suspiró, combatió y sucumbió o triunfó por el principio de libertad. Soldado más o menos prominente, más o menos obscuro en las filas de sus correligionarios, en todas circunstancias de su vida fue leal, impertérritamente leal a su bandera. Ni las persecuciones, ni las enemistades gratuitas, ni los destierros, ni la pobreza, ni los desengaños, ni los dolores íntimos, nada ha podido debilitar la fe de su alma, la valentía de su palabra, la energía de su pluma».

Hablando después el mismo Sr. Cisneros de las poesías de Palma, que califica de hermosas y escritas bajo las impresiones siempre fogosas del amor a la patria y a la libertad, se expresa así: «Pero no es sólo la cuerda ronca, sonora y vigorosa del entusiasmo la que vibra en el arpa del poeta, ni es ella, a nuestro juicio, la que templa cuando arranca de su corazón los mejores cantos. Apreciamos más en Palma la dulce y amena galantería, su sencilla y graciosa fecundidad para con las bellas, su florida y cortés amabilidad, su filosofía rápida, casta, suave, a veces lóbrega, siempre verdadera, siempre melancólica.»

El eminente escritor argentino D. Juan María Gutiérrez, juzgando los Verbos y Gerundios, dijo lo siguiente: «Palma, bajo la capa de una chanza ligera, de un buen humor abundante y agudo, de una filosofía de manga ancha, esconde un odio instintivo a lo convencional, a lo trillado, a lo fingido, al plagio del sentimiento. Su poesía, más que desesperada como la de Byron, es cáustica y sin hipocresía como la del alemán Heine, a quien imita a menudo. Él ha caracterizado así la retórica y la estética de sus simpatías:

«Forme usted líneas de medida iguales,

y luego en fila las coloca juntas

poniendo consonantes en las puntas.

-¿Y en el medio?-¿En el medio? ¡Ese es el cuento!

Hay que poner talento».

»Todo el libro de Hermosilla sobre el arte de hablar en verso no es tan buen consejero como este epigramático concepto de Palma, al cual se ajusta invariablemente.

»Hay a veces en la poesía de Palma (¿cómo no, si es hombre?) ayes de sensibilidad, efusión de afectos; pero nunca lluvia de lágrimas, ni tronada de lamentos remedados, como en el teatro, con hilos de oropel y con tiestos huecos. Huye de esas falsas ilusiones que reproducen las mentidas profundidades de la idea, aparatos deslumbradores que agigantan lo que es microscópico y enano; ilusiones parecidas a las que causa el espejo de un pequeño gabinete que, reproduciendo la miniatura, la prolonga haciéndonos creer que estamos en un palacio. Los versos de Palma de ninguna manera se parecen a esas pinturas en pequeñísima dimensión, que se esconden en el arco de un anillo mujeril y, miradas al través de un vidriecillo prismático, aparecen grandes como los frescos de la capilla Sixtina».

Pero baste lo expuesto, con relación a las obras poéticas del fecundo escritor peruano, y veamos con cuánta justicia sus Tradiciones le han colocado entre los más egregios prosistas de nuestra época.

¿Qué son las Tradiciones? Son leyendas breves en las que no se pueden señalar claramente cuáles son los lindes que separan la historia de la novela. Simón Camacho, escritor distinguido, las define muy bien en las siguientes lineas: «Las Tradiciones, dice, son miniaturas cuya belleza no consiste en el tamaño, pues no aspiran ellas a proporciones colosales, sino en el parecido de la persona, que aun vista por la parte ancha del anteojo, al llegar al foco es de todos conocida, por el trasunto que es y lo hábilmente pintada; en lo característico de la escena, que si no pasó debió pasar así y como lo dice el escritor; en los accesorios, que caen tan en sazón, que no traídos sino nacidos parecen sobre la pintura; en el color de los tiempos, que a nosotros nos es tan difícil encontrar, y que un poco de costumbre y una dosis colmada de talento se me figura que apiñaran facilidades para ofrecérselo a quien tiene la vena inagotable para dar y prestar; sabor tan puro, tan castizo, que falta no tiene, ni jamás sale sin afamado bouquet del vino que encierra mil encantos de imaginación para los buenos bebedores, aun desde antes que el líquido les proporcione la sensación material con que en gustarlo se deleitan».

Véase, además de lo dicho, el juicio crítico que anteriormente publicamos, suscrito por D. Miguel Cané, eminente prosista argentino, uno de los autores sudamericanos que con más elegancia escriben y con más refinado gusto juzgan las obras ajenas.

Pongo punto final a las citas de las autoridades literarias que han encarecido los merecimientos del incansable narrador peruano, porque de continuar, acabaría yo por formar un libro. ¡Tanto así se ha dicho en su elogio!

Tengo para mí que una de las cualidades más excelentes que brillan en las Tradiciones de Ricardo Palma, es la exuberante manifestación que en ellas hace de la riqueza y galanura de la habla castellana. La posesión absoluta que tiene él del idioma, sólo es comparable a la que demuestra Bretón en sus obras. Y es tan terso su estilo, tan grande su afluencia y tan fácil su expresión que no creo que haya quien sienta cansancio o fatiga leyendo días enteros sus Tradiciones, que son, hasta el presente, en número muy próximo al tercer centenar.

Palma es miembro de las Reales Academias Española y de la Historia, en la clase de correspondiente, y a él se debe la instalación de la del Perú que, con gran solemnidad, se inauguró en Lima el 30 de agosto de 1887, pronunciando él el discurso de orden, pieza importante porque contiene noticias por todo extremo curiosas sobre la historia de las letras en el Perú.

Ricardo Palma tiene muchas simpatías por México y por los escritores mexicanos. Con varios de éstos se halla en frecuente y cariñosa correspondencia epistolar, y en el tomo de sus Poesías, publicado hace poco, figuran algunas dedicatorias a sus amigos mexicanos. En la Biblioteca Nacional de su patria ha logrado reunir gran número de obras publicadas en México, y no omite esfuerzo por enriquecer esa colección. Sirva esta noticia para aumentar, si cabe, la alta estimación que aquí se le tiene.

Francisco Sosa

México, 1889

Fondo Editorial Periodística Oiga

D. Dimas de la Tijereta

Cuento de viejas que trata de cómo un escribano le ganó un pleito al diablo

Érase que se era y el mal que se vaya y el bien se nos venga, que allá por los primeros años del pasado siglo existía, en pleno portal de Escribanos de las tres veces coronada ciudad de los Reyes del Perú, un cartulario de antiparras cabalgadas sobre nariz ciceroniana, pluma de ganso u otra ave de rapiña, tintero de cuerno, gregüescos de paño azul a media pierna, jubón de tiritaña y capa española de color parecido a Dios en lo incomprensible, y que le había llegado por legítima herencia pasando de padres a hijos durante tres generaciones.

Conocíale el pueblo por tocayo del buen ladrón a quien Don Jesucristo dio pasaporte para entrar en la gloria; pues nombrábase D. Dimas de la Tijereta, escribano de número de la Real Audiencia y hombre que, a fuerza de dar fe, se había quedado sin pizca de fe, porque en el oficio gastó en breve la poca que trajo al mundo.

Decíase de él que tenía más trastienda que un bodegón, más camándulas que el rosario de Jerusalén que cargaba al cuello, y más doblas de a ocho, fruto de sus triquiñuelas, embustes y trocatintas, que las que cabían en el último galeón que zarpó para Cádiz y de que daba cuenta la Gaceta. Acaso fue por él por quien dijo un caquiversista lo de

«Un escribano y un gato

en un pozo se cayeron,

como los dos tenían uñas

por la pared se subieron».

Fama es que a tal punto habíanse apoderado del escribano los tres enemigos del alma, que la suya estaba tal de zurcidos y remiendos que no la reconociera su Divina Majestad, con ser quien es y con haberla creado. Y tengo para mis adentros que si le hubiera venido en antojo al Ser Supremo llamarla a juicio, habría exclamado con sorpresa: «Dimas, ¿qué has hecho del alma que te di?».

Ello es que el escribano, en punto a picardías era la flor y nata de la gente del oficio, y que si no tenía el malo por donde desecharlo, tampoco el ángel de la guarda hallaría asidero a su espíritu para transportarlo al cielo cuando le llegara el lance de las postrimerías.

Cuentan de su merced que siendo mayordomo del gremio, en una fiesta costeada por los escribanos, a la mitad del sermón acertó a caer un gato desde la cornisa del templo, lo que perturbó al predicador y arremolinó al auditorio. Pero D. Dimas restableció al punto la tranquilidad, gritando: «No hay motivo para barullo, caballeros. Adviertan que el que ha caído es un cofrade de esta ilustre congregación, que ciertamente ha delinquido en venir un poco tarde a la fiesta. Siga ahora su reverencia con el sermón».

Todos los gremios tienen por patrono a un santo que ejerció sobre la tierra el mismo oficio o profesión; pero ni en el martirologio romano existe santo que hubiera sido escribano, pues si lo fue o no lo fue San Aproniano está todavía en veremos y proveeremos. Los pobrecitos no tienen en el cielo camarada que por ellos interceda.

Mala pascua me dé Dios, y sea la primera que viniere, o déme longevidad de elefante con salud de enfermo, si en el retrato, así físico como moral, de Tijereta, he tenido voluntad de jabonar la paciencia a miembro viviente de la respetable cofradía del ante mí y el certifico. Y hago esta salvedad digna de un lego confitado, no tanto en descargo de mis culpas, que no son pocas, y de mi conciencia de narrador, que no es grano de anís, cuanto porque esa es gente de mucha enjundia con la que ni me tiro ni me pago, ni le debo ni le cobro. Y basta de dibujos y requilorios, y andar andillo, y siga la zambra, que si Dios es servido, y el tiempo y las aguas me favorecen, y esta conseja cae en gracia, cuentos he de enjaretar a porrillo y sin más intervención de cartulario. Ande la rueda y coz con ella.

II

No sé quién sostuvo que las mujeres eran la perdición del género humano, en lo cual, mía la cuenta si no dijo una bellaquería gorda como el puño. Siglos y siglos hace que a la pobre Eva le estamos echando en cara la curiosidad de haberle pegado un mordisco a la consabida manzana, como si no hubiera estado en manos de Adán, que era a la postre un pobrete educado muy a la pata la llana, devolver el recurso por improcedente; y eso que, en Dios y en mi ánima, declaro que la golosina era tentadora para quien siente rebullirse una alma en su almario. ¡Bonita disculpa la de su merced el padre Adán! En nuestros días la disculpa no lo salvaba de ir a presidio, magüer barrunto que para prisión basta y sobra con la vida asaz trabajosa y aporreada que algunos arrastramos en este valle de lágrimas y pellejerías. Aceptemos también los hombres nuestra parte de responsabilidad en una tentación que tan buenos ratos proporciona, y no hagamos cargar con todo el mochuelo al bello sexo.

¡Arriba, piernas,

arriba, zancas!

En este mundo

todas son trampas.

No faltará quien piense que esta digresión no viene a cuento. ¡Pero vaya si viene! Como que me sirve nada menos que para informar al lector de que Tijereta dio a la vejez, época en que hombres y mujeres huelen, no a patchoulí, sino a cera de bien morir, en la peor tontuna en que puede dar un viejo. Se enamoró hasta la coronilla de Visitación, gentil muchacha de veinte primaveras, con un palmito y un donaire y un aquel capaces de tentar al mismísimo general de los padres beletmitas, una cintura pulida y remonona de esas de mírame y no me toques, labios colorados como guindas, dientes como almendrucos, ojos como dos luceros y más matadores que espada y basto. ¡Cuando yo digo que la moza era un pimpollo a carta cabal!

No embargante que el escribano era un abejorro recatado de bolsillo y tan pegado al oro de su arca como un ministro a la poltrona, y que en punto a dar no daba ni las buenas noches, se propuso domeñar a la chica a fuerza de agasajos; y ora la enviaba unas arracadas de diamantes con perlas como garbanzos, ora trajes de rico terciopelo de Flandes, que por aquel entonces costaban un ojo de la cara. Pero mientras más derrochaba Tijereta, más distante veía la hora en que la moza hiciese con él una obra de caridad, y esta resistencia traíalo al retortero.

Visitación vivía en amor y compaña con una tía, vieja como el pecado de gula, a quien años más tarde encorozó la Santa Inquisición por rufiana y encubridora, haciéndola pasear las calles en bestia de albarda, con chilladores delante y zurradores detrás. La maldita zurcidora de voluntades no creía, como Sancho, que era mejor sobrina mal casada que bien abarraganada; y endoctrinando pícaramente con sus tercerías a la muchacha, resultó un día que el pernil dejó de estarse en el garabato por culpa y travesura de un pícaro gato. Desde entonces si la tía fue el anzuelo, la sobrina, mujer completa ya según las ordenanzas de birlibirloque, se convirtió en cebo para pescar maravedises a más de dos y más de tres acaudalados hidalgos de esta tierra.

El escribano llegaba todas las noches a casa de Visitación, y después de notificarla un saludo, pasaba a exponerla el alegato de bien probado de su amor. Ella le oía cortándose las uñas, recordando a algún boquirrubio que la echó flores y piropos al salir de la misa de la parroquia, diciendo para su sayo: «Babazorro, arrópate que sudas, y límpiate que estás de huevo», o canturriando:

«No pierdas en mí balas,

carabinero,

porque yo soy paloma

de mucho vuelo.

Si quieres que te quiera

me has de dar antes

aretes y sortijas,

blondas y guantes».

Y así atendía a los requiebros y carantoña de Tijereta, como la piedra berroqueña a los chirridos del cristal que en ella se rompe. Y así pasaron meses hasta seis, aceptando Visitación los alboroques, pero sin darse a partido ni revelar intención de cubrir la libranza, porque la muy taimada conocía a fondo la influencia de sus hechizos sobre el corazón del cartulario.

Pero ya la encontraremos caminito de Santiago, donde tanto resbala la coja como la sana.

III

Una noche en que Tijereta quiso levantar el gallo a Visitación, o, lo que es lo mismo, meterse a bravo, ordenole ella que pusiese pies en pared, porque estaba cansada de tener ante los ojos la estampa de la herejía, que a ella y no a otra se asemejaba D. Dimas. Mal pergeñado salió éste, y lo negro de su desventura no era para menos, de casa de la muchacha; y andando, andando, y perdido en sus cavilaciones, se encontró, a obra de las doce, al pie del cerrito de las Ramas. Un vientecillo retozón, de esos que andan preñados de romadizos, refrescó un poco su cabeza, y exclamó:

-Para mi santiguada que es trajín el que llevo con esa fregona que la da de honesta y marisabidilla, cuando yo me sé de ella milagros de más calibre que los que reza el Flos-Sanctorum. ¡Venga un diablo cualquiera y llévese mi almilla en cambio del amor de esa caprichosa criatura!

Satanás, que desde los antros más profundos del infierno había escuchado las palabras del plumario, tocó la campanilla, y al reclamo se presentó el diablo Lilit. Por si mis lectores no conocen a este personaje, han de saberse que los demonógrafos, que andan a vueltas y tornas con las Clavículas de Salomón, libros que leen al resplandor de un carbunclo, afirman que Lilit, diablo de bonita estampa, muy zalamero y decidor, es el correvedile de Su Majestad Infernal.

-Ve, Lilit, al cerro de las Ramas y extiende un contrato con un hombre que allí encontrarás, y que abriga tanto desprecio por su alma que la llama almilla. Concédele cuanto te pida y no te andes con regateos, que ya sabes que no soy tacaño tratándose de una presa.

Yo, pobre y mal traído narrador de cuentos, no he podido alcanzar pormenores acerca de la entrevista entre Lilit y D. Dimas, porque no hubo taquígrafo a mano que se encargase de copiarla sin perder punto ni coma. ¡Y es lástima, por mi fe! Pero baste saber que Lilit, al regresar al infierno, le entregó a Satanás un pergamino que, fórmula más o menos, decía lo siguiente:

«Conste que yo, don Dimas de la Tijereta, cedo mi almilla al rey de los abismos en cambio del amor y posesión de una mujer. Ítem, me obligo a satisfacer la deuda de la fecha en tres años». Y aquí seguían las firmas de las altas partes contratantes y el sello del demonio.

Al entrar el escribano en su tugurio, salió a abrirle la puerta nada menos que Visitación, la desdeñosa y remilgada Visitación, que ebria de amor se arrojó en los brazos de Tijereta. Cual es la campana, tal la badajada.

Lilit había encendido en el corazón de la pobre muchacha el fuego de Lais, y en sus sentidos la desvergonzada lubricidad de Mesalina. Doblemos esta hoja, que de suyo es peligroso extenderse en pormenores que pueden tentar al prójimo labrando su condenación eterna, sin que le valgan la bula de Meco ni las de composición.

IV

Como no hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague, pasaron, día por día, tres años como tres berenjenas, y llegó el día en que Tijereta tuviese que hacer honor a su firma. Arrastrado por una fuerza superior y sin darse cuenta de ello, se encontró en un verbo transportado al cerro de las Ramas, que hasta en eso fue el diablo puntilloso y quiso ser pagado en el mismo sitio y hora en que se extendió el contrato.

Al encararse con Lilit, el escribano empezó a desnudarse con mucha flema, pero el diablo le dijo:

-No se tome vuesa merced ese trabajo, que maldito el peso que aumentará a la carga la tela del traje. Yo tengo fuerzas para llevarme a usarced vestido y calzado.

-Pues sin desnudarme, no caigo en el cómo sea posible pagar mi deuda.

-Haga usarced lo que le plazca, ya que todavía le queda un minuto de libertad.

El escribano siguió en la operación hasta sacarse la almilla o jubón interior, y pasándola a Lilit le dijo:

-Deuda pagada y venga mi documento.

Lilit se echó a reír con todas las ganas de que es capaz un diablo alegre y truhán.

-Y ¿qué quiere usarced que haga con esta prenda?

-¡Toma! Esa prenda se llama almilla, y eso es lo que yo he vendido y a lo que estoy obligado. Carta canta. Repase usarced, señor diabolín, el contrato, y si tiene conciencia se dará por bien pagado. ¡Como que esa almilla me costó una onza, como un ojo de buey, en la tienda de Pacheco!

-Yo no entiendo de tracamandanas, señor D. Dimas. Véngase conmigo y guarde sus palabras en el pecho para cuando esté delante de mi amo.

Y en esto expiró el minuto, y Lilit se echó al hombro a Tijereta, colándose con él de rondón en el infierno. Por el camino gritaba a voz en cuello el escribano que había festinación en el procedimiento de Lilit, que todo lo fecho y actuado era nulo y contra ley, y amenazaba al diablo alguacil con que si encontraba gente de justicia en el otro barrio le entablaría pleito, y por lo menos lo haría condenar en costas. Lilit ponía orejas de mercader a las voces de D. Dimas, y trataba ya, por vía de amonestación, de zabullirlo en un caldero de plomo hirviendo, cuando alborotado el Cocyto y apercibido Satanás del laberinto y causas que lo motivaban, convino en que se pusiese la cosa en tela de juicio. ¡Para ceñirse a la ley y huir de lo que huele a arbitrariedad y despotismo, el demonio!

Afortunadamente para Tijereta no se había introducido por entonces en el infierno el uso de papel sellado, que acá sobre la tierra hace interminable un proceso, y en breve rato vio fallada su causa en primera y segunda instancia. Sin citar las Pandectas ni el Fuero Juzgo, y con sólo la autoridad del Diccionario de la lengua, probó el tunante su buen derecho; y los jueces, que en vida fueron probablemente literatos y académicos, ordenaron que sin pérdida de tiempo se le diese soltura, y que Lilit lo guiase por los vericuetos infernales hasta dejarlo sano y salvo en la puerta de su casa. Cumpliose la sentencia al pie de la letra, en lo que dio Satanás una prueba de que las leyes en el infierno no son, como en el mundo, conculcadas por el que manda y buenas sólo para escritas. Pero destruido el diabólico hechizo, se encontró D. Dimas con que Visitación lo había abandonado corriendo a encerrarse en un beaterío, siguiendo la añeja máxima de dar a Dios el hueso después de haber regalado la carne al demonio.

Satanás, por no perderlo todo, se quedó con la almilla; y es fama que desde entonces los escribanos no usan almilla. Por eso cualquier constipadito vergonzante produce en ellos una pulmonía de capa de coro y gorra de cuartel o una tisis tuberculosa de padre y muy señor mío.

V

Y por más que fuí y vine, sin dejar la ida por la venida, no he podido saber a punto fijo si, andando el tiempo, murió D. Dimas de buena o de mala muerte. Pero lo que sí es cosa averiguada es que lió los bártulos, pues no era justo que quedase sobre la tierra para semilla de pícaros. Tal es, ¡oh lector carísimo!, mi creencia.

Pero un mi compadre me ha dicho, en puridad de compadres, que muerto Tijereta quiso su alma, que tenía más arrugas y dobleces que abanico de coqueta, beber agua en uno de los calderos de Pero Botero, y el conserje del infierno le gritó: «¡Largo de ahí! No admitimos ya escribanos».

Esto hacía barruntar al susodicho mi compadre que con el alma del cartulario sucedió lo mismo que con la de judas Iscariote; lo cual, pues viene a cuento y la ocasión es calva, he de apuntar aquí someramente y a guisa de conclusión.

Refieren añejas crónicas que el apóstol que vendió a Cristo echó, después de su delito, cuentas consigo mismo, y vio que el mejor modo de saldarlas era arrojar las treinta monedas y hacer zapatetas, convertido en racimo de árbol.

Realizó su suicidio, sin escribir antes, como hogaño se estila, epístola de despedida, donde por más empeños que hizo se negaron a darle posada.

Otro tanto le sucedió en el infierno, y desesperada y tiritando de frío regresó al mundo buscando dónde albergarse.

Acertó a pasar por casualidad un usurero, de cuyo cuerpo hacía tiempo que había emigrado el alma cansada de soportar picardías, y la de Judas dijo: «Aquí que no peco», y se aposentó en la humanidad del avaro. Desde entonces se dice que los usureros tienen alma de Judas.

Y con esto, lector amigo, y con que cada cuatro años uno es bisiesto, pongo punto redondo al cuento, deseando que así tengas la salud como yo tuve empeño en darte un rato de solaz y divertimiento.

(1864)

Fondo Editorial Periodística Oiga

Los endiablados

Pepo Irasusta y Pancho Arellano eran amigos de uña y carne, de cama y rancho.

De repente, el pueblo dio en decir que habían hecho pacto con el demonio; y hoy mismo, al hablar de ellos, los llama los Endiablados.

¿Por qué? Esto es lo que el relato popular va a explicarnos.

Entretanto, lector, si te ocurre dar un paseo por San Jerónimo de Ica, hasta las piedras te referirán lo que hoy, alterando nombres por razones que yo me sé, ofrece tema a mi péñola. Añadiré también, para poner fin al introito, que viven todavía en la ciudad de Valverde muchísimas personas que en el decenio de 1830 a 1840 conocieron y trataron a los héroes de esta conseja o sucedido.

I

Pancho Arellano era un indio cobrizo, que ganaba el pan de cada día, manejando una pala como peón caminero o mozo de labranza en un viñedo. El infeliz echaba los bofes trabajando de seis a seis para adquirir un salario de dos a tres pesetas e ir pasando la vida a tragos. Parecía destinado a nunca salir de pobre, pues ni siquiera había en él artimaña para constituirse jefe de club eleccionario, ni hígados para capitanear una montonera, cargos que suelen dejar el riñón cubierto.

Un día abandonó Arellano la lampa, y sin que nadie atinara a saber de dónde había sacado dinero, echose a dar plata sobre prendas con el interés judaico de veinticinco por ciento. Y fuele tan propiciamente, en oficio que requiere tener las entrañas de Caín y la socarronería de Judas, que, a poco hacer, se encontró rico como el más acaudalado del lugar.

En medio de su bienandanza, lo único que le cascabeleaba al antiguo patán era que el pueblo le negase el Don; pues grandes y pequeños, lo llamaban Ño Pancho el de la esquina.

-Esto no puede soportarse -se dijo una noche en que estaba desvelado-, es preciso que me reciba de caballero.

Y al efecto, empleó dos meses en preparativos para dar en su casa un gran sarao, al que invitó a todo lo más granado de la sociedad iqueña.

El usurero, picado por el demonche de la vanidad, desató los cordones de la bolsa, gastando algunos miles de pesos en muebles y farolerías que hizo traer de Lima. La fiesta fue de lo más espléndido que cabe. Digo bastante con decir que para asistir a ella emprendieron viaje desde la capital de la república un general, tres diputados a Congreso, el cónsul de su majestad Kamahameha IV, un canónigo, un poeta periodista y varias otras notabilidades.

Terminado el festejo, que duró ocho días, en los que Arellano echó la casa por la ventana para tratar a sus convidados a cuerpo de rey, quedó ejecutoriada su decencia, y todo títere empezó a llamarlo don Francisco. Era ya un caballero hecho y derecho, por mucho que los envidiosos de tan improvisada ascendencia le aplicarán la redondilla:

«¡Qué hinchado y qué fanfarrón

entre las ramas habita!

Pues sepan que fue pepita,

aunque ya lo ven melón».

Pasaban los años, aumentaba la riqueza de D. Francisco, y disfrutaba de la general consideración, que en este mundo bellaco alcanza a conquistarse todo el que tiene su pie de altar bien macizo.

Nadie paraba mientes en que el ricacho no cumplía ninguna de las prácticas de buen cristiano, y que lejos de eso, la daba de volteriano, hablando pestes del Papa y de los santos. Mas de la noche a la mañana se le vio confesar muy compungido en la iglesia de San Francisco, hacerse aplicar recios cordonazos por los frailes, beber cántaros de agua bendita y cubrirse el cuerpo de cilicios y escapularios.

Ítem, decía a grito herido que era muy gran pecador, y que el Malo estaba empeñado en llevárselo en cuerpo y alma.

De aquí sacaban en limpio las comadres de Ica, caminando de inducción en inducción, que Arellano para salir de pobre había hecho pacto con el diablo; y que estando para cumplirse el plazo, se le hacía muy cuesta arriba pagar la deuda.

Es testimonio unánime de los que asistieron a los funerales de don Francisco que en la caja mortuoria no había cadáver, porque el diablo cargó hasta con el envoltorio del alma.

II

Pepe Irasusta había sido un bravo militar que, cansado de la vida de cuartel colgó el chopo y se estableció en Ica. Aunque no vareaba la plata como su compadre y amigo Arellano, gozaba de cómoda medianía.

Por aquellos años, como hoy mismo, era fray Ramón Rojas (generalmente conocido por el padre Guatemala) la idolatría de los iqueños. Muerto en olor de santidad en julio de 1839, necesitaríamos escribir un libro para dar idea de sus ejemplares virtudes y de los infinitos milagros que le atribuyen.

Irasusta, que hacía alarde de no tener creencias religiosas, dijo un día en un corro de monos bravos y budingas:

-Desengañarse, amigos. Ese padre Guatemala es un cubiletero que los trae a ustedes embaucados hablándoles de la otra vida. Eso de que haya otro mundo es pampirolada; pues los hombres no pasamos de ser como los relojes, que rota la cuerda, ¡crac!, san se acabó.

-Otra cosa dirá usted, D. Pepe, cuando le ronque la olla, que más guapos que usted he visto en ese trance clamar por los auxilios de la iglesia -arguyó uno de los presentes.

-Pues sépase usted, mi amigo, que yo ni después de muerto quiero entrar en la iglesia -insistió Irasusta.

Era la noche del miércoles santo, e Irasusta se sintió repentinamente atacado de un cólico miserere tan violento que, cuando llegó a su lecho el físico para propinarle alguna droga, se encontró con que nuestro hombre había cesado de resollar.

No permitiendo el ritual que en jueves ni viernes santo se celebren funerales de cuerpo presente, ni siendo posible soportar la descomposición del cadáver, resolvieron los deudos darle inmediata sepultura en el panteón.

Así quedó cumplida la voluntad del que, ni después de muerto, quería entrar en la casa de Dios.

Pocos días después, en la iglesia de San Francisco y con crecida concurrencia de amigos celebrábanse honras fúnebres por el finado Irasusta.

En el centro de la iglesia y sobre una cortina negra leíase en grandes letras cortadas de un pedazo de género blanco:

¡¡¡JOSÉ IRASUSTA!!!

En los momentos en que el sacerdote oficiante iba a consagrar la Hostia divina, desprendiose un cirio de la cornisa del templo e incendió la cortina. Los sacristanes y monagos se lanzaron presurosos a impedir que se propagase el fuego; pero a pesar de su actividad, no alcanzaron a evitar que gran parte de la cortina fuese devorada.

Cuando se desvaneció el peligro, todos los concurrentes se fijaron en la cortina y vieron con terror que las llamas habían consumido las seis primeras letras de la inscripción, respetando las que forman esta palabra:

ASUSTA!!!

Aquí asustado el cronista, tanto como los espectadores, suelta la pluma, dejando al lector en libertad de hacer a sus anchas los comentarios que su religiosidad le inspire.

(1870)

Fondo Editorial Periodística Oiga

Mujer y tigre

Siempre es grato elevar nuestro pensamiento a los días de la infancia, esa edad de ilusiones color de rosa, en que libres de toda zozobra sobre el mañana, creemos que el mundo no se extiende más allá de nuestros juguetes y del espacio que abarcan nuestros ojos. ¡Bienaventuradas horas en las que nos imaginamos orégano todo el monte, y en las que nadie ha murmurado aún a nuestros oídos que la amistad es una explotación y el amor un artículo de comercio!

Recorría ayer el álbum de mi memoria, y me detuve de pronto ante el recuerdo de una niña, compañera de mi infancia, enredadora y traviesa si las hubo. Cuando escondía las gafas de la abuela, prendía un petardo a la cola del gato o hacía alguna otra picardihuela, solía la buena anciana aplicarla un par de azoticos, exclamando:

-Esta niña es el mismo pie de Judas. Es más mala que la señora de***.

De mí sé decir que tanto recalcaba la vieja sobre esto de la maldad de la señora de***, que tomé por la susodicha un miedo más cerval que por el coco. Andando, andando, descifré errante viejo manuscrito cayó por mi cuenta, no dejé bruja a vida de las que penitenció en Lima la Santa Inquisición cuyas marrullerías no me fuesen conocidas, y cuando menos lo esperaba, cata que me encontré con que en uno de los libros del Cabildo y en la Estadística de Fuentes existen datos auténticos sobre mi señora la de***. ¡No que nones! Pues yo tengo de escribir esta leyenda, aunque no sea más que para probar que por pícara y taimada y bellaca que llegase a ser, con el tiempo y las aguas, la pobre niña a quien tan desastroso fin auguraba la abuela, y por mucho que más tarde se afanase en dar al diablo la carne para ofrecer a Dios los huesos, nunca, en los siglos de los siglos, se presentará mujer que exceda en crímenes a la dama de mi historia.

Basta de introito, ¡Al avío y picar puntos!

I

La señorita de*** era por los años de 1601 un fresco y codiciable pimpollo de diez y seis primaveras, tal como lo sueña un libertino para curarse de la dispepsia. El señor de***, su padre y la primera fortuna acaso de la tres veces coronada ciudad, cometió la tontuna de morirse dejando a su heredera doña Sebastiana bajo la tutela de D. Blas Medina, asturiano severo y con más penacho que el mismo D. Pelayo. Imagínese el lector si sería codiciable y capaz de despertar el apetito del hombre menos goloso una chica que amén de su juventud, buen coramvobis y riqueza, tenía la rara fortuna de no llevar suegro ni suegra al matrimonio.

Por aquel siglo la cuestión casorio no se llevaba tan al vapor como en los tiempos que alcanzamos. ¡Ya se ve! Aquél era un siglo de obscurantismo y no de progreso, como el actual, en que hoy mañana toma marido la mozuela que ayer noche jugaba a las muñecas. No faltan malditos de cocer que afirman que los matrimonios del día no son para la mujer más que un cambio de juguete, y por eso anda ello enredado como costura de beata o conciencia de escribano. Repito, pues, que en 1601 el matrimonio era un punto que calzaba muchos puntos; y el bueno del tutor, que barruntaba en doña Sebastiana comezones de responder quiero al primer ganapán que la dijese envido, resolvió no permitir tertulia de mozos en casita y guardar a la niña como tesoro en arca de avaro.

La educación de la mujer de calidad, por entonces, se reducía a leer lo bastante para imponerse de la vida del santo del día, escribir no muy de corrido lo suficiente para hacer el apunte del lavado, y tocar el arpa, con más o menos primor, lo preciso para lucir su habilidad en una misa de aguinaldo. Esto, un mucho de repetir de coro trisagios y novenas, un poco de condimentar dulces y ensaladas y un nada de trato de gentes, y pare usted de contar, fue la educación de la millonaria y bella damisela. ¡Téngame Dios de su mano y líbreme de culpar de ella al tutor! Culpemos al siglo, que buenos lomos tuvo su merced para soportar esa y todas las cargas que me venga en antojo echarle a cuestas.

La sociedad obligada de doña Sebastiana, aparte del maestro rascador de arpa, que era un viejo capaz por lo feo de dar un espanto al mismo miedo, se reducía a un rechoncho fraile seráfico, al tutor y a su hijo, muchacho seminarista de diez y ocho años y a quien su padre soñaba convertir en todo un canónigo de merced. El D. Carlitos, en presencia de su padre y comensales, adoptaba un airecito de unción y bobería que lo asimilaba a un ángel de retablo. Pero fíate de bobalicones, lector mío, y a puto el postre si no te dan un día cualquiera sarna que rascar.

Seis meses contaba ya doña Sebastiana en poder de su tutor. El mocito abandonaba el claustro del colegio todos los domingos para pasar el día en casa de su señor padre, y a punto de oraciones un negro lo acompañaba hasta entregarlo a los bedeles del seminario.

Pero estaba escrito, D. Carlos tenía más afición que a los infolios teológicos a estudiar en ese libro misterioso que se llama la mujer. El jesuita Sánchez, con su churrigueresco tratado De Matrimonio, exalta la curiosidad de los muchachos más que la serpiente que tentó a Eva. Quizá alguno de sus capítulos cayó en manos del seminarista, y he aquí cómo un mal librajo llevó a carrera de perdición a un joven, casto como el cándido José, y privó acaso a la iglesia de Lima de una de sus más espléndidas luminarias o lumbreras. Este preámbulo debe darte, lector, por informado de que magüer las precauciones de D. Blas para conservar ilesa la prenda que se le dio en depósito, al primer arrumaco que a quemarropa lanzó el fogoso muchacho sobre la inflamable doncella, no se hizo ella de pencas, y cada domingo la enamorada pareja aprovechaba de la hora en que el tutor, como buen hijo de la perezosa España, acostumbraba dormir la siesta, para darse un hartazgo de palabras almibaradas y demás cosas que sospecho deben darse entre amantes.

El hombre es fuego, la mujer estopa, y como una chispa basta para producir un incendio mayor que el cantado por Homero, viene el demonio de repente y... ¡sopla!

II

Así transcurrieron cinco años en los que, habiendo fallecido D. Blas Medina, entró la joven en el libre goce de su pingüe mayorazgo; y don Carlos colgó la sotana del seminarista, convencido de que Dios no lo llamaba camino de la Iglesia. D. Blas, que en sus mocedades había desempeñado un valioso corregimiento en el Cuzco y acrecido después su fortuna en el comercio, legó a su heredero un caudal nada despreciable.

Echose el mocito a campar por sus respetos, a frecuentar el mundo, del que la austeridad de su difunto padre lo había mantenido a distancia, y a triunfar en toda regla.

El amor que había sentido por Sebastianita se desvaneció. Era amor gastado, y el mozo necesitaba andar a caza de novedades. Olvidó la palabra empeñada de casarse y legitimar a los dos niños habidos de sus secretos amores, y cuando menos lo esperaba la pobre enamorada, recibió una carta en que D. Carlos la noticiaba que había contraído matrimonio in facie ecclesiæ con una hija del capitán de arcabuceros D. Santiago Pedrosa, llamada doña Dolores.

Imagínese el lector el efecto que produciría la esquela en el ánimo de la apasionada mujer. Durante algún tiempo anduvo su honra en lenguas de las comadres de Lima, que hacían de ella mangas y capirotes. Rugíase también que doña Sebastiana no tenía el juicio muy en sus cabales. A la postre, como toda mujer que ha amado frenéticamente a la criatura, se volvió al Creador, lo que en buen romance quiere decir que se tornó beata, y beata de correa, que es otro ítem más; beata de las que leían el librito publicado por un jesuita con el título de Alfalfa espiritual para los borregos de Jesucristo, en el cual se llamaba a la Hostia consagrada pan de perro (pan de pecador).

No obstante, siempre que en el templo o en la calle encontraba al perjuro amante tenían lugar escenas escandalosísimas. Doña Sebastiana no retrocedía en su empeño de volver a cautivar al rebelde, y éste se había empestillado en el tonto capricho de dar al mundo un ejemplo de fidelidad conyugal.

Y así pasaron tres años, hasta que la infeliz se convenció de que nada tenía que esperar del amor de D. Carlos, y entonces resolvió cambiar de táctica y consagrarse a la venganza.

III

Era un día lunes, y al salir D. Carlos de la misa de San Agustín se encontró con su sombra o pesadilla encarnada en Sebastiana.

-Hacedme la merced, Sr. D. Carlos, de escuchar unas pocas palabras que por última vez os quiero decir.

-Estoy a vuestras órdenes, señora mía, siempre que no insistáis en ponerme un afecto que hoy sería un crimen -la contestó el joven.

-Pláceme veros tan leal esposo. Sabéis que observo una vida religiosa y severa, y por ende desechad la aprensión de que os diga nada que recuerde nuestros extravíos.

-Hablad, señora,

-Tengo un hijo bastante rico, como sabéis. En Lima y bajo mi amparo no es posible que adquiera la educación que merece. Mañana zarpa el galeón del Callao para España, y en él marchará el niño a Madrid, donde será asistido por sus parientes. Os ruego que vos, su padre, le echéis la bendición para que alcance próspero viaje.

-Vuestra demanda es justa, señora, y os ofrezco que luego pasaré por vuestra casa.

Mediodía era por filo cuando D. Carlos abrazaba a sus dos hijos en el salón de Sebastiana. Su corazón de padre rebosaba de amor por ellos, y sus caricias y consejos al niño próximo a partir para Europa no tenían límite. La hija, a una indicación de doña Sebastiana, ofreció a su enternecido padre unos bizcochos y una copa de vino de Alicante. D. Carlos comió y bebió con los niños, no sin que la madre les hiciese también la razón, y de pronto su cuerpo se desplomó sobre el canapé.

El infeliz había bebido un narcótico.

IV

Dos horas más tarde una calesa se detenía en el patio de una hacienda próxima a la ciudad.

De ella salieron doña Sebastiana y sus dos niños. El calesero, ayudado de otro esclavo, condujo a D. Carlos exánime al lecho que en una de las habitaciones le tenía preparado la vengativa dama.

Ésta, a solas con su víctima, le ató fuertemente los brazos y los pies, y esperó a que saliese de su fatal letargo.

La impresión de D. Carlos, al volver en sí, no alcanza a pintarla nuestra pluma. Cedemos aquí la palabra al cronista:

«Sebastiana, después de llenar a D. Carlos de improperios, le dijo se preparase para morir en satisfacción de sus perfidias. Llamó en seguida a su hijo, y colocándolo a la vista de su padre, le dijo: «Te quise cuando tu padre fue mi amante. Él me abandonó, burlando mi inocencia, y es esposo de otra mujer, que por él no ha hecho como yo el sacrificio de su honra. Tan vil proceder es el origen del odio que ahora te tengo, en fuerza del que quiero que mueras a presencia de este infame, de quien rechazo conservar prendas que le pertenezcan». Entonces hirió furiosamente al niño, le cortó la cabeza y la arrojó sobre D. Carlos. En seguida llamó a la hija, y con la misma relación y de igual manera la dio muerte. Luego, prodigándole las más atroces injurias, principió a cortar miembro por miembro del cuerpo de D. Carlos, hasta que le vio expirar. Concluida tan horrible carnicería, enterró por la noche, en unión del calesero, los tres cadáveres, y regresó tranquilamente a Lima.

»El alboroto que originó en la ciudad la desaparición de un sujeto tan bienquisto como lo estaba D. Carlos y las diligencias de la familia de su esposa obligaron al virrey a ofrecer por bando dos mil pesos al que diese noticia de Medina, y este aliciente impelió al calesero a revelar el crimen. Grande fue la indignación pública. La delincuente confesó sus delitos en el tormento, y fue sentenciada por la Real Audiencia, a la pena de horca y que le cortasen después las manos, colocándolas en una pica a extramuros de la ciudad, en dirección a la hacienda donde cometió tan horribles crímenes.

»En las cuarenta y ocho horas que permaneció en capilla, no se le notó a tan feroz mujer la menor aflicción. Con gran serenidad decía: «Después de satisfecha mi venganza, aguardo sin temor la muerte».

V

La señora de*** fue la primera mujer ahorcada en la plaza mayor de Lima.

(1860)

Fondo Editorial Periodística Oiga

El Nazareno

De cómo el cordero vistió la piel del lobo

El 30 de marzo de 1763 dio fondo en la bahía del Callao el navío San Damián, portador de pliegos de la corona para el Excmo. Sr. D. Manuel de Amat y Juniet, caballero de la orden de San Juan y virrey del Perú. Por entonces era acontecimiento de gran importancia para los habitantes de Lima la llegada de un buque de Ultramar, y las noticias de que él era conductor proporcionaban por largo tiempo el gasto de las tertulias, comentándose y abultándose hasta tal punto, que en breve no las conociera el que las puso en circulación.

Entre los pasajeros del San Damián venía el capitán de arcabuceros D. Diego de Arellano, nombrado por S. M. para encargarse del mando de una compañía. Era el D. Diego mozo de gentil apostura, alegre como unas castañuelas, decidor como un romance de Quevedo y acaudalado como un usurero de hogaño. Hizo en Italia sus primeras armas, logrando amén de la reputación de valiente, que él tenía en mucho, el grado de capitán, que estimaba en no poco. Traíalo también a América el reclamo de una pingüe herencia, legado de un su tío, minero en el Alto Perú, herencia que sin dificultad fue entregada al sobrino, porque éste no quiso tomarse el trabajo de examinar las cuentas que le presentaban. Con lo que, a costa del generoso heredero y del tío que en mal hora pasara a mejor vida, hicieron su agosto esas hambrientas sanguijuelas que el Diccionario de la lengua llama albaceas. El presente se le ofrecía, pues, ligero, derecho y sin tropiezo como camino de hierro.

Justo es añadir que Arellano encontró en Lima una soberbia acogida. Sus hechos militares le daban fama en el ejército; su empleo y distinción le abrían las puertas de las capas más encopetadas; su gallardía le captaba el interés de las damas, y sus riquezas le aseguraban amigos; porque, antes como ahora, averiguada cosa es que nada hay más simpático que el sonido del oro.

Pero de pronto, los más extraños rumores empezaron a correr acerca del capitán, y aunque en ellos había mucho de verdad, concedamos que algo sería fruto de la maledicencia y de la envidia. La conducta misma de D. Diego daba pábulo a la chismografía, porque todas las noches los espléndidos salones de su casa eran teatro de las más escandalosas orgías. Dejó de visitar la sociedad de buen tono que hasta entonces frecuentara, y diose perdidamente al trato de mujerzuelas y gente de mal vivir.

Un coplero de tres al cuarto, cuyos versos gozaban de gran boga, sin tener ni la chispa satírica ni la originalidad del poeta limeño Juan de Caviedes, escribió unas jácaras contra el capitán, en las que lo llamaba

«sustentador de querellas,

cuba ambulante de vino,

ocupado de contino

en descomponer doncellas».

Y corriendo de mano en mano las maldecidas rimas, y arrebatándoselas los unos a los otros, que de humanos es buscar lo que tiende a la difamación, vino día en que llegaron a las de D. Diego, quien armando de sendas estacas a dos de sus criados, les mandó descargarlas sobre las espaldas del malhadado hijo de Apolo, para escarmiento de poetas vergonzantes y desvergonzados. El pobrete quedó como jaco de gitano: «con el pellejo curtido y ni un solo hueso sano».

No tanto por defender al zurrado coplero cuanto por aversión hacia el capitán, entablaron varios jóvenes pudientes juicio contra él; mas como no alcanzasen a probar que los criados de D. Diego hubiesen sido los instrumentos de la tunda, resultó a la postre que perdieron el pleito con costas, y ainda mais con la obligación de satisfacer al agraviado. Por supuesto que el de Arellano no se conformó con que sus enemigos cantasen el peccavi, y les dijo muy llanamente que era llegada la ocasión de que hablasen los hierros. En consecuencia, tuvo tres desafíos, y tres de sus adversarios sacaron otras tantas heridas de a cuarta; con lo que los demás, acatando la elocuencia que encierra un argumento de lógica toledana, declararon que dejaban al capitán en su buena reputación y fama. Echose tierra sobre el negocio, que terminó como la misa del Viernes Santo, y no se volvió a hablar más de las coplas.

Seguía en tanto el capitán su licencioso sistema de vida, y contábase que estando un domingo en el portal con varios camaradas de vicio, acertó a pasar una dama, notable por su hermosura y recato. Oyendo D. Diego que los otros mancebos hablaban de ella con respeto, se sintió picado y apostó que antes de un mes sería dueño de ese tesoro de virtudes. Desde tal día consagrose a obsequiar a la dama y, en mérito de la brevedad, diremos tan sólo que una noche, después de haber invitado a sus amigos para una orgía, los condujo hasta su dormitorio, en el que se hallaba una mujer.

-¡Mentecatos que creéis en la virtud! -les dijo-. Esa mujer iba hoy a pertenecerme. Pues bien: yo no gusto de gazmoñas Y la cedo al que quiera tomarla.

Por corrompidos que fuesen aquellos calaveras no pudieron reprimir un gesto de horror y salieron de la habitación.

Pocas horas después había en Lima un escándalo más. La deshonra de una mujer hermosa es una victoria para las que envidian su belleza. La desventurada, después de buscar vengador en su hermano, que fue muerto en duelo por D. Diego, tuvo que esconder sus lágrimas y su vergüenza entre las rejas de un claustro.

El descrédito que ésta y otras no menos escandalosas aventuras echaron sobre Arellano, no germinaba tan sólo entre la gente acomodada. Su mala reputación se había popularizado hasta tal punto, que ningún mendigo se atrevía a llegar a la puerta de su casa; porque, a bien librar, llevaba la certidumbre de salir derrengado. Jamás tendió el capitán una mano generosa al infortunio, y hablarle de practicar actos caritativos era excitar su hilaridad, desatándola en epigramas contra las busconas y vagabundos. Sólo se contaban de él malas acciones, y es fama que su vino fue siempre borrascoso.

Con la multitud de historias repugnantes de que era el héroe nuestro capitán, excitó las sospechas del Santo Oficio. No sabemos cómo se las compuso con el terrible Tribunal de la Fe. Ello es que éste se conformó con amonestarle y recomendarle que oyese misa, práctica devota a la que nunca se le vio asistir.

Tal era D. Diego do Arellano, uno de los hombres que en la culta capital del virreinato daba, por sus excentricidades y escándalos, asunto a los corrillos de los desocupados. Y nótese que no lo llamamos el único proveedor de la crónica popular, porque existía otro personaje a quien llamaban el Nazareno, ser misterioso que, al contrario del capitán, representaba sobre la tierra la Providencia de los que sufren.

II

Había por entonces en Lima una asociación de devotos conocida con el nombre de Cofradía de los nazarenos. Reuníanse las noches de los viernes en una celda del convento de la Merced, de donde salían a la capilla que aún existe contigua al templo, para celebrar la religiosa distribución de las caídas del Señor; terminada la cual esparcíanse por la ciudad, recogiendo y dando limosnas.

Vestían los cofrades aquellas noches una larga túnica morada, ceñida por una cuerda de cáñamo, cubriéndoles la cabeza una capucha del mismo color. Gozaban de gran predicamento en el pueblo; porque, al cabo, él era quien sacaba provecho de la caritativa hermandad.

La estimación por los nazarenos tomó mayores creces desde que en 1763 se afilió en ella un hombre de distinguido continente, que recatándose el rostro en el embozo asistía a las sesiones, que se escondía de los demás para vestir la túnica de la orden, a quien nadie oyó tomar parte en los debates. Todo hacía presumir que fuese persona notable el callado y misterioso nazareno.

Un comerciante muy estimado por su probidad, se encontró un día por consecuencia de malas especulaciones en completa bancarrota. Sus émulos, como sucede siempre, empezaron a murmurar de su honradez; y desesperado el buen hombre, se encerró en su cuarto, preparó un veneno, y resuelto al suicidio, principió a poner en orden los documentos que justificaban su conducta mercantil. Terminaba ya esta operación cuando se le apareció un nazareno; y aunque no ha llegado hasta nosotros la conversación que medió, baste decir que pocas horas más tarde el comerciante satisfizo a sus acreedores y que en breve tiempo restableció su fortuna y el crédito de su casa. Dos años después quiso devolver al nazareno la fuerte suma que le prestara; pero su incógnito salvador le ordenó que fundase una escuela para niños y que el resto lo dividiese entre los necesitados.

En los conventos de monjas se encontraban muchas jóvenes que, anhelando tomar el velo, no podían verificarlo por carecer de la dote prevenida por las constituciones monásticas. Un día el encubierto nazareno se acercó a las superioras o abadesas, poniendo en sus manos el dinero necesario para que fueran admitidas las nuevas esposas del Señor.

Todo aquel que sufría esperaba la noche del viernes. El nazareno parecía multiplicarse y nunca era aguardado en vano. Siempre tenía un alivio para la miseria, un consuelo para el dolor.

Pero este hombre, que era el protector del huérfano y la esperanza del pobre, ¿por qué se encerraba en tan profundo misterio? Nadie logró ver jamás su rostro, y como practicaba el bien sin ostentarlo, el pueblo, que es supersticioso con lo que está fuera de lo común y que en toda buena acción encontraba la huella del nazareno, dio en reverenciarlo como a santo y aun en atribuirle milagros.

Mas antes de abandonar al nazareno, plácenos referir una aventura, que entre las muchas consejas que sobre él corren y que dejamos en el tintero, nos ha parecido digna de ver la luz. Cumple también a nuestro propósito abandonar por un momento la pluma del cronista, para copiar de ese libro que se llama la sociedad uno de los cuadros más íntimos.

III

Episodio de la historia de un libertino

Nunca, hasta aquella noche, habían mis ojos contemplado una mujer tan bella. En su frente juvenil llevaba un no sé qué de vaga y misteriosa melancolía, y al través de sus largas y negras pestañas se adivinaba una lágrima.

¿Cómo la conocí?

Mancebo emprendedor y calavera la había encontrado al cruzar una calle; y aunque el manto que la cubría no me permitió ver sus facciones, presentí que era joven y hermosa. La dirigí algunas triviales galanterías que, después de obstinado silencio, rechazó con dignidad. Me encapriché en acompañarla a su casa, sin que su resistencia fuera bastante a obligarme a desistir de mi propósito.

Al arrojar el manto que la ocultaba el rostro, quedé inmóvil y extasiado ante un tesoro tal de hermosura y perfecciones. Esa niña llevaba en su ser algo de seráfico, porque su magnífica belleza no hablaba a los sentidos.

Cuando, pasada la primera impresión, examiné la habitación en que me hallaba, vi que era un pequeño cuarto con puerta a la calle de la Recoleta. La más espantosa miseria reinaba en torno suyo.

Mi fascinación se cambió entonces en respeto por esa criatura tan joven y tan sublimemente bella, que, en medio de la corrupción que domina a la humanidad, había podido resistir a la indigencia. Su pobreza me revelaba que era una flor que crecía al borde del abismo. Y sin embargo, si ella lo hubiera querido habría cambiado su situación por el lujo y la opulencia, poniendo como otras desventuradas en subasta sus encantos. Sobre la tierra abundan viejos cínicos, que derrochan el oro para comprar las caricias de esos ángeles manchados con el lodo de la prostitución.

La joven abrió una segunda puerta y me hizo penetrar en otro cuarto escasamente alumbrado por una lamparilla colocada ante la imagen de María. En los extremos se descubrían dos camas de tabla. En una de ellas estaba acostada una mujer y en la otra un anciano, los que al vernos entrar gritaron con voz angustiosa:

-¡Rosa... tengo hambre!

La pobre niña los acarició y les repartió una escudilla de comida. Los ancianos devoraron el alimento, hasta que, saciados, volvieron a gemir exclamando:

-¡Rosa... tengo sed!

Después de haberlos hecho beber, la joven se arrodilló en medio de ambos lechos, repartiendo sus cuidados y consuelos entre los dos infelices, mientras que yo, mudo de estupor, apartaba la vista de tan doloroso cuadro.

Pocos momentos después quedaron dormidos y Rosa me hizo una seña de que la siguiera a la habitación inmediata. Balbuceaba ya una pregunta, cuando ella, anticipándose a mi pensamiento, me dijo ahogando un sollozo:

-Son mis padres... y están locos por mi causa.

Y el llanto bañó abundosamente sus mejillas. Yo comprendí y respeté ese dolor sin nombre permanecimos por largo rato silenciosos.

Al fin se decidió a contarme su historia, que era sobrado sencilla.

Hija única de padres que gozaban de una decente medianía, fue seducida y más tarde abandonada por un libertino. Ante la publicidad de su deshonra y sin medio alguno para repararla, porque el infame había huido de Lima, los padres de Rosa perdieron la razón, sin que los sacrificios y desvelos de ella, que desde ese día se consagró a cuidarlos, bastasen a devolverles el destello divino que distingue al racional del bruto. La miseria, por otra parte, es mal médico; y Rosa no se atrevió a enviarlos al hospital de locos, porque comprendía el bárbaro tratamiento que allí se daba a los enfermos.

La niña calló; y yo, profundamente conmovido, me despedí con religioso respeto de aquel ángel que, lleno de abnegación y de ternura, había sido colocado por Dios para velar sobre los últimos días de dos ancianos.

Cristo que perdonó a Magdalena porque amó mucho, habría también compadecido a esta mujer, que con tan severa expiación purgaba el delito de haber sentido latir un corazón dentro del pecho, de haber obedecido a esa ley de todos los seres que se llama amor.

IV

¿Quién contó al Nazareno el episodio que acabamos de bosquejar?

Sólo sabemos que a la siguiente noche, vestido con el hábito penitente, se apareció en el humilde cuarto de Rosa y que, a fuerza de esmero y de una costosa asistencia, consiguió poco a poco devolver la razón a los ancianos y la calma a la desventurada joven.

Pero como la gratitud casi siempre es bulliciosa, la hija publicó cuanto debía al Nazareno, a pesar del empeño que éste mostró para que el misterio rodease su buena acción.

V

Era la última hora de la tarde de un día de septiembre del año 1767. La campana de San Pablo acababa de dar el solemne toque de oración, cuando el Nazareno penetró en la portería del convento de los padres jesuitas y se dirigió a la celda del Superior. Recibido por éste, puso en sus manos un pliego cerrado. El jesuita examinó detenidamente el sello, y sin abrir el pliego, como si por alguna marca de la cera hubiera adivinado el contenido, se volvió hacia el portador y le dijo:

-Gracias, hermano. Los hijos de Loyola no olvidaremos nunca todo el bien que nos hacéis.

Aquel Oía había fondeado en el Callao un buque de guerra con procedencia de España. El comandante pasó inmediatamente a Lima y entregó al virrey Amat las comunicaciones de que era conductor.

En el mismo instante daba el Nazareno al Superior de los jesuitas el pliego de que ya hemos hablado.

El virrey se encerró en su gabinete a leer la correspondencia. A las once de la noche regresó del teatro, convocó a la Real Audiencia y, vivamente afectado, puso en su conocimiento que se iba a proceder a la expulsión de los jesuitas. El virrey dictó algunas providencias, y tanto a los oidores como a los individuos que venían a contestarle sobre el cumplimiento de las medidas que les había ordenado, les impuso su excelencia arresto en una sala de palacio. El objeto era que no fuese conocida por los padres la real orden hasta que llegase el momento de la sorpresa.

Pero averiguada cosa es -dice un escritor contemporáneo- que el mismo buque que condujo las comunicaciones para el virrey, traía también instrucciones privadas del Superior de los jesuitas en Madrid. Está envuelto en el misterio el medio que empleó para comunicar sus instrucciones al Superior de Lima, y por la misma nave, y no habiendo en ese día pisado tierra más persona que el comandante, quien ignoraba el contenido de la comunicación real.

Daban las doce de la noche cuando un alcalde de casa y corte, seguido de escribas, corchetes y demás familia menuda de la cohorte que se ocupa en justiciar, tocaban en la portería de San Pablo para cumplir la disposición del ministro de Carlos III, por la que en un mismo día fueron expulsados de las Indias los temidos discípulos de Loyola.

El hermano portero recibió a la comitiva como quien esperaba la visita.

Y así era la verdad. El Superior había congregado desde las ocho de la ocho de la noche a los demás padres, hecho venir a cinco o seis que se hallaban ausentes del convento, y dádoles cuenta del pliego que recibió del Nazareno. Al llegar la comisión del virrey, todos los hermanos, sin faltar uno, estaban sentados en el espacioso y monumental salón del refectorio, con el breviario en la mano y un pequeño bulto de ropa a los pies.

Las instrucciones del conde de Aranda prevenían al virrey que la comunidad se reuniese al toque de campana, que se mantuviese a los padres en la sala capitular y que el Superior mandase buscar a los ausentes. Los comisionados nada tuvieron que hacer en tales puntos. Esto demuestra que también al Superior de Lima le había remitido el de la orden, en Madrid, copia de las prevenciones del ministro.

La real orden fechada en el Pardo a 5 de abril de aquel año fue cumplida en todas sus partes. A la una de la madrugada marcharon los jesuitas al Callao, y a las cinco ponían la planta sobre la cubierta del navío de guerra San José Peruano, que por la tarde se perdió de vista en el horizonte, conduciendo a los que por ciento noventa y nueve años habían ejercido gran dominio en el virreinato.

Los jesuitas -dice Scribener- supieron tomar venganza de la traición practicada con ellos, burlando la avaricia. Por eso se cree que hay fabulosas riquezas enterradas en San Pedro, y hemos visto en nuestros días una sociedad que, con permiso del gobierno, se ocupó en hacer excavaciones para encontrar un tesoro que no había guardado y que puso el templo a riesgo de desplomarse sobre los fieles.

Es fama que también el Superior de las misiones del Paraguay, que se hallaba aquel día a cuarenta leguas de Salta, en una reducción de indios llamada Miraflores, tuvo aviso del golpe que iba a recibir la Compañía, cuatro horas antes de la designada, y que al intimársele el regio mandato contestó sonriendo:

-Tomad las llaves, y ved que nos llevamos un tesoro en el breviario.

Mucho se ha repetido que la expulsión de los jesuitas fue para ellos una sorpresa. Algunos documentos históricos que hemos consultado, y los pormenores mismos sobre la manera como se cumplió la real cédula en Lima, nos están demostrando lo contrario.

Esa orden, tan tenazmente combatida, vuelve en pleno siglo XIX a pretender el dominio de la conciencia humana. Cadáver que como el fénix mitológico renace de sus cenizas, se presenta con nuevas y poderosas armas al combate. La lucha está empeñada. ¡Que Dios ayude a los buenos!

VI

Una mañana de noviembre del año 1774, al abrirse las puertas de la iglesia de la Merced, fueron invadidas sus naves por inmensa muchedumbre.

En el centro del templo, débilmente iluminado, y sobre un modesto catafalco, se veía una caja mortuoria rodeada de los indispensables blandones.

Indudablemente iba a celebrarse allí un oficio de difuntos, y el menos avisado podía conocer, por la pobreza de adorno y de luces, que no se trataba de un funeral como los que la vanidad humana consagra a los magnates. Tampoco era de pensar que el muerto fuese persona querida para el pueblo por sus virtudes o respetada por su talento; porque a serlo, algún signo de dolor se habría notado en los semblantes.

Por el contrario, se diría que la multitud se hallaba convidada para una fiesta; y si el observador se acercaba a los grupos oiría sólo imprecaciones, en escala cada vez mayor, a la memoria del difunto.

-Es un escándalo que entierren a ese perro excomulgado en lugar santo -murmuraba una vieja, santiguándose con la punta de la correa que pendía de su hábito de beata.

-Calle usted, comadre- añadía un lego del convento, mozo de cara abotargada, con un costurón de más en el jeme y algunos dientes de menos-. Apuesto un rosario de quince misterios a que su patrón el demonio se ha robado ya de la caja el cuerpo de ese hereje.

-Doy fe y certifico que el dichoso capitán está ya achicharrado en el infierno- declaraba, con el estupendo aplomo de la gente de su oficio, un escribano de la Real Audiencia, sorbiendo entre palabra y palabra sendas narigadas del cucarachero.

Pero estos murmullos aislados no justifican aún lo bastante el motivo que atraía al templo a la multitud; y para que el lector no se devane el cerebro por acertarlo, le diremos brevemente que, arruinado en su salud por los excesos de la vida caprichosa, y en su fortuna, que se creía inagotable, acababa de pasar al mundo de la verdad el capitán D. Diego de Arellano, disponiendo en su testamento que se vendiese el mezquino y gastado ajuar de su casa, repartiéndose el importe entre los pobres el día del entierro. Así, el que vivo no había dado limosna, era útil en su muerte a los mendigos.

Ítem más, mandaba el susodicho capitán que, al terminarse la función fúnebre y antes de ser su cuerpo conducido a la bóveda, leyese el sacerdote oficiante, en voz clara y sonora, un pliego que, cerrado y lacrado, se hallaba aquella mañana sobre el ataúd, y al que nadie osaba tocar, de miedo que despidiese algún calorcillo infernal.

Queda explicado, pues, que la afluencia del pueblo no era por recibir escasa limosna, en mi entierro al que hasta las plañideras (mujeres cuyo oficio era llorar por aquellos a quienes habían conocido tanto como a la ballena de Jonás) se negaron a funcionar, sino por la curiosidad de saber el contenido del pliego.

La fúnebre ceremonia había ya terminado y se acercaba el momento con tanta ansiedad esperado. Un glacial silencio reinó en la iglesia, cuando el sacerdote tomó en sus manos el pliego y rompió el sello. En el papel sólo había dos líneas escritas.

Pero apenas dio a ellas lectura el ministro de Jesucristo, cuando el pueblo todo, como impelido por un resorte, cayó de rodillas.

Al salir del templo, más de una lágrima no había sido aún enjugada y el dolor estaba pintado en todos los semblantes.

Aquellas lágrimas, hijas de corazones agradecidos, debieron llegar al trono del Altísimo, como una ofrenda purificadora para el alma de aquel que, desde su lecho de muerte, decía en el pliego que leyó el sacerdote:

¡ROGAD POR MÍ!

YO HE SIDO EL NAZARENO.

(1859)

Fondo Editorial Periodística Oiga

La casa de Pilatos

Frente a la capilla de la Virgen del Milagro hay una casa de especial arquitectura, casa sui géneris y que no ofrece punto de semejanza con ninguna otra de las de Lima. Sin embargo de ser anchuroso su patio, la casa es húmeda y exhala húmedo vapor. Tiene un no sé qué de claustro, de castillo feudal y de casa de ayuntamiento.

Que la casa fue de un conquistador, compañero de Pizarro, lo prueba el hecho de estar la escalera colocada frente a la puerta de la calle; pues tal era una de las prerrogativas acordadas a los conquistadores. Hoy no llegan a diez las casas que conservan la escalera fronteriza.

El extranjero que pasa por la calle del Milagro se detiene involuntariamente en su puerta y lanza al interior mirada escudriñadora. Y lo particular es que a los limeños nos sucede lo mismo. Es una casa que habla a la fantasía. Ni el Padre Santo de Roma le hará creer a un limeño que esa casa no ha sido teatro de misteriosas leyendas.

Y luego, la casa misteriosa fue conocida, desde hace tres o cuatro generaciones, con nombre a propósito para que la imaginación se eche retozar. Nuestros abuelos y nuestros padres la llamaron la casa de Pilatos, y así la llamamos nosotros y la llaman nuestros hijos. ¿Por qué? ¿Acaso Poncio Pilatos fue propietario en el Perú?

Entre mis manos y bajo mis espejuelos he tenido los títulos que el actual dueño, compadeciendo acaso mi manía de embelesarme con antiguallas, tuvo la amabilidad de permitirme examinar; y de ellos no aparece que el pretor de Jerusalén hubiera tenido arte ni parte en la fábrica del edificio, cuya área mide cuarenta varas castellanas de frente por sesenta y ocho de fondo.

Y sin embargo, la casa se llama de Pilatos. ¿Por qué?

Voy a satisfacer la curiosidad del extranjero, contando lo mismo que las viejas cuentan y nada más. Se pela la frente el lector limeño que piense que sobre la casa de Pilatos voy a decirle algo que él no se tenga sabido.

La casa se fabricó en 1590, esto es, medio siglo después de la fundación de Lima y cuando los jesuitas acababan de tomar cédula de vecindad en esta tierra de cucaña. Fue el padre Ruiz del Portillo, Superior de ellos, quién delineó el plano; pues ligábalo estrecha amistad con un rico mercader español apellidado Esquivel, propietario del terreno.

Con maderas y ladrillos sobrantes de la fábrica de San Francisco y que Esquivel compró a ínfimo precio, se encargó el mismo arquitecto que edificaba el colegio máximo de San Pablo de construir la casa misteriosa, edificio sólido y a prueba de temblores, que no pocos ha resistido sin experimentar desperfecto.

Por medio de una ancha galería, sótano o bóveda subterránea, de seis cuadras de longitud, está la fábrica en comunicación con el convento de San Pedro que habitaron los jesuitas.

Ese subterráneo que, previo permiso del actual propietario de la casa, puede visitar el curioso que de mis afirmaciones dude, les vendrá de perilla a los futuros escritores de novelas patibularias. En el sótano pueden hacer funcionar holgadamente contrabandistas, y conspiradores, y monederos falsos, y caballeros aherrojados, y doncellas tiranizadas, y todo el arsenal romántico romancesco. ¡Cuando yo digo que la casa de Pilatos está llamada a dar en el porvenir mucha tela que cortar!

¿Para qué se hizo este subterráneo? Ni lo sé ni me interesa saberlo.

La casa hasta 1635 sirvió de posada y lonja a mineros y comerciantes portugueses. Treinta y siete mil pesos de a ocho había invertido Esquivel en la fábrica, y los arrendamientos le producían un interés más que decente del capital empleado. Época hubo también en que, hallándose la plaza del mercado situada en San Francisco, fue el patio de la casa de Pilatos ocupado por los vendedores de fruta.

Heredó la casa doña María de Esquivel y Járava, esposa de un general español; y muerta ella, la Inquisición, que por censos tenía un crédito de ochocientos pesos, y otros acreedores, formaron concurso. Duró tres años la tramitación del expediente, y en 1694 se decretó el remate de la finca para satisfacer acreencias que subían a doce mil pesos.

D. Diego de Esquivel y Járava, natural del Cuzco, caballero de Santiago y que en 1687 obtuvo título de marqués de San Lorenzo de Valleumbroso, no quiso consentir en que la casa de su tía abuela pasara a familia extraña; y después de pagar acreedores, dio a los herederos veintiocho mil pesos.

Después de la Independencia cesó la casa de formar parte del mayorazgo de Valleumbroso y pasó a otros propietarios, circunstancia muy natural y sin importancia para nosotros.

Olvidaba apuntar que en tiempo del virrey Amat, a propósito de la expulsión de los jesuitas, se dijo que del sótano de la casa se había sacado un tesoro. No afirmo, consigno el rumor.

Pero a todo esto, ¿por qué se llama esa la casa de Pilatos? No digas, lector, que se me ha ido el santo al cielo. Ten paciencia, que allá vamos.

Cuenta el pueblo que por agosto de 1635 y cuando la casa estaba arrendada a mineros y comerciantes portugueses, pasó por ella, un viernes a media noche, cierto mozo truhán que llevaba alcoholizados los aposentos de la cabeza. El portero habría probablemente olvidado echar cerrojo, pues el postigo de la puerta estaba entornado. Vio el borrachín luces en los altos, sintió algún ruido o murmullo de gente, y confiando hallar allí jarana y moscorrofio, atreviose a subir la escalera de piedra, que es, dicho sea de paso, otra de las curiosidades que el edificio ofrece.

El intruso adelantó por los corredores hasta llegar a una ventana, tras cuya celosía se colocó, y pudo a sus anchas examinar un espacioso salón profusamente iluminado y cuyas paredes estaban cubiertas por tapices de género negro.

Bajo un dosel vio sentado a uno de los hombres más acaudalados de la ciudad, el portugués D. Manuel Bautista Pérez, y hasta cien compatriotas de éste en escaños, escuchando con reverente silencio el discurso que les dirigía Pérez y cuyos conceptos no alcanzaba a percibir con claridad el espía.

Frente al dosel y entre blandones de cera había un hermoso crucifijo de tamaño natural.

Cuando terminó de hablar Pérez, todos los circunstantes menos éste fueron por riguroso turno levantándose del asiento, avanzaron hacia el Cristo y descargaron sobre él un fuerte ramalazo.

Pérez, como Pilatos, autorizaba con su impasible presencia el escarnecedor castigo.

El espía no quiso ver más profanaciones, escapó como pudo y fue con el chisme a la Inquisición, que pocas horas después echó la zarpa encima a más de cien judíos portugueses.

Al judío Manuel Bautista Pérez le pusieron los católicos limeños el apodo de Pilatos, y la casa quedó bautizada con el nombre de casa de Pilatos.

Tal es la leyenda que el pueblo cuenta. Ahora veamos lo que dicen los documentos históricos.

En la Biblioteca de Lima existe original el proceso de los portugueses, y de él sólo aparece que en la calle del Milagro existió la sinagoga de los judíos, cuyo rabino o capitán grande (como dice el fiscal del Santo Oficio) era Manuel Bautista Pérez. El fiscal habla de profanación de imágenes; pero ninguna minuciosidad refiere en armonía con la popular conseja.

El juicio duró tres años. Quien pormenores quiera, búsquelos en mis Anales de la Inquisición de Lima.

Pérez y diez de sus correligionarios fueron quemados en el auto de fe de 1639, y penitenciados cincuenta portugueses más, gente toda de gran fortuna. Parece que al portugués pobre no le era lícito ni ser judío, o que la Inquisición no daba importancia a descamisados.

Y no sé más sobre Pilatos ni sobre su casa.

(1868)

Fondo Editorial Periodística Oiga

¡Pues bonita soy yo, la Castellanos!

A Simón y Juan Vicente Camacho

Mariquita Castellanos era todo lo que se llama una real moza, bocado de arzobispo y golosina de oidor. Era como para cantarla esta copla popular:

«Si yo me viera contigo,

la llave a la puerta echada,

y el herrero se muriera,

y la llave se quebrara...».

¿No la conociste, lector?

Yo tampoco; pero a un viejo, que alcanzó los buenos tiempos del virrey Amat, se me pasaban las horas muertas oyéndole referir historias de la Marujita, y él me contó la del refrán que sirve de título a este artículo.

Mica Villegas era una actriz del teatro de Lima, quebradero de cabeza del excelentísimo señor virrey de estos reinos del Perú por S. M. Carlos III, y a quien su esclarecido amante, que no podía sentar plaza de académico por su corrección en eso de pronunciar la lengua de Castilla, apostrofaba en los ratos de enojo, frecuentes entre los que bien se quieren, llamándola Perricholi. La Perricholi, de quien pluma mejor cortada que la de este humilde servidor de ustedes ha escrito la biografía, era hembra de escasísima belleza. Parece que el señor virrey no fue hombre de paladar muy delicado.

María Castellanos, como he tenido el gusto de decirlo, era la más linda morenita limeña que ha calzado zapaticos de cuatro puntos y medio.

«Como una y una son dos,

por las morenas me muero:

lo blanco, lo hizo un platero;

lo moreno, lo hizo Dios».

Tal rezaba una copla popular de aquel tiempo, y a fe que debió ser Marujilla la musa que inspiró al poeta. Decíame, relamiéndose, aquel súbdito de Amat que hasta el sol se quedaba bizco y la luna boquiabierta cuando esa muchacha, puesta de veinticinco alfileres, salía a dar un verde por los portales.

Pero así como la Villegas traía al retortero nada menos que al virrey, la Castellanos tenía prendido a sus enaguas al empingorotado conde de ***, viejo millonario, y que, a pesar de sus lacras y diciembres, conservaba afición por la fruta del paraíso. Si el virrey hacía locuras por la una, el conde no le iba en zaga por la otra.

La Villegas quiso humillar a las damas de la aristocracia, ostentando sus equívocos hechizos en un carruaje y en el paseo público. La nobleza toda se escandalizó y arremolinó contra el virrey. Pero la cómica, que había satisfecho ya su vanidad y capricho, obsequió el carruaje a la parroquia de San Lázaro para que en él saliese el párroco conduciendo el Viático. Y téngase presente que, por entonces, un carruaje costaba un ojo de la cara, y el de la Perricholi fue el más espléndido entre los que lucieron en la Alameda.

La Castellanos no podía conformarse con que su rival metiese tanto ruido en el mundo limeño con motivo del paseo en carruaje.

-¡No! Pues como a mí se me encaje entre ceja y ceja, he de confundir el orgullo de esa pindonga. Pues mi querido no es ningún mayorazgo de perro y escopeta, ni aprendió a robar como Amat de su mayordomo, y lo que gasta es suyo y muy suyo, sin que tenga que dar cuenta al rey de dónde salen esas misas. ¡Venirme a mí con orgullitos y fantasías, como si no fuera mejor que ella, la muy cómica! ¡Miren el charquito de agua que quiere ser brazo de río! ¡Pues bonita soy yo, la Castellanos!

Y va de digresión. Los maldicientes decían en Lima que, durante los primeros años de su gobierno, el excelentísimo señor virrey don Manuel de Amat y Juniet, caballero del hábito de Santiago y condecorado con un cementerio de cruces, había sido un dechado de moralidad y honradez administrativas. Pero llegó un día en que cedió a la tentación de hacerse rico, merced a una casualidad que le hizo descubrir que la provisión de corregimientos era una mina más poderosa y boyante que las de Pasco y Potosí. Véase cómo se realizó tan portentoso descubrimiento.

Acostumbraba Amat levantarse con el alba (que, como dice un escritor amigo mío, el madrugar es cualidad de buenos gobernantes), y envuelto en una zamarra de paño burdo descendía al jardín de palacio, y se entretenía hasta las ocho de la mañana en cultivarlo. Un pretendiente al corregimiento de Saña o Jauja, los más importantes del virreinato, abordó al virrey en el jardín, confundiéndolo con su mayordomo, y le ofreció algunos centenares de peluconas por que emplease su influjo todo con su excelencia a fin de conseguir que él se calzase la codiciada prebenda.

-¡Por vida de Santa Cebollina, virgen y mártir, abogada de los callos! ¿Esas teníamos, señor mayordomo? -dijo para sus adentros el virrey; y desde ese día se dio tan buenas trazas para hacer su agosto sin necesidad de acólito, que en breve logró contar con fuertes sumas para complacer en sus dispendiosos caprichos a la Perricholi, que, dicho sea de paso, era lo que se entiende por manirrota y botarate.

Volvamos a la Castellanos. Era moda que toda mujer que algo valía tuviese predilección por un faldero. El de Marujita era un animalito muy mono, un verdadero dije. Llegó a la sazón la fiesta del Rosario, y asistió a ella la querida del conde muy pobremente vestida y llevando tras sí una criada que conducía en brazos al chuchito. Ello dirás, lector, que nada tenía de maravilloso; pero es el caso que el faldero traía un collarín de oro macizo con brillantes como garbanzos.

Mucho dio que hablar durante la procesión la extravagancia de exhibir un perro que llevaba sobre sí tesoro tal; pero el asombro subió de punto cuando, terminada la procesión, se supo que Cupido con todos sus valiosos adornos había sido obsequiado por su ama a uno de los hospitales de la ciudad, que por falta de rentas estaba poco menos que al cerrarse.

La Mariquita ganó desde ese instante, en las simpatías del pueblo y de la aristocracia, todo lo que había perdido su orgullosa rival Mica Villegas; y es fama que siempre que la hablaban de este suceso, decía con énfasis, aludiendo a que ninguna otra mujer de su estofa la excedería en arrogancia y lujo: «¡Pues no faltaba más! ¡Bonita soy yo, la Castellanos!».

Y tanto dio en repetir el estribillo, que se convirtió en refrán popular, y como tal ha llegado hasta la generación presente.

(1870)

Fondo Editorial Periodística Oiga

Justos y pecadores

De cómo el lobo visitó la piel del cordero

A don José María Torres Caicedo

Cuchilladas

Allá por los buenos tiempos en que gobernaba estos reinos del Perú el Excmo. Sr. D. Gaspar de Zúñiga y Acevedo, conde de Monterrey, arremolinábase a la caída de una tarde de junio del año de gracia 1605, gran copia de curiosos a la puerta de una tienda con humos de bodegón situada en la calle de Guitarreros, que hoy se conoce con el nombre de Jesús Nazareno, calle en la cual existió la casa de Pizarro. Sobre su fachada, a la que daba sombra el piso de un balcón, leíase en un cuadro de madera y en deformes caracteres:

IBIRIJUITANGA

BARBERÍA Y BODEGÓN

Algo de notable debía pasar en lo interior de aquel antro, pues entre la apiñada muchedumbre podía el ojo menos avizor descubrir gente de justicia, vulgo corchetes, armados de sendas varas, capas cortas y espadines de corvo gavilán.

-¡Por el rey! ¡Ténganse a la justicia de su majestad! -gritaba un golilla de fisonomía de escuerzo y aire mandria y bellaco si los hubo.

Y entretanto menudeaban votos y juramentos, rodaban por el suelo desvencijadas sillas y botellas escuetas, repartíanse cachetes como en el rosario de la aurora, y los alguaciles no hacían baza en la pendencia, porque a fuer de prudentes huían de que les tocasen el bulto. De seguro que ellos no habrían puesto fin al desbarajuste sin el apoyo de un joven y bizarro oficial que cruzó de pronto por en medio de la turba, desnudó la tizona, que era de fina hoja de Toledo, y arremetió a cintarazos con los alborotadores, dando tajos a roso y velloso; a este quiero, a este no quiero; ora de punta, ora de revés. Cobraron ánimo los alguaciles, y en breve espacio y atados codo con codo condujeron a los truhanes a la cárcel de la Pescadería, sitio adonde en nuestros democráticos días, y en amor y compaña con bandidos, suelen pasar muy buenos ratos liberales y conservadores, rojos y ultramontanos. ¡Ténganos Dios de su santa mano y sálvenos de ser moradores de ese zaquizamí!

Era el caso que cuatro tunantes de atravesada catadura, después de apurar sendos cacharros de lo tinto hasta dejar al diablo en seco, se negaban a pagar el gasto, alegando que era vitriolo lo que habían bebido, y que el tacaño tabernero los había pretendido envenenar.

Era éste un hombrecillo de escasa talla, un tanto obeso y de tez bronceada, oriundo del Brasil y conocido sólo por el apodo de Ibirijuitanga. En su cara abotagada relucían dos ojitos más pequeños que la generosidad de un avaro, y las chismosas vecinas cuchicheaban que sabía componer hierbas; lo que más de una vez le puso en relaciones con el Santo Oficio, que no se andaba en chiquitas tratándose de hechiceros, con gran daño de la taberna y de los parroquianos de su navaja, que lo preferían a cualquier otro. Y es que el maldito, si bien no tenía la trastienda de Salomón, tampoco pecaba de tozudo, y relataba al dedillo los chichisbeos de las tres veces coronada ciudad de los Reyes, con notable contentamiento de su curioso auditorio. Ainda mais, mientras él jabonaba la barba, solía alcanzarle limpias y finas toallas de lienzo flamenco su sobrina Transverberación, garrida joven de diez y ocho eneros, zalamera, de bonita estampa y recia de cuadriles. Era, según la expresión de su compatriota y tío, una linda menina, y si el cantor de Los Lusiadas, el desgraciado amante de Catalina de Ataide, hubiera, antes de perder la vista, colocado su barba bajo las ligeras manos y diestra navaja de Ibirijuitanga, de fijo que la menor galantería que habría dirigido a Transverberación habría sido llamarla:

Rosa de amor, rosa purpúrea y bella.

Y ¡por el gallo de la Pasión! que el bueno de Luis de Camoens no habría sido lisonjero, sino justo apreciador de la hermosura.

No embargante que los casquilucios parroquianos de su tío la echaban flores y piropos, y la juraban y perjuraban que se morían por sus pedazos, la niña, que era bien doctrinada, no los animó con sus palabras a proseguir el galanteo. Cierto es que no faltó atrevido, fruta abundante en la viña del Señor, que se avanzase a querer tomar la medida de la cenceña cintura de la joven; por ella, mordiéndose con ira los bezos, levantaba una mano mona y redondica, y santiguaba con ella al insolente, diciéndole:

-Téngase vuesa merced, que no me guarda mi tío para plato de nobles pitofleros.

Ello es que toda la parroquia convino al fin en que la muchacha era linda como un relicario y fresca como un sorbete, pero más cerril e inexpugnable que fiera montaraz. Dejaron, por ende, de requerirla de amores y se resignaron con la charla sempiterna y entretenida del barbero.

¡Pero es un demonio esto de apasionarse a la hora menos pensada! Puede la mujer ser todo lo quisquillosa que quiera y creer que su corazón está libre de dar posada a un huésped. Viene una día en que la mujer tropieza por esas calles, alza la vista y se encuentra con un hombre de sedoso bigote, ojos negros, talante marcial..., y ¡échele usted un galgo a todos los propósitos de conservar el alma independiente! La electricidad de la simpatía ha dado un golpe en el pericardio del corazón. ¿A qué puerta tocan que no contesten quién es?

«Es el amor un bicho

que, cuando pica,

no se encuentra remedio

ni en la botica».

Razón sobrada tuvo don Alfonso el Sabio para decir que si este mundo no estaba mal hecho, por lo menos lo parecía. Si él hubiera corrido con esos bártulos, como hay Dios que nos quedamos sin simpatía, y por consiguiente sin amor y otras pejigueras. Entonces hombres y mujeres habríamos vivido asegurados de incendios. Repito que es mucho cuento esto de la simpatía, y mucho que dijo bien el que dijo:

«El amor y la naranja

se parecen infinito:

pues por muy dulces que sean

tienen de agrio su poquito».

Transverberación sucumbió a la postre, y empezó a mirar con ojos tiernos al capitán don Martín de Salazar, que no era otro el que en el día que empieza nuestro relato prestó tan oportuno auxilio al tabernero. Terminada la pendencia, cruzáronse entre ella y el galán algunas palabras en voz baja, que así podían ser manifestaciones de gratitud como indicación de una cita; y aunque no pararon mientes en ellas los agrupados curiosos, no sucedió lo mismo con un embozado que se hallaba en la puerta de la tienda y que murmuró:

-¡Por el siglo de mi abuela! ¡Lléveme el diablo si ese malandrín de capitán no anda en regodeos con la muchacha y si no es por ella su resistencia a devolver la honra a mi hermana!

II

Doña Engracia en Toledo

En un salón de gótico mueblaje está una dama reclinada sobre un mullido diván. A su lado y en una otomana se halla un joven leyéndola en voz alta y en un infolio forrado en pergamino la vida del santo del día. ¡Benditos tiempos en los que, más que el sentimiento, la rutina religiosa hacía gran parte del gasto de la existencia de los españoles!

Pero la dama no atiende a los milagros que cuenta el Año Cristiano, y toda su atención está fija en el minutero de un reloj de péndola, colgado en un extremo del salón. No hay más impaciente que la mujer que espera a un galán.

Doña Engracia de Toledo, que ya es tiempo de que saquemos su nombre a relucir, es una andaluza que frisa en los veinticuatro años, y su hermosura es realzada por ese aire de distinción que imprimen siempre la educación y la riqueza. Había venido a América con su hermano D. Juan de Toledo, acaudalado propietario de Sevilla, que ejercía en Lima el cargo de proveedor de la real armada. Doña Engracia pasaba sus horas en medio del lujo y el ocio, y no faltaron damas que sintiéndose humilladas se echaron a averiguar el abolengo de la orgullosa rival, y descubrieron que tenía sangre alpujarreña, que sus ascendientes eran moros conversos que alguno de ellos había vestido el sambenito de relapso. Para esto de sacar los trapitos a la colada las mujeres han sido y serán siempre lo mismo, y lo que ellas no sacan en limpio no lo hará Satanás con todo su poder de ángel precito. Rugíase también que doña Engracia estaba apalabrada para casarse con el capitán D. Martín de Salazar; mas como el enlace tardaba en realizarse, circularon rumores desfavorables para la honra y virtud de la altiva dama.

Nosotros, que estamos bien informados y sabemos a qué atenernos, podemos decir en confianza al lector que la murmuración no era infundada. D. Martín, que era un trueno deshecho, una calavera de gran tono y que caminaba por senda más torcida que cuerno de cabra, se había sentido un tiempo cautivado por la belleza de doña Engracia, cuyo trato dio en frecuentar, acabando por reiterarla mil juramentos de amor. La joven, que tenía su alma en su almario, y que a la verdad no era de calicanto, terminó por sucumbir a los halagos del libertino, abriéndole una noche la puerta de su alcoba.

Decidido estaba el capitán a tomarla por esposa, y pidió su mano a don Juan, el que se la otorgó de buen grado, poniendo el plazo de seis meses, tiempo que juzgó preciso para arreglar su hacienda y redondear la dote de su hermana. Pero el diablo, que en todo mete la cola, hizo que en este espacio el de Salazar conociese a la sobrina de maese Ibirijuitanga y que se le entrase en el pecho la pícara tentación de poseerla. A contar de ese día, comenzó a mostrarse frío y reservado con doña Engracia, la que a su turno le reclamó el cumplimiento de su palabra. Entonces fue el capitán quien pidió una moratoria, alegando que había escrito a España para obtener el consentimiento de su familia, y que lo esperaba por el primer galeón que diese fondo en el Callao. No era éste el expediente más a propósito para impedir que se despertasen los celos en la enamorada andaluza y que comunicase a su hermano sus temores de verse burlada. Don Juan echose en consecuencia a seguir los pasos del novio, y ya hemos visto en el anterior capítulo la casual circunstancia que lo puso sobre la pista.

El reloj hizo sonar distintamente las campanadas de las ocho, y la dama, como cediendo a impulso galvánico, se incorporó en el diván.

-¡Al fin, Dios mío! ¡Pensé que el tiempo no corría! Deja esa lectura, hermano... Vendrá ya D. Martín, y sabes cuánto anhelo esta entrevista.

-¿Y si apuras un nuevo desengaño?

-Entonces, hermano, será lo que he resuelto.

Y la mirada de la joven era sombría al pronunciar estas palabras.

D. Juan abrió una puerta de cristales y desapareció tras ella.

III

Un paso al crimen

-¿Dais permiso, Engracia?

-Huélgome de vuestra exactitud, D. Martín.

-Soy hidalgo, señora, y esclavo de mi palabra.

-Eso es lo que hemos de ver, señor capitán, si place a vuesarced que hablemos un rato en puridad.

Y con una sonrisa henchida de gracia y un ademán lleno de dignidad, la joven señaló al galán un asiento a su lado.

Justo es que lo demos a conocer, ya que en la tienda de maese Ibirijuitanga nos olvidamos de cumplir para con el lector este acto de estricta cortesía, e hicimos aparecer al capitán como llovido del cielo. Esto de entrar en relaciones con quien no se conoce ni nos ha sido presentado en debida forma, suele tener sus inconvenientes.

D. Martín raya en los treinta años, y es lo que se llama un gentil y guapo mozo. Viste el uniforme de capitán de jinetes, y en el desenfado de sus maneras hay cierta mezcla de noble y de tunante.

Al sentarse cogió entre las suyas una mano de Engracia, y empezó entre ambos esa plática de amantes, que, cuál más, cuál menos, todos saben al pespunte. Si en vez de relatar una crónica escribiéramos un romance, aunque nunca nos ha dado el naipe por ese juego, enjaretaríamos aquí un diálogo de novela. Afortunadamente, un narrador de crónicas puede desentenderse de las zalamerías de enamorados e irse derecho al fondo del asunto.

El reloj del salón dio nueve campanadas, y el capitán se levantó.

-Perdonad, señora, si las atenciones del servicio me obligan a separarme de vos más pronto de lo que el alma desearía.

-¿Y es vuestra última resolución, D. Martín, la que me habéis indicado?

-Sí, Engracia. Nuestra boda no se realizará mientras no vengan el consentimiento de mi familia y el real permiso que todo hidalgo bien nacido debe solicitar. Vuestra ejecutoria es sin mancha, en vuestros ascendientes no hay quien haya sido penitenciado con el sambenito de dos aspas, ni en vuestra sangre hay mezcla de morería; y así Dios me tenga en su santa guarda, si el monarca y mis parientes no acceden a mi demanda.

Ante la insultadora ironía de estas palabras que recordaban a la dama su origen, se estremeció ella de rabia y el color de la púrpura subió a su rostro; mas serenándose luego y fingiendo no hacer atención en el agravio, miró con fijeza a D. Martín, como si quisiera leer en sus ojos la respuesta a esta pregunta:

-Decidme con franqueza, capitán, ¿tendríais en más la voluntad de los vuestros que la honra que os he sacrificado y lo que os debéis a vos mismo?

-Estáis pesada en demasía, señora. Aguardad que llegue ese caso, y por mi fe que os responderé.

-Suponedlo llegado.

-Entonces, señora... ¡Dios dirá!

-Id con él, D. Martín de Salazar... Tenéis razón... ¡Dios dirá!

Y don Martín se inclinó ceremoniosamente, y salió.

Doña Engracia lo siguió con esa mirada de odio que revela en la mujer toda la indignación del orgullo ofendido, se llevó las manos al pecho como si intentara sofocar los latidos del corazón, y luego, con la faz descompuesta y los vestidos en desorden, se lanzó a la puerta de cristales, bajo cuyo dintel, lívido como un espectro, apareció el proveedor de la real armada.

-¿Lo has oído?

-¡Pluguiera a Dios que no! -dijo don Juan con acento reconcentrado.

-Pues entonces, ¿por qué no heriste sin compasión? ¿Por qué no le diste muerte de traidor? ¡Mátale, hermano! ¡Mátale!

IV

¡Dios dirá!

Siete horas después, y cuando el alba empezaba a colorar el horizonte, un hombre descendía, con auxilio de una escala de seda, del balcón que en la calle de Jesús Nazareno y sobre la tienda de maese Ibirijuitanga, habitaba Transverberación. Colocaba ya el pie sobre el último peldaño, cuando saltó sobre él un embozado, e hiriéndole por la espalda con un puñal, murmuró al oído de su víctima:

-¡Dios dirá!

El escalador cayó desplomado. Había muerto a traición y con muerte de traidor.

Al mismo tiempo oyose un grito desesperado en el balcón, y la dudosa luz del crepúsculo guió al asesino, que se alejó a buen paso.

V

Consecuencias

Quince días más tarde se elevaba una horca en la plaza de Lima. La Real Audiencia no se había andado con pies de plomo, y a guisa de aquel alcalde de casa y corte que previno a sus alguaciles que, cuando no pudiesen haber a mano al delincuente, metiesen en chirona al primer prójimo que encontrasen por el camino, había condenado a hacer zapatetas en el aire al desdichado barbero. Para los jueces el negocio estaba tan claro que más no podía serlo. Constaba de autos que la víctima había sido parroquiano del rapista, y que la víspera de su muerte le prestó oportuno socorro contra varios malsines. Esto era ya un hilo para el tribunal. Una escala al pie del balcón de la tienda no podía haber caído de las nubes, sobre todo cuando Ibirijuitanga tenía sobrina casadera a quien el lance había entontecido. Una muchacha no se vuelve loca tan a humo de pajas. Atemos cabos, se dijeron los oidores, y tejamos cáñamo para la horca; pues importa un ardite que el redomado y socarrón barbero permanezca reacio en negar, aun en el tormento, su participación en el crimen.

Además, las viejas de cuatro cuadras a la redonda declaraban que maese Ibirijuitanga era hombre que les daba tirria, porque sabía hacer mal de ojo, y las doncellas feas y sin noviazgo, que si Dios no lo remediaba serían enterradas con palma, afirmaban con juramento que Transverberación era una mozuela descocada, que andaba a picos pardos con los mancebos de la vecindad, y que se emperejilaba los sábados para asistir con su tío, montada en una caña de escoba, al aquelarre de las brujas.

Los incidentes del proceso eran la comidilla obligada de las tertulias. Las mujeres pedían un encierro perpetuo para la escandalosa sobrina, y los hombres la horca para el taimado barbero.

La Audiencia dijo entonces: «Serán usarcedes servidos»; y aunque Ibirijuitanga puso el grito en el cielo, protestando su inocencia, le contestó el verdugo: «¡Calle el vocinglero y déjese despabilar!».

A la hora misma en que la cuerda apretaba la garganta del pobre diablo y que Transverberación era sepultada en un encierro, las campanas del monasterio de la Concepción, fundado pocos años antes por una cuñada del conquistador Francisco Pizarro, anunciaban que había tomado el velo doña Engracia de Toledo, prometida del infortunado D. Martín.

¡Justicia de los hombres! ¡No en vano te pintan ciega!

Concluyamos:

El barbero finó en la horca.

La sobrina remató por perder el poco o mucho juicio con que vino al mundo.

Doña Engracia profesó al cabo: diz que con el andar del tiempo alcanzó a abadesa, y que murió tan devotamente como cumplía a una cristiana vieja.

En cuanto a su hermano, desapareció un día de Lima, y...

¡Cristo con todos! Dios te guarde, lector.

VI

En olor de santidad

De seguro que vendrían a muchos de mis lectores pujamientos de confirmarse por el más valiente zurcidor de mentiras que ha nacido de madre, si no echase mano de este título para dar a mi relación un carácter histórico apoyándome en el testimonio de algunos cronistas de Indias. Pero no es en Lima donde ha de desenlazarse esta conseja; y el curioso que anhele conocerla hasta el fin, tiene que trasladarse conmigo, en alas del pensamiento, a la villa imperial de Potosí. No se dirá que en los días de mi asendereada vida de narrador dejé colgado un personaje entre cielo y tierra, como diz que se hallan San Hinojo y el alma de Garibay.

Potosí, en el siglo XVI, era el punto de América adonde afluían de preferencia todos aquellos que soñaban improvisar fabulosa fortuna. Descubierto su rico mineral en enero de 1538 por un indio llamado Gualpa, aumentó en importancia y excitó la codicia de nuestros conquistadores desde que, en pocos meses, el capitán Diego Centeno, que trabajaba la famosa mina Descubridora, adquirió un caudal que tendríamos hoy por quimérico, si no nos mereciesen respeto el jesuita Acosta, Antonio de Herrera y la Historia Potosina de Bartolomé de Dueñas. Antes de diez años la población de Potosí ascendió a 15.000 habitantes, triplicándose el número en 1572, cuando en virtud de real cédula se trasladó a la villa la casa de moneda de Lima.

Los últimos años de aquel siglo corrieron para Potosí entre el lujo y la opulencia, que a la postre engendró rivalidades entre andaluces, extremeños y criollos contra vascos, navarros y gallegos. Estas contiendas terminaban por batallas sangrientas, en las que la suerte de las armas se inclinó tan pronto a un bando como a otro. Hasta las mujeres llegaron a participar del espíritu belicoso de la época; y Méndez en su Historia de Potosí refiere extensamente los pormenores de un duelo campal a caballo, con lanza y escudo, en que las hermanas doña Juana y doña Luisa Morales mataron a D. Pedro y a D. Graciano González.

No fueron éstas las únicas hembras varoniles de Potosí; pues en 1662, llevándose la justicia presos a D. Ángel Mejía y a don Juan Olivos, salieron al camino las esposas de éstos con dos amigas, armadas las cuatro de puñal y pistola, hirieron al juez, mataron dos soldados y se fugaron para Chile llevándose a sus esposos. Otro tanto hizo en ese año doña Bartolina Villapalma, que con dos hijas doncellas, armadas las tres con lanza y rodela, salió en defensa de su marido que estaba acosado por un grupo de enemigos, y los puso en fuga, después de haber muerto a uno y herido a varios.

Pero no queremos componer, por cierto, una historia de Potosí ni de sus guerras civiles; y a quien desee conocer sus casos memorables, le recomendamos la lectura de la obra que, con el título de Anales de la vida Imperial, escribió en 1775 Bartolomé Martínez Vela.

VII

Ahora lo veredes

Promediaba el año de 1625.

En las primeras horas de una fresca mañana el pueblo se precipitaba en la iglesia parroquial de la villa.

En el centro de ella se alzaba un ataúd alumbrado por cuatro cirios.

Dentro del ataúd yacía un cadáver con las manos cruzadas sobre el pecho y sosteniendo una calavera.

El difunto había muerto en olor de santidad, y los notarios formalizaban ya expediente para constatarlo y transmitirlo más tarde a Roma. ¡Quizá el calendario, donde figuran Tomás de Torquemada, Pedro Arbués y Domingo de Guzmán, se iba a aumentar con un nombre!

Y el pueblo, el sencillo pueblo, creía firmemente en la santidad de aquel a quien, durante muchos años, había visto cruzar sus calles con un burdo sayal de penitente, crecida barba de anacoreta, alimentándose de hierbas, durmiendo en una cueva y llevando consigo una calavera, como para tener siempre a la vista el deleznable fin de la mísera existencia humana. Y ¡lo que pueden el fanatismo y la preocupación! Muchos de los circunstantes afirmaban que el cadáver despedía olor a rosas.

Pero cuando ya se había terminado el expediente y se trataba de sepultar en la iglesia al difunto, vínole en antojo a uno de los notarios registrar la calavera, y entre sus apretados dientes encontró un pequeño pergamino sutilmente enrollado, al que dio lectura en público. Decía así:

«Yo, D. Juan de Toledo, a quien todos hubisteis por santo, y que usé hábito penitencial, no por virtud, sino por dañada malicia, declaro en la hora suprema: que habrá poco menos de veinte años que, por agravios que me hizo D. Martín de Salazar en menoscabo de la honra que Dios me dio, le quité la vida a traición, y después que lo enterraron tuve medios de abrir su sepultura, comer a bocados su corazón, cortarle la cabeza, y habiéndole vuelto a enterrar me llevé su calavera, con la que he andado sin apartarla de mi presencia, en recuerdo de mi venganza y de mi agravio. ¡Así Dios le haya perdonado y perdonarme quiera!».

Los notarios hicieron añicos el expediente, y los que tres minutos antes encontraban olor a rosas en el difunto se esparcieron por la villa, asegurando que el cadáver del de Toledo estaba putrefacto y nauseabundo, y que no volverían a fiarse de las apariencias.

(1861)

Fondo Editorial Periodística Oiga

La fiesta de San Simón Garabatillo

Faustino Guerra habíase encontrado en la batalla de Ayacucho en condición de soldado raso. Afianzada la independencia, obtuvo licencia final y retirose a la provincia de su nacimiento, donde consiguió ser nombrado maestro de escuela de la villa de Lampa.

El buen Faustino no era ciertamente hombre de letras; mas para el desempeño de su cargo y tener contentos a los padres de familia, bastábale con leer medianamente, hacer regulares palotes y enseñar de coro a los muchachos la doctrina cristiana.

La escuela estaba situada en la calle Ancha, en una casa que entonces era propiedad del Estado y que hoy pertenece a la familia Montesinos.

Contra la costumbre general de los dómines de aquellos tiempos, don Faustino hacía poco uso del látigo, al que había él bautizado con el nombre de San Simón Garabatillo. Teníalo más bien como signo de autoridad que como instrumento de castigo, y era preciso que fuese muy grave la falta cometida por un escolar para que el maestro le aplicase un par de azoticos, de esos que ni sacan sangre ni levantan roncha.

El 28 de octubre de 1826, día de San Simón y Judas por más señas, celebrose con grandes festejos en las principales ciudades del Perú. Las autoridades habían andado empeñosas y mandaron oficialmente que el pueblo se alegrase. Bolívar estaba entonces en todo su apogeo, aunque sus planes de vitalicia empezaban ya a eliminarle el afecto de los buenos peruanos.

Sólo en Lampa no se hizo manifestación alguna de regocijo. Fue ese para los lampeños día de trabajo, como otro cualquiera del año, y los muchachos asistieron, como de costumbre, a la escuela.

Era ya más de mediodía cuando don Faustino mandó cerrar la puerta de la calle, dirigiose con los alumnos al corral de la casa, los hizo poner en línea, y llamando a dos robustos indios que para su servicio tenía, les mandó que cargasen a los niños. Desde el primero hasta el último, todos sufrieron una docena de latigazos, a calzón quitado, aplicados por mano de maestro.

La gritería fue como para ensordecer, y hubo llanto general para una hora.

Cuando llegó el instante de cerrar la escuela y de enviar los chicos a casa de sus padres, les dijo don Faustino:

-¡Cuenta, pícaros godos, con que vayan a contar lo que ha pasado! Al primero que descubra yo que ha ido con el chisme lo tundo vivo.

«¿Si se habrá vuelto loco su merced?», se preguntaban los muchachos; pero no contaron a sus familias lo sucedido, si bien el escozor de los ramalazos los traía aliquebrados.

¿Qué mala mosca había picado al magister, que de suyo era manso de genio, para repartir tan furiosa azotaina? Ya lo sabremos.

Al siguiente día presentáronse los chicos en la escuela, no sin recelar que se repitiese la función. Por fin, don Faustino hizo señal de que iba a hablar.

-Hijos míos -les dijo-, estoy seguro de que todavía se acuerdan del rigor con que los traté ayer, contra mi costumbre. Tranquilícense, que estas cosas sólo las hago yo una vez al año. ¿Y saben ustedes por qué? Con franqueza, hijos, digan si lo saben.

-No, señor maestro -contestaron en coro los muchachos.

-Pues han de saber ustedes que ayer fue el santo del libertador de la patria, y no teniendo yo otra manera de festejarlo y de que lo festejasen ustedes, ya que los lampeños han sido tan desagradecidos con el que los hizo gentes, he recurrido al chicote. Así, mientras ustedes vivan, tendrán grabado en la memoria el recuerdo del día de San Simón. Ahora a estudiar su lección y ¡viva la patria!

Y la verdad es que los pocos que aun existen de aquel centenar de muchachos se reúnen en Lampa el 28 de octubre y celebran una comilona, en la cual se brinda por Bolívar, por don Faustino Guerra y por San Simón Garabatillo, el más milagroso de los santos de achaques de refrescar la memoria y calentar partes pósteras.

(1871)

Fondo Editorial Periodística Oiga

Un predicador de lujo

El padre Samamé, de la orden dominica, en treinta años que tuvo de conventual no predicó más que una vez; pero esa bastó para su fama. De lo bendito poquito.

Lo que voy a contar pasó en la tierra donde el diablo se hizo cigarrero, y no le fue del todo mal en el oficio.

Huacho era, en el siglo anterior, un villorrio de pescadores y labriegos, gente de letras gordas o de poca sindéresis, pero vivísima para vender gato por liebre. Ellos, por arte de birlibirloque o con ayuda de los polvos de pirlimpimpim, que no sabemos se vendan en la botica, transformaban un róbalo en corvina y aprovechaban la cáscara de la naranja para hacer naranjas hechizas.

Los huachanos de ahora no sirven, en punto a habilidad e industria, ni para descalzar a sus abuelos. Decididamente las razas degeneran.

A los huachanos de hoy no les atañe ni les llega a la pestaña mi cuento. Hablo de gente del otro siglo y que ya está criando malvas con el cogote. Y hago esta salvedad para que no brinque alguno y me arme proceso, que de esas cosas se han visto, y ya estoy escamado de humanas susceptibilidades y tonterías.

Aconteció por entonces que aproximándose la semana santa, el cura del lugar hallábase imposibilitado para predicar el sermón de tres horas por causa de un pícaro reumatismo. En tal conflicto, escribió a un amigo de Lima, encargándole que le buscase para el Viernes Santo un predicador que tuviese siquiera dos bes, es decir, bueno y barato.

El amigo anduvo hecho un trotaconventos sin encontrar fraile que se decidiera a hacer por poca plata viaje de cincuenta leguas entre ida y regreso.

Perdida ya toda esperanza, dirigiose el comisionado al padre Samamé, cuya vida era tan licenciosa, que casi siempre estaba preso en la cárcel del convento y suspenso en el ejercicio de sus funciones sacerdotales. El padre Samamé tenía fama de molondro y, no embargante ser de la orden de predicadores, jamás había subido al púlpito. Pero si no entendía jota de lugares teológicos ni de oratoria sagrada, era en cambio eximio catador de licores, y váyase lo uno por lo otro.

Abocose con él el comisionado, lo contrató entre copa y copa, y sin darle tiempo para retractarse lo hizo cabalgar, y sirviéndole él mismo de guía y acompañante salieron ambos caminito de Chancay.

Llegados a Huacho, alborotose el vecindario con la noticia de que iba a haber sermón de tres horas y predicado por un fraile de muchas campanillas y traído al propósito de Lima. Así es que el Viernes Santo no quedó en Laurima, Huara y demás pueblos de cinco leguas a la redonda bicho viviente que no se trasladara a Huacho para oír a aquel pico de oro de la comunidad dominica.

El padre Samamé subió al sagrado púlpito; invocó como pudo al Espíritu Santo, y se despachó como a Dios plugo ayudarle.

Al ocuparse de aquellas palabras de Cristo, hoy serás conmigo en el paraíso, dijo su reverencia, sobre poco más o menos: «A Dimas, el buen ladrón, lo salvó su fe; pero a Gestas, el mal ladrón, lo perdió su falta de fe. Mucho me temo, queridos huachanos y oyentes míos, que os condenéis por malos ladrones».

Un sordo rumor de protestas levantose en el católico auditorio. Los huachanos se ofendieron, y con justicia, de oírse llamar malos ladrones. Lo de ladrones, por sí solo, era una injuria, aunque podía pasar como floreo de retórica; pero aquel apéndice, aquel calificativo de malos, era para sublevar el amor propio de cualquiera.

El reverendo, que notó la fatal impresión que sus palabras habían producido, se apresuró a rectificar: «Pero Dios es grande, omnipotente y misericordioso, hijos míos, y en él espero que con su ayuda soberana y vuestras felices disposiciones llegaréis a tener fe y a ser todos sin excepción buenos, muy buenos ladrones».

A no estar en el templo el auditorio habría palmoteado; pero tuvo que limitarse a manifestar su contento con una oleada que parecía un aplauso. Aquella dedada de miel fue muy al gusto de todos los paladares.

Entretanto, el cura estaba en la sacristía echando chispas, y esperando que descendiese el predicador para reconvenirlo por la insolencia con que había tratado a sus feligreses.

-Es mucha desvergüenza, reverendo padre, decirles en su cara lo que les ha dicho.

-¿Y qué les dije? -preguntó el fraile sin inmutarse.

-Que eran malos ladrones...

-¿Eso les dije? Pues, señor cura, ¡me los mamé!

-Gracias a que después tuvo su paternidad el tino suficiente para dorarles la píldora.

-¿Y qué les dije?

-Que andando los tiempos, y Dios mediante, serían buenos ladrones...

-¿Eso les dije? Pues, señor cura, ¡me los volví a mamar!

Y colorín, colorado, aquí el cuento ha terminado.

(1870)

Fondo Editorial Periodística Oiga

Predestinación

A Carlos Augusto Salaverry

El siglo XIX estaba aún en mantillas (lo que importa, lector amigo, decirte que la acción de este capítulo pasa en 1801) y perdona lo alambicado de la frase. Salamanca, la de la famosa Universidad, ardía de entusiasmo, en cierta noche de aquel año, porque un gallardo mozo de la chusma estudiantil había colgado el raído manteo, cambiando a Cicerón y las Pandectas por las comedias del buen Lope y del romántico Calderón.

En una de las tabernas de la universitaria ciudad hallábanse congregados, al olor de un suculento jigote y de descomunales jarros de Valdepeñas no bautizado, gran número de estudiantes, cómicos y mujerzuelas, gente toda así lista para un fregado como para un barrido, a la que tanto se le daba de lo de arriba como de lo de abajo. Y a un extremo de la sala y al calor del brasero, veíase una muchacha que ejercía a la vez los oficios de cantora y lazarillo de un pobre ciego de gitanesca estampa. Degollación, que tal era el nombre de la mocita, tenía una cara más fea que el pecado de usura, y una voz de caña rota que el ciego rascador de guitarra sabía hacer soportable por la sal de su punteado.

-¡Ea! ¡Degollación, hija mía! Échale una seguidilla al lucero de los claustros de Salamanca, al Sr. Rafael, que así Dios me salve si no ha de exceder, con tercio y quinto, al mismísimo Isidoro.

La muchacha tosió dos veces para limpiarse los arrabales de la garganta, el ciego rasqueó de lo lindo y, suspendiéndose por un rato el general batiburrillo, se hizo la chusma toda oídos para atender a lo sentencioso del cantar:

«Las monjas en el coro

dicen cantando:

entre tantas hermanas

no hay un hermano.

¡Y al estribillo!

¿quién vio chocolatera

sin molinillo?».

-¡Víctor por la real moza! -exclamó en coro la estudiantina, echando al aire los chafados sombreros.

Pero el estudiante a quien el ciego había llamado el Sr. Rafael, y que al parecer era el héroe de la noche, había tomado un aire taciturno. Sus compañeros de mesa pretendían, con su aturdimiento, sacarlo de su distracción; y las mujeres lo miraban desvergonzadamente y con ojos de codicia, porque al cabo era un buen mozo que, a mayor abundamiento, acababa de ser aplaudido con frenesí, debutando en las Paredes oyen del correcto Alarcón.

Cuando el vino sacó de caja todos los cerebros, Rafael abandonó la taberna, sin que su desaparición fuese notada nada más que por el comediante Antonio Espejo, quien penetró en el cuarto de su compañero y lo encontró en el mismo estado de preocupación que le había observado en el festín.

-Rafael, amigo mío, tú sufres.

-Es verdad, Espejo. En medio de ese banquete he sido presa de una alucinación fatal. Escúchame, Desde que estrechamos nuestra amistad, se reveló en mí deseo vivísimo de merecer sobre la escena los aplausos del pueblo, de ser fiel intérprete de nuestros grandes poetas y arrebatar de entusiasmo al mundo, alcanzando las coronas reservadas al genio. Y esta noche, cuando alistado ya en tu compañía, he hecho mi primera presentación y alcanzado mi primer triunfo, se despertó en mí el recuerdo de mis padres que me desdeñan y creen que el título de cómico es un borrón que arrojo en los cuarteles de mi ilustre familia. Ya no es posible retroceder. Abandono mi apellido, y desde hoy me llamaré Rafael Cebada... Pero en medio de ese banquete, un cuadro sombrío apareció de pronto a mi imaginación. Figurábame estar en una gran plaza y rodeado de inmenso pueblo... Todas las miradas estaban fijas en mí... Yo era el protagonista de esa fiesta... En el centro de la plaza se alzaba un cadalso... y dos hombres subieron a él junto conmigo... Uno era el verdugo, y el otro era un sacerdote...: Eras tú, Espejo, tú, que me has abierto las puertas a la existencia afanosa del cómico y que me acompañabas hasta el dintel de la tumba!...

Y Rafael Cebada, entregado a la violencia del delirio, cayó sin sentido en los brazos de su amigo.

II

Pasados eran los días en que el atrio de la catedral servía de escenario para la representación de Autos sacramentales. Lima poseía el teatro incómodo y nada elegante al que hoy concurre nuestro público, ávido siempre de espectáculos, teatro cuyo ridículo aspecto le ha conquistado el nombre de gallinero. El teatro actual había sustituido a otro que, desde 1602 hasta 1661, existió en la calle de San Agustín, en la casa conocida aún por la de la Comedia vieja y en cuya fábrica se habían gastado cincuenta y ocho mil pesos. La del actual costó sesenta mil pesos, y su refección, después del terremoto de 1746, importó poco más de cuarenta mil. Fue el ilustre limeño Olavide quien estuvo encargado de dirigir la reedificación del teatro, notable por sus buenas condiciones acústicas más que por la pobreza de su arquitectura(6).

Con el nuevo proscenio, los habitantes de Lima no sólo habían ganado en localidad, sino en el mérito de los artistas y en la variedad de las funciones. Era indispensable que, tras de Orestes o el Diablo predicador, una pareja de baile luciese el encanto sensual de la danza española. Venía luego el Alcalde torero o algún sainete de Ramón de la Cruz, y sólo se retiraba el espectador después de aplaudir la tonadilla, especie de zarzuela en andadores. Y las empresas de teatro que por seis reales ofrecían al concurrente declamación, baile y canto, no se atrevieron a solicitar jamás una alza de precios. ¡Lo que va de tiempo a tiempo!

En el telón del teatro de Lima veíase pintado el Parnaso, y hasta 1824 se leía en él la siguiente octava, original del conde de las Torres, literato de pobre literatura, a juzgar por la octava que de él conocemos y que, sin lisonja, es de lo malo lo mejorcito:

Útiles de este Pindo refulgente

Son auxilio a hospitálica indigencia

Que Apolo, como médico excelente,

Si aquí da el metro, allá la Providencia.

Mi farsa es una acción grave y decente

De honorosa política e influencia,

Y el que otro viso hallare en el que inflama

Aproveche la luz, deje la llama.

¿Has entendido, lector? Pues yo tampoco.

La primera vez que los limeños disfrutaron de ópera italiana fue en 1814. La compañía era diminuta, y así el tenor, Pedro Angelini, como la soprano, Carolina Grijoni, de escasísimo mérito. El espectáculo no fue del gusto público y por ello fue reducido el número de funciones. Sólo desde 18 40, en que tuvimos a las inolvidables Clorinda Pantanelli y Teresina Rossi, empezaron a ocupar la escena lírica artistas de reputación merecida.

Por el año de 1814, época en que principia nuestro relato, el primer actor de la compañía dramática era el famoso Roldán, discípulo de Isidoro Máiquez, figurando en segunda escala el gracioso Rodríguez, Cebada como galán joven y Barbeito en los papeles de traidor. Cuando alguna vez hemos aplaudido a O'Loghlin en Ricardo III y Sullivan, a Manuel Dench en el Cardenal Montalto, a Jiménez en Dos horas de favor, a Casacuberta en los Escalones del crimen, a Aníbal Ramírez en las comedias de Rodríguez Rubí, a Lutgardo Gómez en Traidor, inconfeso y mártir, a Torres en Luis XI, a Valero en el Músico de la murga o a Burón en el Drama nuevo, y manifestado nuestro entusiasmo a un anciano que la casualidad nos deparaba por vecino de luneta, siempre hirió nuestros oídos esta contestación: «¡Psche! No está mal ese actor... Pero si usted hubiera conocido a Roldán... ¡Oh, Roldán!... Eso era lo que había que ver».

Cuando Emilia Hernández, Aurora Fedriani, Matilde Duclós, Amalia Pérez, Ventura Mur o Carolina Civili han arrancado un ¡bravo! a nuestros labios y un aplauso a nuestras manos, también hemos sido interrumpidos por una voz cascada y catarrienta:

«¡Qué fosfórica es esta juventud! Bien se conoce que no oyeron a la Moreno!... ¡Oh, la Moreno!... ¡Cosa mejor, ni en la gloria!».

Y en efecto, Roldán, que en la comedia era una apreciable medianía, no ha encontrado hasta hoy, en nuestro proscenio, según el sentir de muy entendidos críticos, un digno rival en la tragedia. En cuanto a la Moreno, sólo sabemos que había llegado a ser una buena actriz, sin que, por entonces, tuviera mérito bastante para que se la considerase como una notabilidad. Y no es concebible la importancia que quieren darla nuestros antecesores, desde que se sabe que su educación fue tan descuidada que aprendió a leer de corrido entre los bastidores del teatro y a la edad de diez y ocho años.

III

María Moreno nació en Guayaquil en 1794. Rafael Cebada la conoció al pasar por esa ciudad en 1812. Se apasiono vivamente de su hermosura y recurrió a la tercería de una apergaminada vieja para dirigir billeticos a la joven. Cebada era, a la sazón, un andaluz de treinta años, de blonda y rica cabellera, de grandes ojos negros y de gallardo cuerpo. Sin embargo de su varonil hermosura, revelaba en la palidez del rostro ese sello que frecuentemente dejan los vicios. Ello es que María encontró al galán muy de su gusto, y para dar un fin romancesco a los preliminares, concertó con él una escapatoria de la casa materna.

Embarcose la enamorada pareja en un buque próximo a zarpar de la ría. Peregrinaron por Trujillo y Cajamarca, y soñando con que todo el monte era orégano y demás lindezas con que diz que sueñan los amantes, despertaron una mañana en la tres veces coronada ciudad de los reyes. Cebada se había consagrado a educar a su querida, la que dio tales muestras de habilidad que, en menos de dos meses, alcanzó a leer la letra de cadenilla con que se copiaban los papeles de comedia y estuvo expedita para hacer su primera salida en un teatrillo de pueblo.

Al llegar a Lima contaba la joven actriz muy cerca de diez y nueve años y era de fisonomía bella y simpática. Imagínese el lector un rostro ligeramente ovalado entre un marco de negros y sedosos cabellos; una frente tersa y arqueadas cejas sobre magníficos y relucientes ojos garzos, capaces de incendiar un corazón de caucho; unos labios purpúreos, pequeños e incitantes, hombros mórbidos y seno voluptuoso. Y si a estos rápidos detalles añade una sonrisa, a la que aumentaba gracia una linda trinidad de hoyuelos y una voz dulce como una esperanza de amor, fácil es de adivinarse el cúmulo de simpatías y de adoradores que conquistaría en la escena la mujer que se presentaba con tales recomendaciones físicas. El mismo virrey Abascal, a pesar de su gravedad, años y achaques, quemaba, de vez en cuando, el incienso del galanteo a las plantas de la cómica.

Créese quo no son virtudes muy sólidas las de la gente del teatro; y aunque nunca han sido los bastidores escuela de moralidad, es consolador para la gloria del arte afirmar que no han escaseado en ellos mujeres dignas y hombres honrados. Esta errada creencia aumentó el número de pretendientes de María, que esperaban hallar en ella una fácil conquista; y los celos de Cebada se alarmaron, hasta el punto de abofetear a la actriz en el vestuario una noche en que la vio recibir de manos del marqués de C*** un precioso ramillete. Entonces María hizo entender a su amante que estaba resuelta a recobrar su libertad y que desde ese día iba a habitar en casa de una amiga.

IV

Existía por aquellos años, en mitad de la calle de las Mantas, una casa de dos pisos con ínfulas de callejón, casa que conocimos convertida en fonda y posada, y que hoy, gracias a la influencia del buen gusto, forma los elegantes almacenes de Lynch y Ortiz. La casa, de mezquina apariencia, la constituían dos hileras de cuartos con una temblona escalera al fondo que guiaba a unas habitaciones altas, donde, con la holgura de una reina en su palacio, residía la más salerosa andaluza que hasta entonces hubiera pisado las orillas del Rimac.

Paca Rodríguez era una garrida muchacha de veinte eneros, con unos ojos del color del mar, decidores como una tentación y hermosos como la luz. Su tez era un poco morena y fresca como el terciopelo del lirio, y sus labios encendidos estaban sombreados de ese bozo, imperceptible casi, que revela la organización vigorosa de una mujer. Para completar el retrato de Paca digamos que su cuerpo era ágil, esbelto y que respiraba voluptuosidad, gracia y soltura por todos sus poros. Siendo ella bailarina, nos hallábamos obligados a poner al descubierto sus torneadas piernas; pero si hemos de hablar, lector, en puridad de amigos, creemos que mejor es no meneallo y que, pasándolas por alto, te libertamos de un pecado venial.

Pero a pesar de lo picaresco de sus ojos, Paca pertenecía a las nobles excepciones de las mujeres de teatro, en lo que nuestra pluma de cronista se da la enhorabuena. ¡Líbrela Dios de verse impelida de sacar a la vergüenza a las Magdalenas de bastidores! Los apasionados de la bailarina decían, a voz en cuello, que era incapaz de ser razonable y darse a partido, porque tenía la tonta debilidad de estar enamorada de su marido, el actor bufo Rodríguez, el cual hace más de veinte años que murió ejemplarmente en la ermita del Barranco, próxima a Chorrillos. Su memoria no es olvidada aun por los que, hombres ya, recordamos que él supo deleitar nuestra edad de rosa, arrancando no pocas sonrisas a los labios del niño.

Decíamos que Paca traía al retortero y desesperados a un enjambre de galanes. Sin dejar de ostentar esa festiva locuacidad ingénita al carácter andaluz, jamás otorgó una esperanza ni dio motivo para que se la tildase de coqueta. Que una mujer decante virtud porque no ha tenido ocasión de ponerla a prueba, es cosa que se encuentra al torcer cada esquina, y para nosotros es una virtud hechiza y de poca ley. La que no esquiva el peligro y sale de la lucha inmaculada es, perdónese nuestra opinión en gracia de la franqueza, la mujer de virtud real. Convengamos en que la de Paca era una virtud sólida, a prueba de oro y de ataques nerviosos, con lo cual está todo dicho.

Las preocupaciones sociales, por otra parte, en una época en que todavía estaban calientes las cenizas de la hoguera inquisitorial y cuando se creía que el cómico era un excomulgado indigno de sepultura eclesiástica, hacían de las mujeres consagradas al teatro corazones quebradizos como el barro y sin más religión que la vida sensual. Una mujer de teatro se miraba entonces como una alhaja a la que el capricho, la moda y la vanidad dan precio. Era plato de ricos como el pavo trufado y las costillas de conejo. Paca huyendo de ese gazofilacio de prostitución y vicio, junto al que el destino la colocara, se arrojaba todas las semanas a los pies de un sacerdote que, bastante ilustrado para no rechazarla, la fortificaba con sus consejos y la brindaba los consuelos del cristianismo. Y la esperanza le tendía sus brazos y el amor de la esposa al esposo salvaba su honra de la calumnia.

Tal era Paca la bailarina, ángel que en medio del lodazal supo conservar la blancura de sus alas. Tal era la honesta mujer que abrió las puertas de su casa a la infeliz María.

V

Era el 2 de agosto de 1814 y el pueblo se dirigía en tropel a la Alameda de los Descalzos (fundada en 1611), que no ostentaba el magnífico jardín enverjado ni las marmóreas estatuas que hoy la embellecen. Calles de sauces plantados sin simetría, algunos toscos bancos de adobes y una pila de bronce al costado del conventillo de Santa Liberata constituían la Alameda, que sin embargo de su pobreza, era el sitio más poético de Lima. Contémplanse desde él las pintorescas lomas de Amancaes; el empinado San Cristóbal, cuya forma hizo presumir que encerrase en su seno un volcán, y el pequeño cerro de las Ramas, donde contaban las buenas gentes que solía aparecerse el diablo, en cuya busca subió más de un crédulo desesperado. Y en el fondo de la Alameda, como invitando al espíritu a la contemplación religiosa, severo en la sencilla arquitectura de su fachada y misterioso como el dedo de Dios, se destaca el templo de la recolección de los misioneros descalzos, fundada en 1592 por el hermano lego fray Andrés Corzo.

Ni la iglesia ni el convento con su espaciosa huerta, que mide más de cinco fanegadas, ofrecen gran cosa que admirar. En uno de los claustros están la celda que durante algún tiempo ocupó San Francisco Solano, que fue el primer guardián que tuvo el convento, y la que en 1830 habitara el padre Guatemala, que murió en Ica, nueve años más tarde, en olor de santidad. En la portería y bajo un lienzo que representa el misterio de la Concepción de la Virgen, se leen estas palabras apenas comprensibles para los profanos en teología:

Potuit,

Decuit,

Ergo fecit.

¿Pudo el Omnipotente

a su Madre preservar?

Hízolo: era muy decente.

O quiso y no pudo Dios,

o pudo Dios y no quiso.

Si quiso y no pudo, no es Dios;

ni hijo, si pudo y no quiso.

Digan, pues, que pudo y quiso.

Aquella tarde tenía lugar la fiesta de la Porciúncula, y desde las doce de la mañana estaban ocupados los bancos por esas huríes veladas, que la imitación de costumbres europeas ha desterrado -hablamos de las tapadas-. ¡Dolorosa observación! La saya y manto ha desaparecido llevándose consigo la sal epigramática, la espiritual travesura de la limeña. ¿Estará condenado nuestro pueblo a perder de día en día todo lo que lleva un sello de nacionalismo?

La portería del convento estaba poblada de gente pobre, que recibía de manos de un lego escudillas de comida. ¡Verdadero festín de mendigos en que hacía el gasto la caridad cristiana! También la clase acomodada, hermosas mujeres y elegantes donceles, se acercaba a pedir al fraile un trozo de pan bendito. Y no se diga que era el sentimiento de la humildad que encomia el evangelista el que los guiaba, sino la costumbre y la imitación. Allí para nada entraba el sentimiento religioso.

Entre la apiñada multitud se veía una linda joven, sencillamente vestida de negro, que ayudaba a los legos a repartir las viandas y socorría con pequeñas limosnas de dinero a los mendigos. Un hombre, que se hallaba confundido entre los grupos de curiosos, la miró fijamente y murmuró:

-¿No es aquélla la Paca? ¿Y ha venido sola?... Esto, quiere decir que María ha quedado en la casa y podré verla sin testigos.

Y aquel hombre, embozándose en su larga capa española, salió de la Alameda con paso precipitado. Quien se hubiera entonces fijado en sus ojos, habría leído en ellos un pensamiento siniestro.

De pronto se encontró detenido por un vendedor de suertes.

-¡Patrón! Este número me queda -lo dijo el suertero, que para servir a usarcedes era el honrado Chombo, el decano de este gremio de vendedores de billetes de lotería, a quien todos los limeños conocemos.

Chombo es un pobre viejo que, como el jorobadito Lumbreras, no ha sabido en su vida sino asentar suertes. Cuenta hoy más de setenta años; y Chombo a imitación de Ashavero, sentenciado por la justicia divina a errar sobre la tierra hasta el fin de los siglos, está condenado por la fatalidad a vender billetes de lotería hasta que se acabe el pábilo de su vida.

El embozado, al sentir que le hablaban, pareció volver de una idea que lo preocupaba, y contestó con acento reconcentrado:

-Una suerte... ¡Ah!... Ponga usted... para hacer bien por el alma de una que va a morir.

Chombo lo miró asustado; y a la postre, echando cuentas consigo mismo, escribió el mote que le dictaban, cobró, entregó el respectivo billete, y el hombre de la capa se alejó a buen paso.

VI

Melancólica como la predestinación estaba aquella tarde María en las habitaciones de Paca, recostada en un canapé de terciopelo. Tristes pensamientos dominaban su alma, y acaso entre ellos iba alguno consagrado a la mujer que la llevó en su seno y cuya ternura había olvidado seducida por los halagos de un hombre.

Desde que María se acogió al amparo de su amiga, Cebada no omitió súplicas ni extremos para obligarla a reanudar un lazo que su cobarde imprudencia había roto. Pero mientras más rogaba él, más crecía la negativa de su querida; que achaque de mujer ha sido siempre desdeñar al que se humilla. Esa tarde María permaneció inalterable, como la fatalidad, a las amenazas y ruegos, hasta que su amante, en un arrebato de desesperación, exclamó: «Pues bien, María, si no has de pertenecerme, no quiero que ningún hombre llegue a poseer tu belleza».

Y seis veces clavó su puñal en el cuerpo de la desventurada joven...

Tres días después circulaba este soneto en honor de María Moreno, y que es atribuido a D. Bernardino Ruiz, literato de esa época en que brillaban D. Hipólito Unánue, Valdez y el festivo clérigo Larriva.

«Lloren las musas con acerbo llanto

el desgraciado fin de la que un día,

a Melpomene grata y a Talía,

de nuestra escena fue lustre y encanto.

Su primor y despejo pudo tanto

para darla opinión y nombradía,

que el culto espectador ya se creía

pasar desde el placer hasta el espanto.

En la flor de su edad encantadora,

osó en vano apagarle su luz pura

y el sepulcro le abrió mano traidora.

Pues, por vengarla, de esta losa dura

labró el genio un altar en donde mora

el talento, la gracia y la hermosura».

El soneto no es, en verdad, la octava maravilla; pero lo consignamos a guisa de comprobante histórico.

VII

Rafael Cebada, después de perpetrar el asesinato, tomó asilo en el convento de los descalzos. Grande fue la sensación que su crimen produjo en los habitantes de Lima, que reclamaban el pronto castigo de quien con tanta crueldad había dado muerte a la actriz favorita del público. Pero los días volaban, y no se habría alcanzado a descubrir el paradero del asesino sin una circunstancia providencial.

Recordará el lector que Cebada, pocos momentos antes de penetrar en casa de Paca, compró un billete de lotería. Cinco días después hízose la extracción, y el billete resultó agraciado. Cebada mandó llamar con un lego del convento a su amigo el actor Manuel García y le entregó el número, encargándole el cobro de la suerte. El infeliz soñaba proporcionarse con ese dinero los precisos recursos para huir de Lima.

Los amigos se parecen a las navajas de barba: sale una buena entro diez.

García se dirigió sin vacilar a casa de D. Juan Bautista de Lavalle y le denunció el asilo de Cebada, de donde fue extraído después de largas tramitaciones y formal resistencia del prelado.

D. Juan Bautista de Lavalle fue el primer alcalde ordinario que tuvo Lima por elección del pueblo. La Constitución dictada por las Cortes españolas en 1812, otorgó a las colonias esta liberal prerrogativa. Encomendada la causa al Sr. de Lavalle, éste desplegó gran celo y actividad para su pronta terminación; y cuatro meses más tarde la Real Audiencia aprobaba y mandaba ejecutar la sentencia. Vanos fueron los argumentos que en su favor expuso el reo, a quien por primera vez en Lima se permitió hablar ante los tribunales. La conciencia pública, en la que domina una mayoría de partidarios de la ley del talión, exigía el castigo del asesino; y cuando se temió que la influencia y el indisputable talento de D. Jerónimo Vivar, abogado chileno y defensor del reo, hicieran vacilar a los jueces, empezaron a aparecer pasquines en las fachadas del cabildo y del palacio. He aquí uno de ellos:

«¿Sabes qué harán con Cebada?

¡Nada! ¡Nada! ¡Nada! ¡Nada!».

La defensa de Vivar, que corre impresa, basta por sí sola para formar la reputación literaria de un hombre. Es una pieza elocuente y galana en la forma.

Copiemos otro de los pasquines que tuvimos la fortuna de hallar en el curioso archivo del Sr. Odriozola:

«Si una traición desvelada

contra inocencia dormida

en tiempo no es castigada,

muy lejos de arrepentida

siempre quedará... cebada».

En el mismo sitio en que apareció el anterior, los amigos del reo, para despertar la clemencia de los jueces, colocaron otra quintilla de iguales consonantes:

«La justicia desvelada

por la inocencia dormida,

no quiere sea castigada

la culpa, si arrepentida

puede quedar no cebada.»

Y por fin en la pared de uno de los corredores de palacio se leía este pareado, escrito con carbón:

«¡Abascal! ¡Abascal!

Si ahorcas a Cebada te irá mal».

Cuentan que la última comedia que representara Rafael en nuestro coliseo fue la titulada El juez compasivo, y que aludiendo a ella el señor de Lavalle, al tomar al reo la declaración instructiva le dijo: «Vengo a representar, a la de veras, el último papel que hizo usted en el teatro».

VIII

La espléndida defensa de Vivar, unánimemente aplaudida, no alcanzó a torcer la disposición de la ley ni a disminuir en el pueblo la odiosidad contra el amante de María Moreno, que al cabo fue puesto en capilla el jueves 26 de enero de 1815. El 28 a la una del día salió de la cárcel resignado y valiente.-Fue el segundo y el último a quien el verdugo dio en Lima muerte de garrote.

IX

Cuando el gentío empezó a despejar la plaza, el sacerdote que había acompañado al reo se bajó la capucha, se arrodilló ante el cadáver y principió a amortajarlo murmurando: «¡Pobre Rafael! Tu sueño de Salamanca fue la revelación de tu destino... Se ha cumplido para los dos... ¡Estaba escrito!».

Aquel religioso se llamaba fray Antonio Espejo.

(1866)

Fondo Editorial Periodística Oiga

Dos millones

El 16 de julio de 1826 fue día de gran agitación en Lima y el Callao. Por todas partes se encontraban grupos en animada charla. No era en verdad un cataclismo ni un gran acontecimiento político lo que motivaba esta excitación, sino la noticia de haber desaparecido del fondeadero el bergantín inglés Peruvian, cargado con dos millones de pesos en oro, barras de plata y moneda sellada.

El buque debía zarpar en ese día para Europa; pero su capitán había ido la víspera a Lima a recibir las últimas instrucciones de sus armadores, permitiendo también a varios de los tripulantes que pasasen la noche en tierra.

En el Peruvian se encontraban sólo el piloto y seis marineros, cuando a las dos de la madrugada fue abordado por una lancha con trece hombres, los que procedieron con tal cautela y rapidez, que la ronda del resguardo no pudo advertir lo que acontecía. Inmediatamente levaron ancla, y el Peruvian se hizo a la vela.

A las tres de la tarde, un bote del Peruvian llegó a Callao conduciendo al piloto y sus seis marineros, puestos en libertad por los piratas.

La historia del audaz jefe de esta empresa y el éxito del tesoro que contenía el Peruvian es lo que hoy nos proponemos narrar rápidamente, remitiendo al lector que anhele mayor copia de datos a la hora del capitán Lafond, titulada Voyages dans les Amériques.

I

Por los años de 1817 un joven escocés, de aire bravo y simpático, se presentó a las autoridades de Valparaíso solicitando un puesto en la marina de Chile, y comprobando que había servido como aspirante en la armada real de Inglaterra. Destinado de oficial en uno de los buques, el joven Robertson se distinguió en breve por su pericia en la maniobra y su coraje en los combates. El esforzado Guisse, que mandaba el bergantín Galvarino, pidió a Robertson para su primer teniente.

Era Robertson valiente hasta el heroísmo, de mediana estatura, rojizos cabellos y penetrante mirada. Su carácter fogoso y apasionado lo arrastraba a ser feroz. Pero eso, en 1822, cuando al mando de un bergantín chileno tomó prisioneros setenta hombres de la banda realista de Benavídez, los hizo colgar de las ramas de los árboles.

No es éste un artículo a propósito para extendernos en la gloriosa historia de las hazañas navales que Cochrane y Guisse realizaron contra la formidable escuadra española.

En el encuentro de Quilca, entre la Quintanilla y el Congreso, Robertson, que había cambiado la escarapela chilena por la de Perú y que a la sazón tenía el grado de capitán de fragata, fue el segundo comandante del bergantín que mandaba el valiente Young.

En el famoso sitio del Callao, cuyas fortalezas eran defendidas por el general español Rodil, quien se sostuvo en ellas trece meses de la batalla de Ayacucho, cupo a Robertson ejecutar muy distinguidas acciones.

Todo le hacía esperar un espléndido porvenir, y acaso habría alcanzado el alto rango de almirante si el diablo, en forma de una linda limeña, no se hubiera encargado de perderlo. Dijo bien el que dijo que el amor es un envenenamiento del espíritu.

Teresa Méndez era en 1826 una preciosa joven de veintiún años, de ojos grandes, negros, decidores, labios de fuego, brevísima cintura, hechicero donaire, todas las gracias, en fin, y perfecciones que han hecho proverbial la belleza de las limeñas. Parece que me explico, picarillas, y que soy lo que se llama un cronista galante.

Viuda de un rico español, se había despertado en ella la fiebre del lujo, y su casa se convirtió en el centro de la juventud elegante. Teresa Méndez hacía y deshacía la moda.

Su felicidad consistía en tiranizar a los cautivos que suspiraban presos en el Argel de sus encantos. Jamás pudo amartelado galán vanagloriarse de haber merecido de ella favores que revelan predilección por un hombre. Teresa era una mezcla de ángel y demonio, una de aquellas mujeres que nacieron para ejercer autocrático despotismo sobre los que las rodean; en una palabra, pertenecía al número de aquellos seres sin corazón que Dios echó al mundo para infierno y condenación de hombres.

Roberto conoció a Teresa Méndez en la procesión del Corpus, y desde ese día el arrogante marino la echó bandera de parlamento, se puso al habla con ella, y se declaró buena presa de la encantadora limeña. Ella empleó para con el nuevo adorador la misma táctica que para con los otros, y un día en que Roberto quiso pecar de exigente, obtuvo de los labios de cereza de la joven este categórico ultimátum:

-Pierde usted su tiempo, comandante. Yo no perteneceré sino al hombre que sea grande por su fortuna o por su posición, aunque su grandeza sea hija del crimen. Viuda de un coronel, no acepto a un simple comandante.

Robertson se retiró despechado, y en su exaltación confió a varios de sus camaradas el éxito de sus amores.

Pocas noches después tomaba té en casa del capitán de puerto del Callao, en unión de otros marinos, y como la conversación rodase sobre la desdeñosa limeña, uno de los oficiales dijo en tono de chanza:

-Desde que la guerra con los chapetones ha concluido no hay esperanza de que el comandante logre enarbolar la insignia del almirantazgo. En cuanto a hacer fortuna, la ocasión se le viene a la mano. Dos millones de pesos hay a bordo de un bergantín.

Robertson pareció no dar importancia a la broma, y se limitó a preguntar:

-Teniente Vieyra, ¿cómo dice usted que se llama ese barco que tiene millones por lastre?

-El Peruvian, bergantín inglés.

-Pues poca plata es, porque más vale Teresa -repuso el comandante, y dio sesgo distinto a la conversación.

Tres horas después Robertson era dueño del tesoro embarcado en el Peruvian.

II

Al salir de la casa de capitán de puerto, Robertson se había dirigido a una posada de marineros y escogido entre ellos doce hombres resueltos y que le eran personalmente conocidos por haberlos manejado a bordo del Galvarino y del Congreso.

Realizado el abordaje, pensó el pirata que no le convenía hacer partícipes a tantos cómplices de los millones robados, y resolvió no detenerse en la senda del crimen a fin de eliminarlos. Asoció a su plan a dos irlandeses, Jorge y Guillermo, e hizo rumbo a Oceanía.

En la primera isla que encontraron desembarcó con algunos marineros, se encenagó con ellos en los desórdenes de un lupanar, y ya avanzada la noche regresó con todos a bordo. El vino había producido su efecto en esos desventurados. El capitán los dejó durmiendo en la chalupa, levó ancla, y cuando el bergantín se hallaba a treinta millas de la costa, cortó la amarra, abandonando seis hombres en pleno y embravecido Océano.

Además de los dos irlandeses, sólo había perdonado, por el momento, a cuatro de los tripulantes que le eran precisos para la maniobra.

Entonces desembarcó y enterró el tesoro en la desierta isla de Agrigán, y con sólo treinta mil pesos en oro se dirigió en el Peruvian a las islas Sandwich.

En esta travesía, una noche dio a beber un narcótico a los marineros, los encerró en la bodega y barrenó el buque. Al día siguiente, en un bote arribaron a la isla de Wahou, Robertson, Guillermo y Jorge, contando que el buque había zozobrado.

La Providencia lo había dispuesto de otro modo. El Peruvian tardó mucho tiempo en sumergirse, y encontrado por un buque ballenero, fue salvado uno de los cuatro tripulantes; pues sus compañeros habían sucumbido al hambre y la sed.

De Wahou pasaron los tres piratas a Río Janeiro. En esta ciudad desapareció para siempre el irlandés Jorge, víctima de sus compañeros.

Después de peregrinar por Sidney, pasaron a Hobartoun, capital de Van-Diemen. Allí propusieron a un viejo inglés, llamado Thompson, patrón de una goletilla pescadora, que los condujese a las islas Marianas. La goleta no tenía más que dos muchachos de tripulación, y Thompson aceptó la propuesta.

El viaje fue largo y sembrado de peligros. El calor era excesivo, y los cinco habitantes de la goleta dormían sobre el puente. Una noche, después de haberse embriagado todos menos Robertson, a quien tocaba la guardia, cayó Guillermo al mar. El viejo Thompson despertó a los desesperados gritos que éste daba. Robertson fingió esforzarse para socorrerlo; pero la obscuridad, la corriente y la carencia de bote hicieron imposible todo auxilio.

Robertson quedaba sin cómplice, mas le eran indispensables los servicios de Thompson. No le fue difícil inventar una fábula, revelando a medias su secreto al rudo patrón de la goleta y ofreciéndole una parte del tesoro.

Al tocar en la isla Tinián para procurarse víveres, el capitán de una fragata española visitó la goleta. Súpolo Robertson, al regresar de tierra, y receló que el viejo hubiese hablado más de lo preciso.

Apenas se desprendía de la rada la embarcación, cuando Robertson, olvidando su habitual prudencia, se lanzó sobre el viejo patrón y lo arrojó al agua.

Robertson ignoraba que se las había con un lobo marino, excelente nadador.

Pocos días después la fragata española, a cuyo bordo iba el viejo Thompson, descubría a la goletilla pescadora oculta en una ensenada de Saipán.

Preso Robertson, nada pudo alcanzarse de él con sagacidad, y el capitán español dispuso entonces que fuese azotado sobre cubierta.

Eran transcurridos cerca de dos años, y las gacetas todas de Europa habían anunciado la desaparición del Peruvian, acusando al comandante Robertson. El marinero milagrosamente salvado en Wahou había también hecho una extensa declaración. Los armadores ingleses y el almirantazgo ofrecían buena recompensa al que capturase al pirata. El crimen del aventurero escocés había producido gran ruido e indignación.

Cuando iba a ser flagelado, pareció Robertson mostrarse más razonable. Convino en conducir a sus guardianes al sitio donde tenía enterrados los dos millones; pero al poner el pie en la borda del bote, se arrepintió de su debilidad y se dejó caer al fondo del mar, llevándose consigo su secreto.

III

Una noticia importante, por vía de conclusión, para los que aspiren a salir de pobres.

La isla de Agrigán, en las Marianas, está situada en la latitud Norte 19º 0', longitud al Este del meridiano de París 142º 0'.

Dos millones no son para despreciados.

Conque así, lectores míos, buen ánimo, fe en Dios y a las Marianas, sin más equipaje.

(1869)

Fondo Editorial Periodística Oiga

Las cayetanas

Arma atroz es el ridículo, y tanto que, hasta tratándose de las cosas buenas, puede ser matadora.

Por los años de 1704, un clérigo filipense, nombrado D. Gregorio Cabañas, empleó ochenta mil pesos, de su peculio y limosnas de los fieles, en la fundación de un beaterio, mientras conseguía de Roma y del monarca español las respectivas licencias para elevarlo a la categoría de monasterio. Todo iba a pedir de boca para el entusiasta padre Cabañas, que contaba con influencias en la aristocracia y con la buena voluntad del católico pueblo. El siglo era de fundaciones monásticas, y los habitantes de esta ciudad de los reyes soñaban con la dicha de poseer, ya que no una iglesia, siquiera una capilla en cada calle.

Frecuente era entonces leer sobre el portal o arco del zaguán de las casas, y en gordos caracteres, esta inscripción u otras parecidas: Alabado sea el Santísimo Sacramento, lo que daba a los edificios un no sé qué de conventual.

Los vecinos de Abajo el Puente, que no tenían en su circunscripción ningún monasterio, eran los que más empeño tomaban para que el proyecto del padre Gregorio fuese en breve realidad.

Por fin, inaugurose la fundación con diez y seis beatas, número suficiente para prometerse rápido progreso y despertar la envidia de los otros beaterios y aun de las monjas.

Pero cuando empezaron a salir a la calle las cayetanas o teatinas, los muchachos dieron en rechiflarlas, y las vecinas en reírse del hábito que vestían las nuevas beatas.

Francamente, que el padre Gregorio anduvo desacertado en la elección de uniforme para sus hijas de espíritu.

Con decir que el hábito de las cayetanas era una sotana de clérigo, digo lo bastante para justificar el ridículo que cayó sobre esas benditas. Usaban el pelo recortado a la altura del hombro y llevaban sombrero de castor. Lucían además una cadeneta de acero al cuello y pendiente de ella un corazón, emblema del de Jesús.

Tales prójimas eran en la calle un mamarracho, un reverendo adefesio.

No pasó un año sin que todas hubiesen desertado, colgando la sotana, cansadas de oír cantar a los muchachos:

«Con maitines y completas,

No son lanzas ni chancletas,

Cayetanas

Candidonas,

Con sotanas

Como monas.

Aunque canten misereres,

No son hombres ni mujeres,

Más pelonas

Que las ranas,

Candidonas

Cayetanas».

Todos los esfuerzos del padre Cabañas por llevar adelante la fundación, se estrellaron ante el ridículo popular; y seis años después, en 1711, tuvo que ceder el local y rentas a los padres mínimos de San Francisco de Paula.

Desde entonces fue estribillo entre las limeñas (estribillo que muchos de mis lectores habrán oído en boca de las viejas) el decir, para calificar de necia o de tonta a una mujer:

«¿Quién lo dice? ¿Fulana?

»No le hagas caso, es una... cayetana».

(1868)

Fondo Editorial Periodística Oiga

Los endiablados

Pepo Irasusta y Pancho Arellano eran amigos de uña y carne, de cama y rancho.

De repente, el pueblo dio en decir que habían hecho pacto con el demonio; y hoy mismo, al hablar de ellos, los llama los Endiablados.

¿Por qué? Esto es lo que el relato popular va a explicarnos.

Entretanto, lector, si te ocurre dar un paseo por San Jerónimo de Ica, hasta las piedras te referirán lo que hoy, alterando nombres por razones que yo me sé, ofrece tema a mi péñola. Añadiré también, para poner fin al introito, que viven todavía en la ciudad de Valverde muchísimas personas que en el decenio de 1830 a 1840 conocieron y trataron a los héroes de esta conseja o sucedido.

I

Pancho Arellano era un indio cobrizo, que ganaba el pan de cada día, manejando una pala como peón caminero o mozo de labranza en un viñedo. El infeliz echaba los bofes trabajando de seis a seis para adquirir un salario de dos a tres pesetas e ir pasando la vida a tragos. Parecía destinado a nunca salir de pobre, pues ni siquiera había en él artimaña para constituirse jefe de club eleccionario, ni hígados para capitanear una montonera, cargos que suelen dejar el riñón cubierto.

Un día abandonó Arellano la lampa, y sin que nadie atinara a saber de dónde había sacado dinero, echose a dar plata sobre prendas con el interés judaico de veinticinco por ciento. Y fuele tan propiciamente, en oficio que requiere tener las entrañas de Caín y la socarronería de Judas, que, a poco hacer, se encontró rico como el más acaudalado del lugar.

En medio de su bienandanza, lo único que le cascabeleaba al antiguo patán era que el pueblo le negase el Don; pues grandes y pequeños, lo llamaban Ño Pancho el de la esquina.

-Esto no puede soportarse -se dijo una noche en que estaba desvelado-, es preciso que me reciba de caballero.

Y al efecto, empleó dos meses en preparativos para dar en su casa un gran sarao, al que invitó a todo lo más granado de la sociedad iqueña.

El usurero, picado por el demonche de la vanidad, desató los cordones de la bolsa, gastando algunos miles de pesos en muebles y farolerías que hizo traer de Lima. La fiesta fue de lo más espléndido que cabe. Digo bastante con decir que para asistir a ella emprendieron viaje desde la capital de la república un general, tres diputados a Congreso, el cónsul de su majestad Kamahameha IV, un canónigo, un poeta periodista y varias otras notabilidades.

Terminado el festejo, que duró ocho días, en los que Arellano echó la casa por la ventana para tratar a sus convidados a cuerpo de rey, quedó ejecutoriada su decencia, y todo títere empezó a llamarlo don Francisco. Era ya un caballero hecho y derecho, por mucho que los envidiosos de tan improvisada ascendencia le aplicarán la redondilla:

«¡Qué hinchado y qué fanfarrón

entre las ramas habita!

Pues sepan que fue pepita,

aunque ya lo ven melón».

Pasaban los años, aumentaba la riqueza de D. Francisco, y disfrutaba de la general consideración, que en este mundo bellaco alcanza a conquistarse todo el que tiene su pie de altar bien macizo.

Nadie paraba mientes en que el ricacho no cumplía ninguna de las prácticas de buen cristiano, y que lejos de eso, la daba de volteriano, hablando pestes del Papa y de los santos. Mas de la noche a la mañana se le vio confesar muy compungido en la iglesia de San Francisco, hacerse aplicar recios cordonazos por los frailes, beber cántaros de agua bendita y cubrirse el cuerpo de cilicios y escapularios.

Ítem, decía a grito herido que era muy gran pecador, y que el Malo estaba empeñado en llevárselo en cuerpo y alma.

De aquí sacaban en limpio las comadres de Ica, caminando de inducción en inducción, que Arellano para salir de pobre había hecho pacto con el diablo; y que estando para cumplirse el plazo, se le hacía muy cuesta arriba pagar la deuda.

Es testimonio unánime de los que asistieron a los funerales de don Francisco que en la caja mortuoria no había cadáver, porque el diablo cargó hasta con el envoltorio del alma.

II

Pepe Irasusta había sido un bravo militar que, cansado de la vida de cuartel colgó el chopo y se estableció en Ica. Aunque no vareaba la plata como su compadre y amigo Arellano, gozaba de cómoda medianía.

Por aquellos años, como hoy mismo, era fray Ramón Rojas (generalmente conocido por el padre Guatemala) la idolatría de los iqueños. Muerto en olor de santidad en julio de 1839, necesitaríamos escribir un libro para dar idea de sus ejemplares virtudes y de los infinitos milagros que le atribuyen.

Irasusta, que hacía alarde de no tener creencias religiosas, dijo un día en un corro de monos bravos y budingas:

-Desengañarse, amigos. Ese padre Guatemala es un cubiletero que los trae a ustedes embaucados hablándoles de la otra vida. Eso de que haya otro mundo es pampirolada; pues los hombres no pasamos de ser como los relojes, que rota la cuerda, ¡crac!, san se acabó.

-Otra cosa dirá usted, D. Pepe, cuando le ronque la olla, que más guapos que usted he visto en ese trance clamar por los auxilios de la iglesia -arguyó uno de los presentes.

-Pues sépase usted, mi amigo, que yo ni después de muerto quiero entrar en la iglesia -insistió Irasusta.

Era la noche del miércoles santo, e Irasusta se sintió repentinamente atacado de un cólico miserere tan violento que, cuando llegó a su lecho el físico para propinarle alguna droga, se encontró con que nuestro hombre había cesado de resollar.

No permitiendo el ritual que en jueves ni viernes santo se celebren funerales de cuerpo presente, ni siendo posible soportar la descomposición del cadáver, resolvieron los deudos darle inmediata sepultura en el panteón.

Así quedó cumplida la voluntad del que, ni después de muerto, quería entrar en la casa de Dios.

Pocos días después, en la iglesia de San Francisco y con crecida concurrencia de amigos celebrábanse honras fúnebres por el finado Irasusta.

En el centro de la iglesia y sobre una cortina negra leíase en grandes letras cortadas de un pedazo de género blanco:

¡¡¡JOSÉ IRASUSTA!!!

En los momentos en que el sacerdote oficiante iba a consagrar la Hostia divina, desprendiose un cirio de la cornisa del templo e incendió la cortina. Los sacristanes y monagos se lanzaron presurosos a impedir que se propagase el fuego; pero a pesar de su actividad, no alcanzaron a evitar que gran parte de la cortina fuese devorada.

Cuando se desvaneció el peligro, todos los concurrentes se fijaron en la cortina y vieron con terror que las llamas habían consumido las seis primeras letras de la inscripción, respetando las que forman esta palabra:

ASUSTA!!!

Aquí asustado el cronista, tanto como los espectadores, suelta la pluma, dejando al lector en libertad de hacer a sus anchas los comentarios que su religiosidad le inspire.

(1870)

UNIVERSIDAD DEL PAÍS VASCO

UNIVERSIDAD DEL PAÍS VASCO

Retrato al óleo de Ricardo Palma por Teófilo Castillo Fundación Ricardo Palma. Fotografía de Brunella Scavia.

Caricatura de Ricardo Palma por Eduardo Álvarez Angélica Palma, Ricardo Palma, Buenos Aires, Ediciones Cóndor, 1933.

Retrato idealizado de Ricardo Palma anciano, en el Centenario de su nacimiento, por Jorge Holguín de Lavalle Ricardo Palma: 1833-1933, Lima, Sociedad Amigos de Palma, 1934, p. 9.

Fondo Editorial Periodística Oiga

Ricardo Palma y los Estados Unidos

Oswaldo Holguín Callo

1. Palma en los Estados Unidos1

Ricardo Palma estuvo en Nueva York en abril de 1865, a los treinta y dos años. Procedía del Brasil y su destino era el Perú. No era indispensable arribar al populoso puerto yanqui para encaminarse al istmo de Panamá, paso obligado hacia el Perú, de manera que cabe pensar que hubo en Palma el deseo manifiesto de observar de cerca el descomunal desarrollo de la gran nación expresado en forma elocuente en la pujanza de su mayor emporio comercial e industrial, apenas triunfante de la sangrienta Guerra de Secesión.

La impresión que Nueva York le causó debió de ser muy fuerte, aunque no ha quedado consignada por escrito. Sus estadías en Londres y, sobre todo, en París, le proporcionaron ciertamente un recuerdo más afín a su temperamento. Sin embargo, posible es que en aquellos días de primavera conociera a Henry Wadsworth Longfellow, uno de los más importantes vates del país, quien sabe acompañado del también notable poeta colombiano Rafael Pombo, al lado de quien Angélica Palma lo retrata en largas charlas de ignorado aunque sospechable asunto. Lo cierto es que en algún momento más o menos próximo a su encuentro con Longfellow -referido al paso en la postrera tradición «Una visita al mariscal Santa Cruz»- Palma tradujo una de sus más celebradas composiciones, «El Salmo de la Vida», cuyos primeros versos dicen:

¡Ah! ¡No!, no me digáis con voz doliente

que la vida es un sueño,

que el alma muere donde el cuerpo acaba,

que es nuestro fin incierto.

El poema contiene una auténtica profesión de fe en la vida y expresa ilimitada confianza en el destino trascendente del hombre por medio del trabajo, cuyo valor exalta tanto como el designio divino que lo respalda. Trasunta así buena parte de la escatología protestante. De lo cual se infiere que no la grandeza material sino el esfuerzo humano al servicio de la sociedad, parece haber sido la impresión más nítida de su corto tránsito neoyorquino, sin olvidar por cierto el asesinato del presidente Lincoln el 14 de ese abril a manos de un fanático esclavista. Palma siempre recordó que aquel magnicidio no interrumpió la vida ciudadana, a diferencia de lo que ocurría en nuestros países en casos similares, y que por consiguiente no debía temer el retraso de la salida del vapor que lo habría de conducir a Colón en la fecha señalada. El Perú vivía momentos de preguerra internacional a causa de la ocupación de las islas Chincha por la marina española, así como de los sucesos subsiguientes, y, en general, el continente sufría los ardides de Belona.

Tendrán que pasar algunos años antes de hallar nuevamente a don Ricardo en la Unión, esta vez por medio de sus tradiciones. Durante la década de 1870, y en adelante, circularon con general aprecio del público lector de habla española los relatos que escribía Palma a instancias de directores y editores de diarios y revistas, las más de éstas literarias. El semanario neoyorquino Las Novedades, editado en español por el benemérito José G. García, su fundador y di rector, era uno de ellos. Durante la ocupación de Lima por una voraz tropa enemiga, Palma publicó en él numerosas tradiciones. Pues bien, con las que tenían como protagonista al célebre conquistador Francisco de Carvajal, y «para satisfacer la demanda de números ya agotados, decidió el señor García coleccionarlas en un tomito con el título de El Demonio de los Andes», el mismo que apareció a principios de 1883. El primer libro palmino de factura norteamericana gozó de gran aceptación entre el público, principalmente el de habla española, de suerte que pronto se agotó.

Con Nicanor Bolet Peraza, político, diplomático y escritor venezolano radicado en Nueva York, mantuvo Palma estrecha amistad. Aquél había fundado allí la Revista Mercantil y la Revista Ilustrada de Nueva York, de la cual se ha dicho que fue «una de las publicaciones que más han contribuido a dar a conocer a los pueblos hispanoamericanos». Hacia 1894 redactaba una revista mensual de tono literario titulada Las Tres Américas, nombre que seguramente le venía de un congreso panamericano reunido por entonces en Washington. Al prolífico periodista caraqueño le preocupaba sobremanera estrechar los lazos de amistad entre Hispanoamérica y los Estados Unidos, así como dar a conocer en éstos los logros intelectuales de los pueblos al sur del río Grande, objetivo que lo llevó a reproducir en uno de los números de su revista un retrato de don Ricardo acompañado de sinceros párrafos de elogio y no descaminada crítica literaria. Según Bolet Peraza, el ecuatoriano Juan Montalvo y el peruano Palma eran los dos grandes maestros del estilo en Hispanoamérica, aquél por ser todo fuerza, éste por ser todo gracia; pero en tanto Montalvo tenía muchos discípulos, Palma los tenía más escasos porque

el arte que él enseña es más difícil, y hay que venir a él con diploma de suficiencia firmado de puño y letra de la Naturaleza misma. Se ha de nacer con genio de pintor y con ingénita vis cómica; se ha de saber observar y sentir lo que se observa; se ha de poseer la facultad eminentemente artística de dar con el lado débil que las más graves cosas humanas tienen, por donde quien graves las dispuso, olvidpse de hacerlas invulnerables a la riente malicia de la crítica.

Hoy día, gracias a recientes estudios de Estuardo Núñez, sabemos que no fueron escasos los discípulos de don Ricardo, y desde siempre que ninguno llegó a igualar su estilo o su técnica.

La amistad entre Palma y Bolet Peraza se aprecia muy bien en las cartas de éste reproducidas en el Epistolario publicado por Raúl Porras Barrenechea. Suscritas entre junio y octubre de 1894 y enero de 1895, nos traen a la memoria uno de los más notables testimonios de época redactados por Palma: sus Recuerdos de España, páginas que, como pocas de igual carácter, nos colocan frente a retratos fidelísimos de los más célebres escritores peninsulares de fin de siglo, a quienes el limeño conociera durante su viaje para asistir a las celebraciones del cuatricentenario colombino. En tono de autorizado consejo, Bolet Peraza lo alienta a publicar sus preciosos esbozos:

No le retraiga para ese hermoso trabajo el temor de que en la semblanza de los escritores españoles haya de ir mucho de lo personal de usted. Yo le aseguro desde ahora que eso justamente contribuirá a hacer más simpáticos los artículos, pues encenderán en cada pecho hispanoamericano un granito de la mirra del orgullo, toda vez que los homenajes que a usted rindieron las letras castellanas representadas por aquellos sus eximios amigos en Madrid y otras ciudades, a todos nos honran...

No se equivocó el sagaz periodista porque precisamente a ese toque personal, único, se debe que perduren los Recuerdos de España.

2. Los amigos yanquis de Palma2

Fueron numerosos los norteamericanos que a don Ricardo le manifestaron su aprecio y admiración. Entre ellos habría que citar a notables hispanistas y estudiosos de la literatura castellana, a esforzados profesores universitarios de español y a diligentes periodistas. Desde su cargo de Director de la Biblioteca Nacional, Palma mantuvo cordiales relaciones con importantes instituciones de cultura de los Estados Unidos, a las cuales enviaba las publicaciones que, merced a sus gestiones, costeó el Estado. Ellas tuvieron el noble propósito de hacer públicos notables manuscritos que hacía muchos años aguardaban edición, aunque no menos cierto es que en algunos casos faltó mayor rigor en la presentación y preparación de los originales. Con todo, esos libros sirvieron para iniciar una labor editorial a cargo de la primera biblioteca del país, la cual, lamentablemente, no ha sido proseguida sin altibajos.

En los primeros años de nuestro siglo estuvo en el Perú la publicista Marie Robinson Wright con el propósito de escribir un libro que sirviera de carta de presentación ante el mundo a la entonces floreciente república sudamericana. Como debía suceder, se entrevistó con Palma en su despacho de la Biblioteca Nacional y obtuvo los datos que buscaba para el respectivo capítulo de su obra. Los setenta y tantos calendarios pesábanle a Palma pero no le impedían demostrar firmeza y seguridad en el trato; por el contrario, su palabra certificaba la calidad y persistencia de su talento. Mucho de su retrato humano y de su obra al frente de la Biblioteca se halla reproducido en el libro escrito en inglés que en 1908 la señora Wright imprimió en un taller de Filadelfia bajo el título de El antiguo y el nuevo Perú. Una historia de la antigua herencia y del moderno desarrollo y esfuerzo de una gran nación. Pero no terminaron en él sus empeños pues se propuso, con la venia de don Ricardo, traducir al inglés las Tradiciones peruanas y publicarlas en su país. La empresa, sin embargo, no culminó como hubiera sido de desear debido, al parecer, a la poca calidad del trabajo, cosa que se colige de una carta a don Ricardo del notable historiador y catedrático de la Universidad de Columbia William R. Shepherd, de principios de 1910.

De aquella época datan también unas consultas epistolares hechas a Palma por Elijah Clarence Hills, otro notable hispanista yanqui que por 1911 y 1912 era catedrático de lenguas romances en la Universidad de Colorado, sobre ciertos asuntos de literatura peruana -bibliografías, tendencias, talentos jóvenes- y, en particular, el drama quechua Ollantay. Don Ricardo absolvió los requerimientos de quien en la historia figura como el primer conferenciante en los Estados Unidos, y nada menos que en Harvard, de materia tan apreciada por ambos, como lo era la poesía hispanoamericana.

En 1919, año de su muerte, Palma fue entrevistado en su casa de Miraflores por dos notables escritores yanquis: William Belmont Parker y Sturgis Elleno Leavitt. Parker había recibido el encargo de la Sociedad Hispánica de América de dar forma a un libro de biografías de peruanos contemporáneos. El resultado fue el volumen titulado Peruvians of to-day, obra de vastos alcances en que podemos hallar retratados, con destacable método y limpio estilo, a varias decenas de notabilidades de la época, y naturalmente a don Ricardo. Aquélla parece ser su primera biografía en inglés, la cual, pese a algunos yerros, contiene valiosa información. Leavitt vino también en misión especial: realizar una investigación bibliográfica sobre la literatura peruana colonial y republicana. Su paso por Lima y algunas ciudades del país, así como por otros lugares de Sudamérica, ha quedado referido en un artículo publicado póstumamente. Allí consigna que Palma se interesó vivamente por los intelectuales norteamericanos que lo habían visitado en los últimos años, sobre todo por los notables historiadores Charles E. Chapman, de la Universidad de California, y William R. Shepherd, de la de Columbia, y que le proporcionó sus valiosas Memorias como Director de la Biblioteca Nacional. El testimonio de Leavitt, como muchos otros contemporáneos, nos muestra a un Palma convertido en singular reliquia viva, y a quien, casi en peregrinación, visitaban muchos personajes extranjeros que llegaban a Lima.

En fin, la presencia de su estimado amigo y protegido Julio César Tello en los Estados Unidos, en plan de alumno becario de la Universidad de Harvard por cuenta del Gobierno peruano, entre 1909 y 1911, pone a don Ricardo una vez más en contacto con la realidad norteamericana. Tello no se cansa de referirle en sus epístolas todo cuanto ven sus despiertos ojos de provinciano inteligente y disciplinado, como aquellas costumbres que democráticamente confunden a profesores y alumnos en ese reputado centro de estudios superiores. Los nombres de los sabios Hrdlicka, Boas y Farabee, entre muchos otros, surgen en las bien escritas cartas del sabio huarochirano, a quien Palma logra que el Gobierno del presidente Leguía le prorrogue la beca por un año más para perfeccionar sus estudios en Europa. Una nueva y corta temporada de Tello en la Unión, entre 1915 y 1916, le servirá a Palma para presentar sus saludos a Archer Milton Huntington, el eminente fundador de la Sociedad Hispánica de América, con sede en Nueva York, y para enterarse, gracias a una epístola del incansable arqueólogo peruano, que

en la ceremonia oficial de recepción que ofreciera el presidente de la Universidad de Yale, el profesor de Lenguas Románicas, hablando de la manera como Yale enseñaba el español y el carácter genuinamente americano que debía tener, dijo que ellos empleaban profundamente ejemplos tomados de los grandes maestros y literatos panamericanos, y después de mencionar a dos o tres norteamericanos, dijo que para sus alumnos les era familiar el nombre de Ricardo Palma, cuyas tradiciones sintetizaban toda una época de la vida latinoamericana.

Queda por descubrir el nombre de tan perspicaz catedrático.

3. Ricardo Palma en inglés3

Un día como hoy, hace sesenta y tres años, dejó de existir en Miraflores Ricardo Palma. Acabose su existencia física que no la extraordinaria vitalidad de su obra. Ciertamente ésta ha resistido el paso inescrutable del tiempo con el buen éxito reservado a los clásicos. Las Tradiciones peruanas se cuentan entre las mejores creaciones de la literatura hispanoamericana, y a ello débese sin duda que muchos estudiosos les dediquen horas hurtadas al descanso, o predestinadas con innegable empeño, para descubrir nuevas facetas de la magia verbal que las envuelve. En los Estados Unidos, después del Perú, es donde mayores logros ha alcanzado el palmismo, lo cual obedece en parte al temprano conocimiento de la obra de don Ricardo gracias a las traducciones y antologías que, sin propósitos exhaustivos, presentamos en los siguientes párrafos.

No parece existir otra selección de tradiciones vertidas al inglés que la publicada en 1945 por la editorial Alfred A. Knopf de Nueva York, la cual contiene treinta y ocho escogidos ejemplos de la ingente cantera palmina traducidos por Harriet de Onís bajo el título común de The Knights of the Cape. El tomito de doscientas sesenta y más páginas bien impresas adornadas aquí y allá con viñetas que reproducen las iniciales del autor y de la obra, mereció muchos elogios porque no sólo era el primer esfuerzo felizmente plasmado de traducir y salvar las dificultades que ofrecen a cada paso las tradiciones, sino porque era un logro muy digno de aplauso en la tarea de poner en contacto al clásico peruano con el público anglófono. Como era de desear, un glosario de algunas expresiones intraducibles acompañó al volumen, tanto como lo iniciaron, a guisa de prefacio, algunas páginas escritas por José Rollin de la Torre-Bueno y Thorne, un intelectual norteamericano de ascendencia y experiencia peruanas, así como otras de necesaria introducción de la traductora. En ellas, Harriet de Onís cala muy bien en el ambiente limeño que a Palma le tocó vivir, y no se equivoca al darle la calidad de fundador de la ciudad, porque si bien no estuvo al lado de Pizarro y sus compañeros, nos dice, merced a él se ha perpetuado su creación. En 1948, en The Golden Land, una antología del folclor latinoamericano, Harriet de Onís incluyó fragmentos de don Ricardo al lado de otros de escritores no menos célebres.

Sin embargo, en obras de contenido antológico y propósitos pedagógicos ya habían aparecido algunas tradiciones en la Unión. El Libro tercero de lectura de Carolina Marcial Dorado, editado por Gimm y Compañía, inserta las popularísimas «El alacrán de fray Gómez» y «Los mosquitos de Santa Rosa». La Antología de la literatura Hispanoamericana de Arturo Torres-Rioseco, publicada en 1939, en la que también aparece la tradición «El alacrán de fray Gómez», y los Cuentos de la América española de Alberto Vásquez, que vio la luz trece años más tarde y que reproduce «Una aventura del virrey poeta», pueden ser considerados buenos exponentes de la temprana preocupación que allá ha existido para presentar en español las obras literarias más representativas de nuestros países.

Lecturas Hispánicas, por Carlos García-Prada y William E. Wilson, profesores de español en la Universidad de Washington, que salió a luz en 1947 bajo el sello de la editorial D. C. Heath and Co., de Boston, y que recoge tres temas de las tradiciones adaptándolos al fin de la obra, constituye un audaz intento de valerse de las creaciones de don Ricardo para proporcionar material de lectura al estudiante de español, fin que exige no sólo textos especialmente ilustrativos de lo que se busca enseñar, sino todo un acompañamiento de ejercicios y material auxiliar. Por último, a esta necesariamente incompleta lista habría que añadir el libro de Mario B. Rodríguez, catedrático de la Universidad de Puerto Rico, en Mayagüez, titulado The Spirit of South América, texto de lectura publicado en 1957 que pretende ofrecer lo más notable de la civilización hispanoamericana tal como ha sido interpretado por sus propios escritores. Aparece allí una versión simplificada de la tradición «Una aventura del virrey poeta», a través de la cual el compilador ha intentado retratar la sociedad colonial en su aspecto más ligero. Como en el anterior ejemplo, se ha recurrido a la creación palmina para ofrecer un acabado ejemplo de buen narrar.

Desde 1945 en que se publicó la selección de tradiciones traducidas por Harriet de Onís, no se ha hecho otra semejante, lo que seguramente se debe a la enorme dificultad que entraña la empresa -máxime si tenemos presentes la riqueza y el colorido singularísimos del lenguaje palmino y las muchas expresiones coloquiales de que se vale y a la conocida vigencia y hasta familiaridad que existe con el idioma español en no pocos medios y círculos norteamericanos. La mejor prueba de este aserto la constituye una selección de catorce tradiciones originales publicada en 1969, con introducción y notas en inglés, por Pamela Francis para la prestigiosa casa Pergamon Press. Aunque impresa en la Gran Bretaña debemos considerarla editada también en los Estados Unidos ya que Nueva York es una de las importantes ciudades desde las que actúa dicha editorial. El bien diseñado tomo de ciento veintiuna páginas pertenece a la colección latinoamericana Pergamon Oxford y revela notables dosis de suficiencia en la selección, las notas y la bibliografía. Pamela Francis ha realizado ciertamente una gran labor en pro de la difusión del genio de don Ricardo en el ámbito anglófono.

Atribuir exclusivamente a tales obras el desarrollo del palmismo en Norteamérica sería, sin embargo, cometer una gran injusticia con los muchos lectores de las Tradiciones peruanas de épocas anteriores. Díganlo si no los miembros de la Sociedad Hispánica de América, con sede en Nueva York, y de la Asociación Americana de Profesores de Español, que hicieron a don Ricardo socio honorario de sus instituciones. Y si ello no bastara, tráigase a la memoria el mensaje de saludo colectivo que en agosto de 1919, dos meses antes de su sereno ocaso, le enviaron el presidente Wilson, el cardenal Gibbons, arzobispo de Baltimore, el Premio Nobel de la Paz Elihu Root, y los intelectuales y científicos Archer Milton Huntington, William R. Shepherd, Leo Stanton Rowe y Alex Hrdlicka, entre otros notables admiradores de su celebrado talento.

4. Palma en Norteamérica4

Los estudios palmistas en los Estados Unidos se iniciaron como parte de obras generales tales como la pionera Literary History of South America del notable hispanista Alfred Coester, publicada en 1916 y muchas veces reimpresa, La gran literatura iberoamericana de Arturo Torres-Rioseco y Las corrientes literarias en la América hispánica de Pedro Henríquez Ureña, obras clásicas que vieron la luz originalmente en inglés, con el respaldo de la Universidad de Harvard, en 1943 y 1945, respectivamente. En época más reciente, el notable investigador Ángel Flores se ha ocupado de don Ricardo con singular detalle en sus obras Historia y antología del cuento y la novela en Hispanoamérica, The literature of Spanish America y Masterpieces of Spanish American Literature, publicadas entre 1959 y 1974.

Al parecer, el primer estudio independiente, breve pero sustancioso, sobre Palma es el titulado «Ricardo Palma, tradicionista», escrito por George W. Humphrey y publicado en la revista Hispania en 1924. La tesis Estudio de los refranes de Ricardo Palma en las Tradiciones peruanas, presentada por Deodata Jiménez en 1933 para obtener una maestría en artes por la Universidad de California Meridional, debe de ser el primero de este género de recomendables y casi siempre rigurosos estudios. El trabajo de Ruth Sievers Thomas sobre las fuentes empleadas por don Ricardo para escribir sus relatos, materia de su disertación doctoral en la Universidad de Washington en 1938, merece justiciero encomio por la notable labor de investigación que denota. Tres años después, E. M. Hazelwood presenta otra tesis doctoral en la Universidad de California Meridional en la que se ocupa de las actitudes religiosas retratadas en las Tradiciones peruanas. Y en 1951 K. W. Webb elige como materia de otra tesis similar, esta vez en la Universidad de Pittsburgh, el interesante tópico de la técnica palmina y la recreación de la Lima colonial.

Párrafo aparte exige la tesis que en 1962, en la Universidad de California en Los Ángeles, presentó Shirley L. Arora sobre las comparaciones proverbiales en las tradiciones, la misma que cuatro años después mereció ser publicada por la editorial de dicha casa dentro de su serie de estudios folclóricos. Se trata de una magnífica investigación que descubre las raíces populares de los relatos de don Ricardo a lo largo de una minuciosa ordenación y compulsa de las frecuentes comparaciones en que es tan rico el lenguaje palmino.

Los tres palmistas, todos ellos autores de sendas tesis doctorales, más destacados hoy día en los Estados Unidos son Merlin D. Compton, William R. Wilder y Roy L. Tanner. A Merlin D. Compton la cultura peruana le debe un gesto de reconocimiento porque desde 1952 dedica sus mejores esfuerzos al estudio y la difusión de Palma y lo palmino, o, lo que es lo mismo, al conocimiento más cabal de una valedera aunque risueña imagen del Perú. De él nos hemos ocupado en una reseña de su magnífico libro Ricardo Palma. William R. Wilder ha labrado un estudio sobre los elementos románticos en la primera edición de la primera serie de las tradiciones; presentado a la Universidad de Saint Louis en 1966, denota igualmente mucho método y análisis. Y Roy L. Tanner, el palmista más destacado de su joven generación, ofreció en 1976 a la Universidad de Illinois en Urbana-Champaign, un excelente trabajo sobre el arte de la caracterización en selecciones representativas de las tradiciones. Tanner sigue en forma brillante el ejemplo de Compton porque, además de sendos artículos ya publicados acerca del retrato literario realizado por Palma y el arte de la caracterización en «Don Dimas de la Tijereta», y numerosas ponencias y artículos de próxima aparición, tiene listo para entrar en prensa un excelente estudio sobre el estilo de humorismo en las tradiciones.

Con ser muchos y muy buenos, los títulos mencionados no son sino los que corresponden a los trabajos pioneros y a las tesis. El centenario del nacimiento de Palma, en 1933, dio lugar a recuerdos y comentarios aparecidos en conocidas publicaciones periódicas, así como los Congresos de Catedráticos de Literatura Iberoamericana han sido ocasión no desaprovechada por más de uno de ellos para presentar monografías de algún significado, v. gr., sobre el valor folclórico y estilístico de las tradiciones o los motivos de ironía y sátira presentes en ellas. Un escueto inventario de las materias enfocadas en distintas y distantes revistas especializadas tendría que acoger las relaciones entre Ricardo Palma y la profesión legal, el problema de la poesía romántica, el teatro peruano contemporáneo, y los tradicionistas mexicanos, sin olvidar que también se le ha enfocado como poeta depurador o en relación a una sonada polémica periodística con el inquieto escritor español Eloy Perillán Buxó, o también en cuanto a sus lecturas en lenguas extranjeras, sus Tradiciones en salsa verde, «Los ratones de fray Martín», «Carta canta» y otras materias de índole heurística. Habría también que mencionar la bibliografía debida al ya citado Ángel Flores y los estudios de nuestros compatriotas padre Rubén Vargas Ugarte y José Miguel Oviedo, este último radicado desde hace algunos años en los Estados Unidos. Avalan tales estudios las autorizadas firmas de los conocidos investigadores Sturgis Elleno Leavitt, Luis Monguió, Ernest Stowell, Daniel R. Reedy, Enrique Anderson Imbert, Lewis H. Rubman, Raquel Chang-Rodríguez, Carlos García Barrón, Conchita H. Winn y otros.

Desde un punto de vista próximo a la estadística, podría añadirse que entre 1930 y 1960 cada dos años veía la luz un nuevo aporte palmista, bien sea artículo o tesis, y que desde este último año no termina un calendario sin que se escriba algo nuevo. Existen trabajos inéditos de Ángel Flores y C. Norman Guice, aquél una antología crítica de Palma, éste una recopilación de cartas del tiempo de la ocupación de Lima durante la Guerra con Chile, además del ya citado de Roy L. Tanner y de las tesis doctorales mencionadas, algunas de las cuales, sin embargo, es posible conseguir mediante el eficiente aunque costoso servicio de xerocopia.

En fin, para rematar esta fatigosa excerpta recordemos que nuestro compatriota admiraba la «robusta y galana fantasía de Edgar [Allan] Poe» tanto como condenó siempre cualquier abuso del poder o del derecho, y que en horas de infortunio para su amada Biblioteca elevó una altiva protesta al ministro norteamericano residente en Lima, autorizado representante de la nación donde el palmismo hace hoy brillante escuela.

Fondo Editorial Periodística Oiga

Ricardo Palma, neólogo por excelencia

Roy L. Tanner

Truman State University

Durante su larga vida, Ricardo Palma mantuvo un interés activo en su lengua materna -su evolución y desarrollo. Le interesaban mucho la gramática y la sintaxis y siempre se esforzó por expresarse con corrección porque creía que era importante preservar la estructura inherente o fundamental del idioma. También le cautivaba el léxico, el cual, según su parecer, debía siempre mantener bastante flexibilidad para poder acomodar las continuas olas de acepciones y voces nuevas ocasionadas por los inevitables cambios y avances de una sociedad en movimiento. Para él, si un término gozaba de uso general y no violaba la índole de la lengua, merecía su inclusión en el diccionario.

A lo largo de los años este gran afán lexicográfico lo impelió a coleccionar cantidades de neologismos, fueran ellos americanismos, peruanismos, limeñismos o españolismos. Los comentó con frecuencia en sus tradiciones y en su masivo epistolario y más tarde en su vida los recogió en dos opúsculos -Neologismos y americanismos (1896) y Papeletas lexicográficas (1903). Palma practicó lo que predicó empleando una o más veces en sus Tradiciones peruanas un 24% de los vocablos propuestos en Neologismos y un 18% de los recomendados en Papeletas. En varias ocasiones y en particular en 1892-1893, don Ricardo propuso numerosas palabras a la Real Academia Española de la Lengua. Aunque al principio desairado en muchos casos, Palma persistió hasta el fin de su vida en abogar ante la Academia por las voces que él creía merecían entrada en el léxico. A fines del siglo XX notamos que el 68% de los términos propuestos en Neologismos ya había logrado entrada en el Diccionario de la lengua española y que el 88% se hallaba en el Pequeño Larousse (Compton 148). En efecto, el tradicionista merece nuestro agradecimiento por enriquecer el idioma.

Ricardo Palma admiraba a los grandes neólogos contemporáneos del castellano y cambió ideas y cartas con muchos de ellos. En sus misivas ensalza a este respecto a Eduardo Benot, Juan Valera, Pereda, José de Echegaray, y, en particular a Unamuno y a Galdós. A éste lo llamó «creador de infinitos neologismos» (Epistolario I: 465)1. Al rector de la Universidad de Salamanca lo identificó como «el más fecundo de los neólogos» (Epistolario II: 393). Por supuesto, Palma mismo tampoco titubeó en acuñar términos nuevos cuando la ocasión lo exigía: «Si para expresar mi pensamiento necesito crear un vocablo, no me ando con chupaderitos ni con escrúpulos: lo estampo, y santas pascuas» (Tradiciones 1509-1510).

Ahora bien. El propósito del presente trabajo es analizar con cierta profundidad y desde varios ángulos 1) las voces presentadas por don Ricardo en sus dos escritos lingüísticos principales; y 2) la naturaleza de su presentación.

En estos estudios, Palma sigue un plan algo variado. En muchos casos simplemente anota la palabra y añade una definición breve: «Vizcachera: La cueva de la vizcacha en los cerros»2. Otras entradas asientan el término y ofrecen solamente un ejemplo de su uso: «Apellidado: El apellidado Martínez y la apellidada López fueron pasados a la cárcel» (23). Para varias voces provee tanto una definición como un ejemplo:

Pechugón, a: Persona confianzuda, de poca delicadeza. Un ejemplo: hay sobre nuestra mesa un azafate con dulces, y decimos a una persona: lleve usted algunos dulces para sus niños. La persona se llena los bolsillos, reduciendo a menos de la mitad los dulces del azafate. Ése es un pechugón.

(209)

En algunos casos el autor se sentía obligado a comentar por extenso cierto vocablo. Por ejemplo, dedica unas tres páginas a presupuestar, término por el cual había luchado largos años mediante epístolas y en persona ante la Real Academia de la Lengua. Lo mismo ocurre con independizar. A varias palabras consagra al menos media página: adefesiero, clausurar, cablegrama, cobrar, desapercibido, desdoncellar, hurrá, incásico, prestigioso, quechua, quichua, talonario, vivar. En raras ocasiones sólo comenta: «Atenuador, a: No siempre es lo mismo que atenuante» (27), presumiendo cierto nivel de familiaridad con el idioma entre los lectores.

Al repasar los términos alistados en Neologismos y americanismos y Papeletas lexicográficas una persona del siglo XXI se sorprende al darse cuenta de la gran cantidad de voces sumamente comunes hoy día que hace un siglo todavía no habían ganado entrada en el léxico. Por ejemplo, consideren panamericano, feminista, cheque, espécimen, egotista, subtítulo, rango, pericote, desplazamiento, pormenorizar, revancha, imperialista, portavoz, rudimentario, superficialidad, etc. Algunos vocablos, que nunca fueron aceptados generalmente, nos llaman la atención por lo preciso de su definición; otros, por la lógica que encierran.

Copólogo: Músico que saca harmonías de las copas de cristal.

(60)

Chupamelona: Vida regalada a expensas de otro.

(71)

Chupatomates: Adulador grosero.

(71)

Varias voces nos interesan hoy por lo inusitada o humorística que resulta la descripción:

Guillotinable: Persona que merece la guillotina;

(134)

[voz que carecería de corrección política hoy en día]

Desorejador: Que corta orejas;

(86)

[oficio poco ejercido en los días que corremos].

Esperanto: Lengua embrionaria o jerigonza que, como el volapuk, pretenden candorosamente algunos chiflados convertir en idioma universal. Que esperen los del esperanto hasta el día del juicio, a la hora de encender faroles.

(110)

Margarina: Mantequilla falsificada que se elabora en algunos pueblos.

(179)

Dos que, a mi ver, debieron haber cundido son:

Chanchada: Acción digna de un cerdo.

(63)

Pulguiento: Persona o animal a quien las pulgas acosan.

(229)

[Hace falta como equivalente de flea-bitten en inglés.]

A veces cuestionamos la necesidad de cierta palabra:

Onanista: Que comete el pecado de Onán.

(197)

Enfrailador: Persona que conquista a otra para que se meta fraile o para que proteja intereses de frailes.

(103)

Palma ha articulado su criterio sobre el desarrollo del léxico castellano en varios escritos suyos -cartas, las tradiciones, etc. En Papeletas y Neologismos se traslucen sus opiniones por todas partes. A veces se toma la molestia de articularlas con exactitud, normalmente para reforzar su argumento a favor de la voz en cuestión. Por ejemplo, al discurrir sobre desapercibido señala que las «lenguas son eminentemente democráticas, y hay que acatar las imposiciones de la mayoría habladora. Otra cosa es ir contra la corriente, por exageración pedantesca de purismo» (77). En cuanto a silenciar declara en forma semejante que no le gustaba al principio el verbo pero que había transigido al percatarse de su empleo generalizado. «Para mí las imposiciones de la mayoría, en materia de lenguaje, merecen acatamiento» (255). A veces, cuando discrepa con el Diccionario, ofrece su perspectiva personal:

Para mí, desapadrinar, es retirar nuestra protección, nuestro apoyo o favor.

(78)

«Para mí la veracidad es sólo una cualidad moral del ser pensante. La deficiencia en la definición académica ha dado campo para que se generalicen locuciones tan disparatadas como estas: la veracidad del relato, la veracidad del suceso, etc.»

(316)3

Cuando Palma arrostra a la Academia, la expresión de sus ideas puede cobrar audacia. De incásico dice: «Es de esperar que la Academia tenga en cuenta que somos los peruanos dueños de la palabra... y que toda imposición infundada crea resistencias, y aún aleja a los pueblos» (147-148). Tocante a exquisitez aconseja que lo «discreto [para la Academia] es transigir y dar cabida a vocablo que encontramos muy expresivo y nada forzado. Sustantivar el adjetivo exquisito dista mucho de ser pecado, ni gordo, ni venial, en filología» (308-309).

En Neologismos y americanismos y Papeletas lexicográficas Palma aboga por varios vocablos relacionados con su propio oficio de creador de anécdotas históricas. En aquél propone muy apropiadamente la voz tradicionista definiéndola como «El que relata o escribe tradiciones populares». Respondiendo de antemano a la crítica esperada añade: «Y no me digan que abogo en causa propia al apuntar el vocablo. A nadie, que yo sepa, se le ha ocurrido hasta ahora decir o escribir el tradicionalista Ricardo Palma» (NA 1405). En el segundo opúsculo defiende el verbo tradicionar.

Muchas veces me vino este verbo a los puntos de la pluma. Diferenciándose la historia de la tradición, parecíame más correcto escribir el suceso que tradicionamos, por ejemplo, pues no habría estado en la verdad estampando el suceso que historiamos. El tradicionista rioplatense D. Pastor Obligado no ha tenido mis escrúpulos para conjugar el verbo tradicionar, verbo bien formado y, por lo tanto, muy digno de tener cabida en el Diccionario.

(315)

No ha de sorprendernos que también apoyara voces que precisaban para describir el tono y el estilo mismos de las tradiciones. Me refiero a los términos humorismo, humorista, humorístico y humorísticamente. Noten cómo define el primero: «Estilo en que hermana la gracia con la ironía» (141) -una buena descripción de lo que se aprecia en una tradición palmiana. Propuso una segunda acepción del término neólogo diciendo que no «es sólo el que emplea neologismos, como dice el Léxico, sino también el que los crea». Luego agrega: «Para mí el más fecundo neólogo del día, en esta segunda acepción, es Unamuno» (192). También le pareció apropiada la voz neología (NA 1398).

Cuando don Ricardo se pone a discurrir en sus estudios lingüísticos, a menudo se percibe el mismo tono y estilo que permean e informan las Tradiciones peruanas. Como pasó en los Anales de la Inquisición de Lima, no pudo evitar que su natural tendencia a la burla y la sátira influyese a veces en comentarios que normalmente deberían expresarse en forma seria. Por ejemplo, hablando de dos voces sinónimas sugiere que si coexisten en el Léxico no hay «peligro de que se hunda la tierra» (154). De susceptibilidad mantiene que el «vocablo está tan generalizado que no habrá guapo que logre expulsarlo de casa» (263). Refiriéndose a ovacionar precisa que el «verbo es más usado por los periodistas que las uñas para rascarse» (199). Reprende a la Academia por imponer que un urinario tenga que ser cómodo y decente, notando que quien «se ve precisado a acudir a un urinario público no pide gollerías» (274). También la reprocha por cambiar el género de la voz llama, el cual siempre ha sido femenino. Lamenta así: «El siglo XX nos ha traído la novedad de cambiar el artículo a un utilísimo e inofensivo animal de carga que tiende ya a desaparecer, ofendido acaso por la innovación lexicográfica. A este paso la vicuña será pronto el vicuña»4 (175). Propone una serie de términos para designar al que «pronuncia un pobre discurso» o «desempeña mal su papel»: ajusticiable, ahorcable, fusilable, guillotinable, etc. (126, 286).

Varios vocablos comentados por Palma reflejan su vínculo con los masones: mallete, masón, masonería, recipiendario, etc. Su inquina a los jesuitas se infiere en voces como jesuíticamente, jesuitada, jesusitizable o jesuitismo -vocablo este último que ya se había eliminado del Diccionario. Según Palma, el término se había encaprichado en vivir. «Es curioso que la Compañía de Jesús impere hasta en el Diccionario» (163-164).

Veamos ahora algunas de las categorías en las que se pueden clasificar los términos propuestos por Palma. Algunos provienen de determinados ámbitos o esferas -términos científicos o médicos o del comercio. Muchas fueron generadas por el ambiente peruano o americano. Me refiero, por ejemplo, a la geografía -puna, puquio, estero merece- o a la fauna, la ornitología y el mar: güerequeque (avecilla americana), cuaresmero (una ave del Perú), pericote, cuy, charapa (tortuga americana), choro (marisco), bagre (pequeño pez), equis (víbora), viscachera. En sus estudios Palma incluyó una plétora de términos botánicos. Entre ellos podríamos citar gramalote, pacay, quinua, jora, zapallo. De ñorbo dice que es «la flor que el Diccionario llama pasionaria» (194).

Papeletas y Neologismos contienen numerosas voces provenientes del quechua. Son términos que habían cundido en el ambiente andino y, para Palma, merecían el reconocimiento que un lugar en el diccionario les daría. En la mayoría de los casos el autor simplemente indica «del quechua» o «del quichua» para luego presentar una breve definición. A veces añade mayores comentarios: «Anaco: (Del quechua) La definición de esta palabra en el Diccionario es completamente falsa. El anaco no es el peinado de las indias sino el brial o pollera» (19). Varios de los vocablos describían fenómenos sumamente propios del ambiente andino / incaico y en muchos casos siguen empleándose hoy día. Me refiero, por ejemplo, al verbo asorocharse basado en el término quechua soroche -«Dolencia, a veces mortal, que acomete a los viajeros en las cordilleras andinas» (260)- o, paralelamente, a apunarse -«Sufrir el malestar propio de las frigidísimas punas (del quechua) andinas» (24). Garúa, término fundamental para describir el clima de varios pueblos de la costa, se define como «Ligerísima lluvia peculiar a algunos pueblos en donde, como en Lima, nunca hay aguacero ni se conoce el uso del paraguas» (NA 1394). Indispensables han llegado a ser las voces huaico y huaca.

Huaico: (Del quechua) Colosal masa de peñas que las lluvias torrenciales desprenden de las alturas de los Andes y que, cayendo en los ríos, produce el desbordamiento de las aguas. No hay voz castellana equivalente a huaico.

(140)

Huaca: Del quechua. Cementerio de los antiguos peruanos. De las huacas se extraen hoy objetos curiosos de la cerámica incásica.

(NA 1395)

También de uso constante son otros términos propuestos por Palma y derivados de la lengua de los incas: yapa, yaraví, jora, charango, etc.

En sus opúsculos Palma también propuso para el Diccionario otras voces relacionadas con la cultura andina, voces que él no especifica como provenientes del quichua. Algunas denotan cierto baile o capacidades vinculadas al baile. Considérense: cueca, zamacueca, zamacuequero, cachuar («bailar cachua ["baile popular de los indios en el Perú"]») (39). Otras, como camareta -«Especie de petardo que queman los indios en las fiestas» (40)-, aluden a las festividades. Palma dedica varios renglones al término bragueta y en particular a la frase «hablar como el gigante por la bragueta», expresión nacida de los figurones empleados en las fiestas del Corpus y que se refería a alguien que hablaba de algo que ignoraba en realidad, pero que presumía saber (35). Algunas palabras fueron generadas dentro del desarrollo histórico de la zona. Por ejemplo, don Ricardo corrige a la Academia en cuanto a la voz chapetón y luego aboga por la locución pagar la chapetonada, la cual se utilizaba para indicar que «todo español para aclimatarse tenía que sufrir algunas semanas... de una fiebrecilla endémica, propia del país, conocida con los nombres de terciana y de cuartana» (66). Palma también apoya el adjetivo tercianiento, con la que indicaba la «persona propensa a adquirir la terciana» (267).

Numerosas voces propuestas por Palma denotan una comida o bebida peculiar al ambiente peruano. La mitad de ellas provienen del quechua, otras no. Dos se atribuyen a los esclavos africanos -anticuchos, choncholí. Para Palma el protocolo normal para tales términos es indicar su procedencia, si le parece importante, y luego ofrecer una definición. En algunos casos trae a colación una frase idiomática basada en la voz en cuestión: «Armar patasca es embochinchar, formar gresca, buscar camorra» (207). En algunos casos, dando por sentado que su audiencia ya conoce cierta comida, simplemente relaciona la voz que propone con la otra: «Fritanga: Un guisado americano que en algo se diferencia de lo que, en España, se llama fritada» (125). Entre estos neologismos culinarios figura una cantidad de guisados -choncholí, pepián, picante, charquicán, patasca, pimentada. Uno, con el curioso nombre de ropavieja, se define sencillamente como «un guiso tan de familia como el puchero» (250), aludiendo al plato que en el siglo XIX «ocupó el primer lugar entre los guisos nacionales» (Weston 60). Varios otros tienen que ver con el maíz, incluso choclo, motear, coronta [«el corazón del choclo»] (61), chuchoca [«maíz tostado y molido»] (71) y jora [«maíz para la chicha»], todos subrayando la importancia de esa hortaliza en la historia agrícola del área. La harina de maíz figuraba como ingrediente principal en varias mazamorras, incluso el sango, el cual servía como «principal alimento de los esclavos en las haciendas y plantaciones» del Perú decimonónico (Weston 63). Palma propuso solamente dos verbos vinculados con el acto de comer -churrasquiar [«convidar a comer churrasco»] (72) - y motear, o sea, comer mote.

Las bebidas que don Ricardo quería que figurasen en el Diccionario abren otra ventana cultural sobre la sociedad peruana. Por ejemplo, en las tabernas de menor calidad se solía tomar ojigallo, una mezcla «de mal vino con pésimo aguardiente» (197). En las haciendas los negros se emborrachaban con onfacomeli, «un licor de aguardiente, miel, ámbar y otros condimentos» (197). Después de una noche en vela muchos peruanos acostumbraban tomar gloriado -un ponche matinal hecho con ron y otros ingredientes. Las carnes que señala también reflejan gustos peruanos y americanos bien arraigados- gustos que debían hallar cabida en el Diccionario. Vienen muy a cuenta el charqui, el churrasco y el cuy. Tocante a las famosas papas andinas Palma propone la voz chuño: «Harina de papas con la que se hace un alimento muy nutritivo para niños y enfermos» (72).

En sus dos libros sobre los neologismos Ricardo Palma plantea básicamente dos proposiciones. O recomienda otra acepción de una palabra que ya figura en el Diccionario o aboga por un término que falta en el léxico. Veamos dos ejemplos representativos.

Camal: Lo que en España se conoce por rastro o matadero de reses. Aunque el Diccionario trae la palabra, no ha considerado esta acepción.

(40)

Panfleto: Folleto, opúsculo. Ha cundido tanto entre los bibliófilos el empleo de esta voz, que ya merece admisión, lo mismo que el fascículo italiano.

(202)

A veces don Ricardo no ofrece ninguna justificación para la añadidura del nuevo significado o la inclusión de la voz nueva. Para otros vocablos se siente obligado o motivado a presentar una defensa, la cual puede variar desde una palabra hasta más de una página. Palma apoya varios términos porque son los que se usan en América y no los que se encuentran en el Diccionario. «Irisado [...] El Diccionario trae iridiscente, voz que nunca hemos encontrado usada» (160). La diferencia puede ser solamente la última vocal: «Pulguero: Habitación en que abundan las pulgas [...] El Diccionario trae pulguera» (229). En el caso de cornúpeto el tradicionista dice lo siguiente: «La Academia impone cornúpeta; pero no conocemos escritor taurino de España o de América que emplee la palabra del Léxico» (61). Irónicamente cogemos a Palma utilizando ambas voces en las Tradiciones peruanas5.

En forma semejante el escritor peruano propone muchas voces por ser las que se emplean en América y no las que se prefieren en España. «Ñato, a: Equivale al chato de España» (194); «Cucufato, a: Lo que, en España, se entiende por santurrón o santurrona» (64). En algunos casos a Palma le pareció importante ampliar su defensa del vocablo sugerido:

Cigarrería: En toda la América llamamos cigarrería a la tienda destinada a la venta de cigarros. En España, donde el Estado acapara el tabaco, se la llama estanco. No tendría sentido común el que los americanos, por acatamiento al Diccionario, empleáramos la misma voz.

(48)

Puede ser que la justificación se base en el que el neologismo propuesto simplemente sea más usado que otra voz o que la palabra del Diccionario se haya vuelto arcaica: «Jetón, a: No es muy usado en América el jetudo del léxico. Lo corriente es decir indio jetón, negra jetona» (164); «Denunciante: No está en el Léxico esta voz que es más usada que denunciador, sobre todo en lenguaje jurídico» (74); «Juzgamiento: El Diccionario sólo trae la palabra anticuada juzgamento, que hoy nadie emplea» (166).

Palma favorece otros términos por ser más útiles, precisos o expresivos. Noten la interesante explicación que presenta sobre condolencia:

Condolencia: La expresión de nuestra pena por la desgracia ajena. Cree la Academia que basta y sobra con la voz pésame. Los diplomáticos usan la frase condolencia nacional, que nos parece preferible a pésame nacional. Discurro que el pésame (me pesa) es por entero individual y que, al generalizarlo, habría que decir el pésanos (nos pesa).

(56)

Opta por términos más expresivos y precisos en los casos de fecundizable y desbarrancarse:

Fecundizable: El fecundable del Léxico no expresa lo mismo que el adjetivo que apuntamos, nacido del verbo fecundizar y no del verbo fecundar.

(119)

Desbarrancarse: Rodar por un barranco, lo que es distinto de despeñarse. No siempre hay peñas en los barrancos de América.

En el caso de influenciar Palma intenta articular una distinción explícita entre influencia e influjo para justificar la voz. Indica que la Academia ha sostenido «cuestión batallona» contra el verbo a pesar de que (para Palma) los vocablos «no expresan idéntica idea. En la influencia hay algo de sugestivo. La influencia se impone, el influjo no» (154). También distingue entre preciosura (refiriéndose a una persona) y preciosidad (aludiendo a «objetos susceptibles de precio metálico») (216).

En muchos casos don Ricardo simplemente sugiere que se permita que dos términos de igual valor y de uso igualmente generalizado coexistan en el léxico, sin necesidad de que ni el uno ni el otro sean excluidos «de la familia» (124). Nótese su razonamiento:

Disparatero, a: Que dice disparates. El Diccionario trae disparatador; pero, en América, es el vocablo que apuntamos de uso más corriente. Bien podrían coexistir en el Diccionario disparatador y disparatero, como coexisten farfullador y farfullero y tantas otras análogas.

(92-93)

A veces el autor peruano mete una voz en Papeletas para poder discrepar con la definición dada por la Academia y así plantear otro término más correcto o lógico. Esto ocurre en el caso de inconstitucional. «Dice la Academia que es lo que no está conforme con la Constitución. Pues lo que no está conforme con la Constitución va contra ella, y debe llamarse anticonstitucional» (148). Es interesante notar que hoy día en el Diccionario de la lengua española se hallen los dos vocablos con definición casi idéntica (94, 738). De vez en cuando Palma simplemente dice que una palabra tiene más derecho de existir que otra. «Más razón de existencia tiene este verbo [majaderear] que el majadear que trae el Diccionario» (176). En el caso de amueblado anota que es de uso generalizado «aunque sería más castizo decir casa amoblada» (19). Curiosamente el Diccionario trae hoy ambas voces. A veces Palma apoya un término precisamente porque las condiciones en América difieren de las que en España ocasionaron el del léxico, cosa que ocurre en el caso de contralmirantazgo: «La Academia ha admitido solo [sic] almirantazgo. En muchas repúblicas, donde no existe la clase de almirante, usamos la voz apuntada» (59).

En Neologismos y americanismos y Papeletas lexicográficas existen numerosos casos en los que don Ricardo aboga por un americanismo ya corriente y de uso amplio. Con frecuencia ofrece cierto comentario sobre el término. Típicas son las frases siguientes: «es locución corriente», «es frase general», «es frase muy usual en América», «es frase que se oye diariamente», «decimos familiarmente, en América», «es americanismo muy corriente», «es de uso bastante generalizado en América», «apenas habrá verbo más usado», etc. A veces expande el comentario.

Ahuesarse: Pasar mucho tiempo sin que se venda un artículo u objeto en una tienda. Dar muestra de aptitudes, y no hacer después cosa de provecho.- Fulano se ahuesó como escritor, por ejemplo, es americanismo muy corriente.

(12)

Términos encajados en esta categoría incluyen calabacear, mamandurria, caricaturar, acriollarse, cucarachero, amolar, vigencia, clausurar, panfleto, latinista, etc. De pucho dice que «en América nadie arroja la colilla sino el pucho» (228). La voz plebiscitario viene comentada así: «En las democracias no se puede hablar ni escribir prescindiendo de este adjetivo. A cada paso tropezamos con las actas plebiscitarias o el mandato plebiscitario» (NA 1401). Tocante a tramitar anota que «Tramitar un asunto, tramitar una solicitud, [...] son frases que todos, doctos e indoctos, empleamos en frecuencia sin acordarnos de que el verbo no lo trae el léxico» (NA 1405).

Como lector perspicaz y voraz Palma pudo observar cuando el empleo de un vocablo había cundido en ambos hemisferios. No hallándose todavía en el Diccionario, tales voces encuentran apoyo y justificación en los opúsculos palmianos. «Este neologismo», dice de germanizar, «y sus derivados se han aclimatado en América, y aún en la prensa española» (130-131). Aludiendo a editar mantiene que pocos «verbos hay más generalizados en España y América» (95). A veces inserta una nota etimológica: «Desde la invasión francesa se generalizó, en España y en América, la palabra [papillota]» (204). Palma escribe prolijamente sobre desdoncellar, voz antigua que, según él, había caído en desuso en España, pero que aún se conservaba en algunas repúblicas de América (82).

El escritor peruano planteó y defendió varias voces por no existir palabra equivalente que expresase con concisión la misma idea. Por ejemplo, apunta que turista merecía entrada en el Léxico porque el galicismo se había impuesto «por falta de voz castellana para designar al que hace viajes cortos y recreativos» (272). Como ya se ha señalado, pasa lo mismo con huaico -no habiendo «voz castellana equivalente» (140). Su explicación sobre el siguiente vocablo ejemplifica su capacidad de definir con precisión.

Tinterillaje: Este neologismo, de muy reciente vida, satisface una exigencia de lenguaje, pues carecíamos de palabra que expresase sintéticamente la idea de asociación de rábulas y escritorzuelos para defender, en la prensa o ante los tribunales, una mala causa de partido o jurídica. El tinterillaje politiquero es el más generalizado y odioso.

(269)

Don Ricardo propone muchos términos por haber percibido la frecuencia de su uso en esferas específicas. La mayoría provienen del ambiente jurídico. «Conyugicidio: En lenguaje jurídico es el asesinato realizado en el matrimonio, por uno de los cónyuges» (58). Otros eran de uso frecuente en la oratoria sagrada o la curia eclesiástica -secularizador, panegirizar o en cierto juego, como tresillo (horqueta). Según Palma, en países mineros se había hecho indispensable el empleo de catear, «que significa expedicionar buscando minas» (46) -como la palabra to prospect en inglés.

Por supuesto, por ser limeño abogó por los términos más arraigados en la Ciudad de los Reyes y en terruño peruano que todavía faltaban en el Diccionario. Me refiero a vocablos como cunda, lisura, o ñeque. Este último lo define como brío, fuerza o robustez, notando que «Juan de Arona, en largo artículo, hace la apología de este peruanismo» (194), referencia, por supuesto, al Diccionario de peruanismos de éste. Arona también presenta la voz disfuerzo, la cual designa como «peruanismo formidable, y tan legítimo, que hasta hoy no hemos tenido el gusto de encontrarlo, ni en Diccionario o libro de España» (183). Palma también la defiende diciendo que contra «el disfuerzo y su verbo es impotente la exclusión académica». «Este es el verbo que morirá junto con la última limeña disforzada» (92). Sus comentarios sobre chichirimico son impresionantes en la convicción que irradian.

Chichirimico: Éste es un limeñismo más expresivo que todas las palabras de germanía encerradas en el Diccionario.- Hacer chichirimico de una fortuna equivale a derrocharla. -Hacer chichirmico de una persona es burlarse de ella.- Hacer chichirimico de la honra es perder la vergüenza, infamarse.- No hay un solo escritor festivo o humorístico, medianamente bien reputado en el Perú, que no haya empleado esta locución.

(68)

Palma también estaba consciente de otros «-ismos» que se habían difundido en las Américas -argentinismos, chilenismos, mexicanismos. Términos de la Argentina que aún faltaban en el léxico incluían payar, payador, churumbela, chiripá, matear, matero. De Chile saltan a la vista fregar, leso, remolienda. De soldadera dice lo siguiente: «En México y repúblicas centroamericanas, se llama soldadera a la mujer que, en el Perú, Ecuador y Bolivia, es rabona o compañera del soldado» (258).

A veces Palma anota una palabra para favorecer una frase idiomática que aún no figura en el léxico. Para otros neologismos da la definición del término y luego menciona que también se usa en ciertas locuciones, de las cuales da ejemplo. De lata inscribe simplemente que en el Léxico falta «la muy generalizada locución dar una lata, es decir, fastidiar contando lo que no interesa al oyente» (168). Comenta brevemente tener pantorrilla para luego encaminar al lector al ameno artículo de Juan de Arona sobre la frase. Alaba la expresividad de la locución tener hipo de notoriedad, la cual «merece lugarcito entre las acepciones» en el Léxico (137).

Don Ricardo vio la necesidad de crear una cantidad de vocablos nuevos a fin de poder expresar sus ideas con mayor precisión. Muchos de ellos se hallan en sus estudios semánticos También fue lector empedernido y, como era de esperar, mediante una lectura tan amplia y larga dio con abundantes términos que no figuraban en el Diccionario. Los fue apuntando y recogiendo junto con sus fuentes. Al componer sus opúsculos se valió de esa labor y en muchos casos a lo largo de sus obras lingüísticas defendió y apoyó los neologismos recomendados basándose en las diversas autoridades y escritores que o habían ejemplificado el uso de la voz en cuestión o la habían defendido. Para Palma tal empleo confirmaba que tal o cual término se había arraigado en el idioma y, por ende, debía figurar en el léxico oficial.

Los escritores o documentos referidos abarcan desde del Siglo de Oro hasta el siglo XIX. Del pasado lejano la alusión puede ser general («se encuentra en prosadores de los siglos XVI y XVII» [5]) o más específica («Creo haber leído el verbo en una jácara de Quevedo» [82]). Se apoya en historiadores, crónicas, libros de cabildo, etc. De la época contemporánea abundan referencias tanto a escritores peninsulares como americanos. Pueden ser novelistas, oradores, editores o académicos. Como ya hemos dado a entender, de España cita más a menudo a Miguel de Unamuno, seguido por Galdós, Valera, Campoamor, Zorrilla, Menéndez y Pelayo y Fernán Caballero. Del Perú y de América busca apoyo en Juan de Arona, Manuel Ascencio Segura, Pardo y Aliaga, Montalvo y Bartolomé Mitre. «Fulanismo: Con repique de campanas debe admitirse este neologismo de Unamuno, que le ha servido de tema para un interesante libro» (309). Para respaldar la voz carisucio se expresa sinecdóticamente -«Bastantes plumas doctas lo han escrito» (44). A veces provee la cita misma, a veces no.

Paralelamente el escritor de Papeletas aboga por la inclusión de un término en el Diccionario basando su apología en la extensión de tiempo durante el cual se ha empleado. Parece que en la opinión de Palma la longevidad de una voz bastaba para probar que merecía entrada. Son comunes frases como «es de muy antigua circulación» (188) o tiene «ya larga existencia en el lenguaje» (257). En muchos casos especifica el siglo o la era. Por ejemplo, en lo tocante a la locución sacar un entierro apunta que «se emplea desde el siglo de la conquista» (105). En cuanto a resondrar mantiene que «se ha usado en el Perú desde el siglo XVI» (246). El peruanismo lisura recibe este comentario: «Tanto lisura como liso, a, son voces empleadas desde el siglo XVIII por los más prominentes escritores del Perú, y son de uso diario en la conversación» (172).

Don Ricardo compuso sus trabajos semánticos estando siempre filológicamente consciente de la formación de los vocablos que proponía. Le interesaba sobremanera preservar la integridad castiza del idioma hasta donde fuera posible y por eso admitía pocos anglicismos, de los cuales «[era] poco devoto» (48). Tuvo que aceptar sport y meeting «por carencia de vocablo equivalente» (260) y por lo «generalizado de la palabra» (186) respectivamente. En Neologismos y Papeletas comenta de vez en cuando para mayor justificación de un término lo apropiado de su formación. «Nada de forzado tiene el verbo», dice refiriéndose al verbo subvencionar (NA 1404). De otras voces afirma que «están en la índole de nuestra lengua» (48). Con relación a este tema es significativa la entrada a continuación:

Cochinada: Decimos, en América, por toda acción grosera, sucia o mezquina. El Diccionario la llama cochinería, palabra filológicamente mal formada. Cochinería será un depósito de cerdos o una habitación inmunda.

(294-295)

De descalzonado anota que le parece «tan castiza [...] como descamisador y descamisado» (80).

En este último ejemplo se percibe otro punto de justificación utilizado por Palma, es decir, el de señalar un paralelo entre el término propuesto y otro ya aceptado. O sea, según el razonamiento de Palma, si la Academia lo había hecho en un caso, no había por qué no hacerlo en otro caso semejante. Por ejemplo, ya que el léxico traía comestible, no tenía nada de chocante «el americano bebestible (lo que se puede beber)» (291). En Neologismos arguye que la «misma razón que tuvo la Academia para sacar de pronóstico, pronosticar, existe para admitir diagnosticar» (NA 1392). En el caso de carilampiño Palma ofrece una serie de paralelos: «puede figurar en el Léxico al lado de carifruncido, carigordo, carilargo, carilleno, carilucio, carirredondo, etc.» (44). Defiende justiciable aseverando que era de «la misma buena cepa [que] justificable que trae el Léxico» (166).

A veces un aire de ironía satírica subyace a la defensa:

Suprior, supriora o supriorato: Confesamos nuestra ignorancia. El Diccionario trae subdirector, subinspector, subdelegado, por lo menos veinte voces más de la familia de los sub, que debe ser familia honrada. ¿Qué razón filológica y de gran peso existirá para que al subprior, a la subpriora y al subpriorato se les haya eliminado una letra?

(262)

En varios casos Palma quiso imponer una pléyade de vocablos definiendo una voz nueva y luego proponiendo dos o tres más lógicamente procedentes de la primera. Así es que tras presentar el vocablo chuchumeco -«La ramera y el que frecuenta trato con meretrices» se apresura a apuntar y defender también chuchumequería, chuchumequear, chuchumecada. Habiendo aceptado la Academia la voz andina, afirma Palma que debería «hacer lo mismo con las voces cisandino y trasandino, que usamos en el Perú, Ecuador y Bolivia como muy precisas en el lenguaje» (20)6.

A lo largo de los estudios lingüísticos de Ricardo Palma uno puede por lo general señalar un verbo, un sustantivo o un adjetivo ya existente como punto de partida para el neologismo recomendado. Es decir, en muchos casos una voz que ya figura en el léxico sirve de trampolín para la generación de otra. Pasemos ahora analizar brevemente este fenómeno.

Abundan los ejemplos en los que Palma había percibido que la presencia y el uso de cierto verbo había generado en forma natural en la conversación y la escritura diarias un sustantivo que reflejaba o la acción y el efecto del verbo o el hacedor de tal acción. Por tanto, existiendo comadrear, don Ricardo recomienda la inclusión en el Diccionario de comadrería, la acción de comadrear (55). Lo mismo ocurre con un sustantivo ahora imprescindible en el habla. Me refiero a tuteo. Anota Palma: «El diccionario trae el verbo tutear, pero no este sustantivo que expresa la acción» (273). En el siglo XIX muchos verbos carecían de un vocablo que indicase al que hacía la acción. Entre los propuestos por Palma se hallan muchos que utilizamos hoy día sin darnos cuenta de que no figuraban en el Diccionario oficial hace un siglo. Me refiero a voces como conferenciante, organizador, iniciador o parrandista. Entre los términos nunca adoptados por la Academia figuran critiquizante y monarquizador, entre otros. Palma apoya descamisador citando la quintilla de un partido político (79). De curiosidad es la voz jesuseador. Como dice Palma, «el que abusa del nombre de Jesús tiene que ser jesuseador» (164).

Por supuesto, de tales vocablos varios pueden ser sustantivos o adjetivos, como en el último caso. En Neologismos y Papeletas don Ricardo defendió numerosos adjetivos derivados de verbos ya existentes -comprobatorio, embrutecedor, explotable, irrefutable, incomible, etc. Como se nota, en nuestra época son de uso diario. Otros que gozaron de tanto éxito incluyen tildable (persona «a la que se puede tildar de faltas o abusos» (268) o bombardeable. A veces Palma sugirió un verbo de acción contraria a un verbo ya aceptado por la Academia -descompaginar, desnacionalizar.

Muchos términos se derivaron de sustantivos ya en el Léxico. Se pueden clasificar en diferentes categorías. Hay casos de sustantivos análogos, o sea, que la existencia de uno sugiere la creación de otro. Habiendo ya los términos mojigato y mojigatería, Palma propone mojigatocracia, con el cual quiere decir un «predominio social de los mojigatos» (187). O puede ser que sólo falte la forma femenina o masculina correspondiente. Aludiendo al término comadrera, Palma pregunta: «¿por qué [sic] dejar en la calle al compadrero?» (55). Los trabajos de Palma ostentan una amplia colección de neologismos que indican al que hace o favorece cierta acción, incluso la de vender algo. Como ya indicado, algunos de ellos nos llaman la atención por su aplicación directa a Palma mismo: historietista, humorista, satirizador o tradicionista -«El que relata o escribe tradiciones populares, cosa muy distinta del tradicionalista que la Academia define» (NA 1405).

Entre los vendedores figuran anticuchero, chicharronero, chichero, tamalero y yerbatero -términos referentes al ambiente limeño-peruano tan familiar al morador de Miraflores. El mismo ambiente se refleja en términos nuevos para designar ciertas fábricas o tiendas. Me refiero, por ejemplo, a cachivachería, definida como «tienda donde se comercia en la compra y venta de cachivaches» (39) o petatería -«Tienda destinada a la fabricación o a la venta de petates» (212); también picantería, antequería, encomendería, etc. Otras palabras derivadas de sustantivos incluyen canallocracia («predominio de la canalla») [40] y canallada («Acción propia de un canalla») [41], junto con voces contrarias (desilusión, importador). A veces el neologismo capta una dolencia o un campo de estudio -sordomudez, egiptología.

En sus obras Palma destaca una serie de verbos nuevos derivados de sustantivos ya existentes. Algunos, como clausurar, evolucionar y depreciar, nos han de parecer perfectamente normales y corrientes, y así lo eran en la experiencia de Palma, pero todavía no habían sido reconocidas por la Academia. Un verbo muy preferido en el ambiente peruano y empleado por Palma en sus Tradiciones peruanas y su epistolario fue dragonear, que quería decir «Desempeñar accidentalmente un cargo». Así es que uno podía dragonear de abogado o de comadrona en casos necesarios (94). Palma dedica muchos renglones a este vocablo. La entrada concerniente a dictaminar es interesante por ser éste uno de los términos propuestos por Palma a la Academia. Se justifica así:

Dar dictamen. En la legislación de nuestras repúblicas se conjuga al por mayor este verbo, cuya formación es tan correcta como la de decretar, ordenar, informar, etc. ¿Por qué de dictamen no ha de salir dictaminar? Salvá lo trae en su Diccionario, pero cuando lo propuse a la Academia, ésta lo rechazó por once votos contra nueve.

(NA 1392)

El lingüista limeño también percibió que varios sustantivos habían generado en forma natural adjetivos de gran utilidad que todavía andaban no aprobados por la Academia. Incorporados en sus trabajos una cantidad de ellos se han hecho corrientes en la época actual: alarmante, confortable, impresionable, burocrático, sensacional. Algunos se relacionan con su labor de tradicionista humorístico, caricaturable. Al adefesiero consagra casi una página por justificar su posición y refutar a los que habían hablado en contra del término.

En escala menor Palma asentó una serie de palabras derivadas de un adjetivo que ya figuraba en el Diccionario. Estas podían ser adverbios, sustantivos o verbos. Sorprende que se preocupara por los primeros siendo tan natural la formación de un adverbio con «-mente». Sin embargo, le pareció importante y por eso en sus trabajos topamos con creaciones como bochornosamente y fantasmagóricamente, así como con voces tan comunes como locuazmente y lujosamente. Sustantivos nacidos de base adjetival incluyen constitucionalidad, burocracia y prehistoria. El comentario sobre exquisitez [citado en parte más arriba] ilumina un poco más su manera de razonar.

Exquisitez: Primores y exquisiteces de lenguaje, es locución que pusieron a la moda distinguidos prosadores contemporáneos de España. A pesar del rechazo de la mayoría académica, perduran las exquisiteces del estilo... Sustantivar el adjetivo exquisito dista mucho de ser pecado, ni gordo, ni venial, en filología.

(309)

Los verbos nuevos derivados de adjetivos incluyeron modernizar y masculinizar.

Curiosamente, Ricardo Palma consideró importante deslizar en sus obras lingüísticas algunos superlativos, diminutivos y aumentativos. A veces fue porque la palabra que traía el Diccionario no era la que se usaba comúnmente: dificilimo / dificilísimo, docílimo / docilísimo. Esto podía involucrar hasta sustantivos hechos superlativos: amiguísimo, enemiguísimo. La mayoría de los aumentativos emplean la desinencia -azo, y se refieren a un golpe: rebencazo, fuetazo, jarrazo. No es claro por qué Palma quería subrayar éstos excluyendo un número casi infinito de otras posibilidades. Seguramente le parecían más corrientes y su uso, de mayor probabilidad. Más interesantes son los términos calabozazo y esquinazo.

Calabozazo: En los colegios y en los cuarteles es sufrir la pena de ser encerrado en el calabozo.

(40)

Esquinazo: A la acepción que tiene esta voz en el Diccionario debe añadirse la frase -dar un esquinazo- esto es, recibir una paliza o una puñalada al voltear una esquina. Nadie está libre de un esquinazo o a fulano le dieron un esquinazo, son frases de uso diario.

(110)

Palma inserta el diminutivo jorobeta para llamar la atención a otro equivalente de jorobadito (165). De caudillejo comenta que es «Caudillo de poco más o menos. Es más bien voz despectiva que diminutiva» (47).

Entre prefijos sobresale el «in». Por lo visto pululaban términos contrarios que no figuraban en el léxico -intragable, intramitable, insaturable, etc. Algunas variaciones de las voces que designaban nacionalidades tampoco habían logrado entrada en el Diccionario. Por eso Palma recomienda bolivianizar («Ejercer propaganda en favor de Bolivia»), junto con bolivianizador, bolivianizado y bolivianismo (33). Hace lo mismo con colombianizar, cubanizar, etc. Al sugerir españolizable («Que puede españolizarse») recomienda lo mismo para todas las otras nacionalidades -peruanizable, etc. (306).

Como ya se ha apuntado, a Palma le interesaba mucho el desarrollo etimológico de las voces contempladas. Esto se nota, por ejemplo, en sus alargados comentarios sobre incásico y sus conjeturas concernientes a resondrar. A veces, defiende o rechaza un término a base de su relación con el latín (refacción [1403 NA], insápido «de más correcta formación que [insípido]» [156]).

En conclusión, me parece que se podrá declarar sin reserva que don Ricardo Palma contribuyó al enriquecimiento del castellano no sólo mediante sus impresionantes tradiciones sino también por medio de décadas de estudios y contemplaciones consagrados al léxico y su desarrollo sincrónico y diacrónico. Miríadas de voces recogidas hoy en el Diccionario fueron propuestas inicialmente por el gran tradicionista, cuyo amor por la lengua había rebasado en mucho el ámbito literario que le había traído tanta fama y renombre.

Bibliografía

Arona, Juan de. Diccionario de peruanismos. París: Desclée De Brouwer, 1938.

Compton, Merlin D. Ricardo Palma. Boston: Twayne Publishers, 1982.

Diccionario de la lengua española. 19.ª ed. Madrid: Espasa-Calpe, 1970.

Olivas Weston, Rosario. La cocina cotidiana y festiva de los limeños en el siglo XIX. Lima: Escuela Profesional de Turismo y Hotelería, 1999.

Palma, Ricardo. Epistolario. Ed. Raúl Porras. 2 vols. Lima: Cultura Antártica, 1949.

——. Tradiciones peruanas completas. Ed. Edith Palma. 6.ª ed. Madrid: Aguilar, 1968.

Fondo Editorial Periodística Oiga

Palma, Cónsul en el Pará1

Oswaldo Holguín Callo

«San Román me nombró Cónsul en el Pará...»2

Uno de los capítulos más discutidos de la intensa vida de Ricardo Palma es el que trata de su desempeño como Cónsul del Perú en el Pará, la ecuatorial ciudad portuaria del Imperio del Brasil situada muy cerca de la desembocadura del Amazonas y conocida hoy día con mayor difusión como Belén o Belem do Pará. Este trabajo busca aclarar, a la luz de documentos sólo hoy puestos en evidencia, esta página del devenir palmino transcurrida entre julio de 1864 y mayo de 1865.

Ante todo, un escolio al título. Palma fue nombrado Cónsul en el Pará pero nunca ejerció el cargo. Sin embargo, en virtud de tal comisión viajó por Europa, arribó al Brasil y conoció los Estados Unidos, y como tal, por respeto al título que en nombre de la República lució, queremos llamarlo aquí.

José de la Riva-Aguero3, Angélica Palma4, Raúl Porras5, César Miró6 y Estuardo Núnez7 son quienes con mayor autoridad y luces se han ocupado de este asunto, unas veces a partir de las propias confidencias de don Ricardo, otras de documentación oficial y particular. El propio Palma recordó este episodio de su larga vida en más de una ocasión, pero no con la fidelidad necesaria8. Descubriremos el porqué más adelante. El Archivo del Ministerio de Relaciones Exteriores del Perú guarda importantes testimonios de aquella época, entre los cuales quizá los más significativos sean los labrados por don Buenaventura Seoane, escritor satírico, militar, político, diplomático, jurista y educador, a la sazón Ministro residente del Perú ante la Corte de don Pedro II y, por ende, jefe inmediato de Palma. Gracias a ellos, en gran medida, nos ha sido posible dar vida a este trabajo9.

Palma fue nombrado Cónsul en el Pará por el Presidente Juan Antonio Pezet y su Ministro de Relaciones Exteriores y tocayo Ribeyro el 14 de julio de 186410. Venía ejerciendo el cargo Adolfo M. Page, a quien por decreto de la misma fecha se le cesó y ordenó volver a su antiguo empleo de Interventor Propietario de la Tesorería de Loreto11. Meses atrás había obtenido licencia para ausentarse temporalmente del cargo y reparar su salud, pero no había hecho uso de ella a instancias de Seoane12.

¿A quién debía Palma tan importante nombramiento? Dejemos que él mismo nos lo haga saber:

Yo tuve la suerte, cuando cumplí 30 años, de que un amigo influyente en Palacio consiguiera que me diesen un Consulado en el Brasil, con ocho meses de licencia (que yo convertí en once) para permanecer en Europa. Pude en ese tiempo visitar Londres, París, Bruselas y algo de Italia...13

Porras recuerda a algunos personajes que pudieron ser ese «amigo influyente en Palacio»: Miguel del Carpio, Vicepresidente del Senado; el citado Ribeyro y el Ministro de Hacienda Ignacio Noboa. Quizá Ribeyro tuvo más ingerencia en el asunto, tanto por ser el titular de la política exterior, asunto al cual Palma debió de estar muy vinculado14, cuanto por la amistad y consideración que éste siempre le guardó15. Manuel Atanasio Fuentes, Director de El Mercurio, diario oficialista de Lima, y Juan Vicente Camacho, redactor de dicha publicación y alto funcionario del Ministerio de Relaciones Exteriores16, pudieron también ayudar a nuestro escritor.

Palma era un decidido partidario del régimen de Pezet, según propia confesión:

Periodista y periodista ministerial, que es otro ítem más, era el que estas reminiscencias escribe allá por los años de 1864. Si la memoria no me es ingrata, llamábase nuestro diario El Mercurio, del cual era Director don Manuel Atanasio Fuentes, conocido, más por su apellido, por su seudónimo El Murciélago.

Formábamos el cuerpo de redacción Sergio Arboleda, notable publicista colombiano, Juan Vicente Camacho, Arnaldo Márquez y yo...17

pero también militaba activamente en la combativa e intransigente Sociedad Defensores de la Independencia Americana, una organización política liberal no siempre partidaria del Gobierno18. ¡Aquel desconocido «amigo influyente en Palacio» debió proporcionarle un respaldo decisivo! Juan de Arona, el prolífico y crítico Pedro Paz Soldán y Unanue, escribirá en 1867, en dura polémica periodística:

[...]

rascó a Pezet hasta formarle roncha,

por conseguirle suculenta troncha

[...] 19

No fue, pues, San Román quien lo nombró, y si tardíamente tal especie puso Palma en letras de molde, fue, sin duda, por no demostrar inconsecuencia con el gobernante contra el cual, más tarde, tomó las armas. A mediados de 1864 contaba con el favor del régimen, el cual, por otra parte, se preocupaba por consolidar la presencia peruana en el Amazonas mediante el firme establecimiento de la navegación de unidades de la Marina. En tal política, la labor de un Cónsul en el Pará era muy importante, pues además de las funciones rutinarias debía acudir al aprovisionamiento de dichos barcos y a las necesidades de sus tripulaciones.

Poco después de ser nombrado, Palma recibió del erario un sueldo anual, un adelanto y otras sumas de reglamento20. Al anochecer de la víspera de su partida, cuenta Angélica, se encontró en la Plaza de la Inquisición con el viejo Gran Mariscal Castilla, que salía del Senado. Palma de acercó a pedirle órdenes y el preclaro caudillo lo invitó a acompañarlo hasta su casa en la calle de las Divorciadas, la misma que a fines de 1860 fuera teatro de una descabellada intentona contra su régimen con la participación de su ahora gentil admirador21.

«Di un paseíto por Europa...»22

El viaje al Pará solía realizarse atravesando el continente o, con mayor frecuencia, arribando previamente a Europa para tomar allí, en Inglaterra o Francia, una embarcación con rumbo a algún puerto del Brasil. Ésta fue la vía que eligió don Ricardo. Partió del Callao el jueves 28 de julio de 1864, a bordo del vapor inglés Chile, hacia Panamá con escala en Paita23. Superado el istmo gracias a una moderna línea férrea se volvió a embarcar, en Colón o Aspinwall, en un vapor inglés que, con escalas en Kingston, Jamaica, y Saint Thomas, tenía por destino el importante puerto británico de Southampton24.

Dos importantes amistades hizo en el trayecto: con el francés A. Bouret, bonachón editor que con su socio Rosa diera a las prensas tantos volúmenes de oriundez americana25, y el festivo escritor hispano Juan Martínez Villergas26, con el cual prosiguió intimando en suelo británico, donde

nos uniera amistosa simpatía,

exenta de lisonja cortesana.

Yo era un pobre muchacho sin historia,

mal rimador y pésimo prosista,

y ya tú, por derecho de conquista,

gozabas en las letras de alta gloria27

Injusta era, por cierto, tal autocrítica, más aún si, por vía de ejemplo, recordamos que existía ya en letras de molde la inigualable tradición «Don Dimas de la Tijereta».

En Charlotte Amalie, la capital de Saint Thomas, una Antilla Menor danesa, Palma estrecharía la mano de su amigo Abigaíl Lozano, afamado poeta venezolano y Cónsul del Perú allí28. Seguramente entonces le dedicó el poema «El juzgamiento de Cristo29. A Lozano lo había unido, en compañía del malogrado Manuel Nicolás Corpancho, el importante proyecto de editar un Parnaso americano que circunstancias imprevistas hicieron fracasar30. Riva-Agüero refiere que, al visitarlo, don Ricardo «cumplió con otro de los obligados ritos del romanticismo hispanoamericano»; que a pesar de la poca calidad de la obra de Lozano, sintió siempre una muy grande estimación por ella; y que «no toleraba burlas sobre éstas sus idolatrías, tan respetables y simpáticas, por ser generosas ceguedades de sus afectos y entusiasmos juveniles»31.

Al fin, al cabo de un mes de viaje, Palma arribó a Southampton, de donde pasó a Londres. Apreció entonces la magnitud alcanzada por la primera potencia mundial. Pero la impresión que Inglaterra y su bullente capital le causaron no la tradujo al lenguaje poético en el que solía expresar sus emociones más profundas. Angélica recuerda que su padre decía que Inglaterra «era la tierra de las viejas más feas y las niñas más bonitas de Europa», y rescata dos breves poesías como testimonio de su paso por el pujante país: una, donde canta los primores de una

Virjen [sic] de los rizos de oro,

perla de la costa inglesa,

[...];

y otra, en la que manifiesta su indignación ante la presencia del tirano Juan Manuel de Rosas en Rockstone-House, Southampton32. Ésta lleva por título «El cubil de la fiera» y termina así:

Y como el peregrino

que huye, en su camino

vívoras [sic] encontrando ponzoñosas,

de Rockston [sic] me alejé, mansión de Rosas,

el Caín de un gran pueblo americano

el Nerón arjentino [sic]33.

A tales composiciones hay que añadir «¿Si yo te amo?», imitación de un lied alemán, y «A la distancia», una traducción patriótica, ambas datadas en Londres y 186434, y los Cantarcillos titulados «Non plus ultra», «Sienes y males» y «Te conozco», dedicados «A mi amigo D. Juan Martínez Villergas» y suscritos allí mismo en septiembre de dicho año35.

Palma no permaneció más de dos o tres semanas en tierra anglófona, pero sí obtuvo, en Londres, que nuestro Ministro ante la corte de Saint James, don Mariano José Sanz, le diese una orden para recibir de los consignatarios del guano 600 pesos por concepto de pasajes entre Southampton y el Pará, y tres meses de licencia36 por causa que, desconocida del todo, puede ser la poca salud que le asignan Riva-Agüero y Angélica, bien es verdad que en otras latitudes37. El propio Palma, en la cita autobiográfica consignada más arriba, menciona ocho meses de licencia que él convirtió en once, mas los documentos compulsados no certifican sino los referidos tres. Provisto pues de un nada despreciable suplemento dinerario y de la citada licencia -tiempo libre, a decir verdad-, Palma dirigió sus pasos a París, la gran capital europea de los románticos, escritores y artistas, seguramente al promediar septiembre de 1864.

Palma ha dejado un testimonio inapreciable de su primer día en París a propósito de referir su inolvidable amistad con el notable escritor, diplomático y periodista colombiano José María Torres Caicedo, Director de El Correo de Ultramar, publicación parisiense de vasta circulación en Hispanoamérica. Palma comunicó a Torres Caicedo, desde Londres, el día y la hora de su llegada a París, y el colombiano le contestó que lo esperaría en la estación del ferrocarril,

pues deseaba que comiésemos juntos el primer día de mi permanencia en París. Aquí empieza el romance. Llego a París a las cinco de la tarde, no encuentro al amigo en el lugar de cita, envío mi maleta a un hotel, tomo un coche y doy la dirección, rue Saint Lazare, que era la de Torres Caicedo. Llego, me recibe un criado con aire sombrío, le pregunto por su patrón, me contesta que se halla en casa pero que no está visible. Contéstole con cierta petulancia: «Para mí no está invisible. Pásele esta tarjeta». Vacila el criado, pero, al fin, me obedece. Un minuto después, sale un hombre joven, y se arroja llorando en mis brazos, y sin decirme palabra me conduce a otra habitación. En ella, alumbrado por cuatro cirios, estaba el cadáver de una joven de 22 años. No necesité explicaciones para adivinar lo que pasaba. Era la amada de Torres Caicedo, que había muerto casi repentinamente seis horas antes. Torres Caicedo, que no fue jamás libertino, había sido el primer amor de esta niña con la que vivía conyugalmente hacía tres años. Según sus retratos, era una bellísima criatura, hábil pianista y no menos hábil pintora. Torres Caicedo me contaba después que, a haber tenido un hijo en ella, se habría casado sin vacilar. Mi amigo estuvo más de seis meses inconsolable38.

Pasado el terrible momento, Torres Caicedo, que había hecho la crítica de la poesía palmina en el referido periódico39, se dio tiempo para escribir un resumen de ella que sirviera de prólogo a las Armonías... que Palma entregó a los editores Rosa y Bouret y éstos publicaron en 186540. Allí cuidó el vate limeño de incluir su dolido homenaje a Genoveva de Charny, la amada de su amigo:

¿Quién me dijera, casta azucena,

cuando la marjen [sic] pisé del Sena,

que el primer eco de mi laúd,

un eco fuera de inmensa pena

al ver marchita tu juventud?41.

Sabido es que la mayor parte de los versos reproducidos en Armonías... fue escrita durante su exilio en Chile42. Una breve nota autobiográfica datada en París el 15 de noviembre de 1864, puesta como exordio a los Cantarcillos allí recogidos, nos aproxima al entonces inquieto y nostálgico espíritu de su autor43.

Fue muy estrecha la amistad que unió a Palma con Torres Caicedo («...era más bueno que el pan tierno. Nobilísimo corazón y robusto cerebro...»44), y por ello creemos que el notable colombiano guió a su joven colega limeño en el bohemio mundo parisiense. Tampoco es aventurado suponer que lo respaldara ante los publicistas Rosa y Bouret no sólo para la impresión del referido libro sino de la Lira americana, vale decir la antología poética del Perú, Chile y Bolivia preparada por Palma, grueso volumen que también vio la luz en 186545. En el prólogo, los editores explicaron el origen de la obra: aquella empresa que uniera a Palma y Corpancho (no mencionan a Lozano) y de la cual era esta Lira... la parte asignada a su compilador46. No estimamos en mucho lo que Palma pudo recibir por sus trabajos, mas sí el mayor renombre que su publicación le otorgó en el ámbito hispanoamericano. El sentimiento americanista, estimulado por lo que venía ocurriendo en México y en las costas del Pacífico, se vio reforzado por la utilísima y solicitada compilación del peruano.

Como era natural, don Ricardo estaba muy identificado con su patria, enfrentada, por entonces sólo en el terreno diplomático, a la poderosa escuadra española que amenazante recorría el litoral sud-americano. Su interés y preocupación en esta materia se hacen explícitos en una carta (París, 5 de noviembre de 1864) dirigida al Redactor de La France, diario parisiense de donde lo tomó The Globe de Londres, para refutar los conceptos contenidos en otra reproducida de un diario de Madrid47.

Sin embargo, es evidente que Palma no dedicó sus mejores horas en París ni a la poesía ni a las cartas aclaratorias. La vida galante de la capital del Segundo Imperio lo atraía irresistiblemente. La Ópera y la Comédie Française satisfacían a plenitud su insaciable sed artística. Esta faceta de su intensa mansión en la Ciudad Luz la hizo pública el propio escritor en la crónica que con el título de «Una visita a la tumba de Alfredo de Musset» envió a su amigo Vicente G. Quesada, Codirector con Miguel Navarro Viola de La Revista de Buenos Aires, prestigiosa publicación en que apareció en noviembre de 186448. El escrito nos ofrece a un Palma vivamente impresionado por una pieza teatral de Musset -On ne badine pas avec l'amour-, tanto que se anima a estampar algo de su credo liberal y romántico:

¡Atrás los que os soñáis poetas y que pensáis que marcháis hacia adelante, cuando no alcanzáis con versos artísticamente elaborados a conmover al pueblo porque sólo le habláis de vuestro yo y de vuestras Miserias! Hablad al pueblo del pasado y del porvenir, evocad sus tradiciones y dadles vida, habladle de sus dolores y tristezas, habladle de libertad y de amor, habladle de su s glorias, como lo hizo Musset, y el pueblo os premiará con sus lágrimas, con sus aplausos. Viviréis por fin en el corazón del pueblo, la más pura y la más envidiable de todas las glorias. ¡Sí! El poeta para merecer tal nombre ha d e corresponder a las exijencias [sic] de su siglo y del pueblo al que ofrece sus inspirados cantos49

El texto, por cierto, es muy sugerente y útil en alto grado para resolver el problema de la concepción artística de nuestro escritor. Aquello de hablarle al pueblo «del pasado y del porvenir», de evocar sus tradiciones y darles vida, es muy significativo y debe ir de la mano con la madura confesión citada por Porras y reproducida in fine.

Fruto del entusiasmo que le produjo el arte de Musset fue la visita que, en compañía del Coronel y poeta argentino Hilario Ascásubi, hizo a la tumba del ilustre francés en la calle principal del célebre Cementerio del Père Lachaise el 8 de octubre de 1864. Versos rebosantes de emoción certifican la comisión del reverente gesto50, el cual, además de darle tela para la crónica en mención, le sirvió para consignar su acerbo antimonarquismo:

El espectáculo de la reyecía no hace en algunos espíritus más que fortificar la fe en la democracia; porque ella es el lábaro de redención para todas las nacionalidades oprimidas, para la humanidad entera. La Polonia arrastra una cadena de hierro, la cadena que Napoleón ciñe al cuello de la Francia es considerada como una cadena de flores. De metal o de rosas, para nosotros la cadena, siempre es cadena; el collar siempre será el emblema de la esclavitud y del envilecimiento51.

No andaba con tapujos don Ricardo en materia de convicciones políticas, ni se dejaba impresionar por el fasto del tercer Napoleón. Mas, ¿cuán cierto era lo que también escribió ahí: «Ascásubi y yo, por fortuna, no éramos enamorados ni románticos»52?

Ambos amigos realizaron juntos otra visita importante, esta vez a un bardo vivo, que, a diferencia de la anterior, según propia autocrítica de treinta años después, le produjo una desilusión:

Cuando, en mi primer viaje a Europa, cediendo a petulante empeño mío, mi amigo el poeta argentino Hilario Ascásubi me llevó en París, a casa de Lamartine, a pesar de que estaba yo aún en plena mocedad, no experimenté emoción igual a la que ante Zorrilla sentía. En Lamartine, el hombre me desencantó a los cinco minutos. Me pareció un simple mortal, con levita negra y corbatín de cerda, uno de tantos que pasean el bulevar de la Magdalena. No correspondió a mi ideal, lo confieso53.

En otras palabras, quien fuera uno de los ídolos de la «bohemia» limeña le parecía un hombre como cualquier otro, y al difunto Musset, en la paz de su sepulcro, lo hallaba más grande que nunca. En alguna ocasión, Palma le dijo a Riva-Agüero que en París

fue a ofrecer su tributo de admiración al gran Lamartine, anciano, pobre y decepcionado, a quien halló para su gusto, en el trato personal (sin duda a causa de la melancólica situación en que lo vio), harto estirado y ceñudo,

sin embargo de lo cual se complacía en recordar su visita al egregio francés y no menos su casual encuentro con Paul de Kock, notable novelista de la época54. A Dumas, padre, también debe de haberlo conocido por entonces55.

Palma cantó, agradecido, su amistad con Ascásubi en una versada «... del pobre / poeta del Perú» dedicada a su hija Laura, cuya primera estrofa, de sentida filiación americanista, reza:

Aunque ave pasajera

por la orgullosa Francia,

el bardo americano

te brinda su canción.

Estamos de la patria

querida a gran distancia,

mas guarda su encantado

recuerdo el corazón56.

En efecto, no los franceses sino los hispanoamericanos fueron los mejores guías y tertulios de don Ricardo en París. Razones sobraban para que fuera así. Y Riva-Agüero nos hace saber que hizo gran amistad con el colombiano Rafael Núñez, futura notabilidad política y literaria de su patria, «y que por entonces era Cónsul de su país en uno de los puertos franceses del Atlántico»57.

Pero fue sin duda, en aquella prolongada estancia parisiense, la amistad del poeta brasileño Antonio Gonçalves Días, la que mejores momentos y recuerdos le deparó. Porras le ha dedicado el ya citado artículo pleno de notables sugerencias58. Gonçalves Días fue quien indujo a Palma a leer, traducidos al francés por Gérard de Nerval, los poemas de Heine, y le obsequió un libro de ellos, seguramente en alguna de las animadas charlas que ambos americanos sostuvieron en la rue Laffitte y la Cité Bergère de la Ciudad Luz59. El notable vate de sonoroso estilo murió en un naufragio a principios de noviembre de 1864 frente a las costas de su patria, a la cual retornaba, y cuenta Palma que «en poco estuvo que hubiéramos hecho juntos el viaje»60. Mucho era lo que unía a sus espíritus: la poesía, la historia, la literatura americanista, los ideales políticos, en fin, la admiración a Heine, del cual don Ricardo haría atinadas traducciones61.

Por aquella época conoció en París Ricardo Palma al pintor Ignacio Merino, de gloriosa reputación en el arte nacional. Popular en el barrio Latino, rompían en aplausos los concurrentes hispanos americanos de la Closerie des Lilas cuando veían aparecer la hermosa figura del artista ya viejo, alto y robusto, con abundante barba rubia plateada de canas, calva luciente y franca risa, siempre acompañado de Mimís y Musettes veinteañeras,

revela Angélica62. Zoila Aurora Cáceres, Evangelina, retrata al ilustre piurano habitando en la Cité Bergère o concurriendo, allí mismo, al restaurante La bola de oro, lugar de encuentro de los turistas peruanos y de los jóvenes agregados a la Legación del Perú63. Fue, pues, seguramente, en la repetida Cité Bergère donde Palma estrechó la mano del maestro Merino. Y ¿por qué no pensar que en el bohemio barrio Latino, en días de seguro inolvidables aunque inconfesados, desarrolló un estilo de vida asaz alegre, placentero y apasionado? «Joven y frívolo era yo...»64, dirá más tarde, breve expresión que sin duda esconde un insondable mar de íntimas emociones y experiencias.

A esta revista de episodios parisienses en la vida de Palma habría que añadir, en fin, su visita al Mariscal don Andrés de Santa Cruz, vecino de Versalles, referida por aquél en su última tradición65. Cuenta allí que la realizó una mañana de primavera de 1864 (en realidad, de otoño en Europa), a poco de su llegada a París, a invitación del argentino don Dionisio Puch, con quien en Lima había cultivado estrecha amistad. No oculta don Ricardo su gran admiración al prohombre boliviano (le asigna, como a Castilla, el calificativo «¡Ese hombre es un carácter!»), y le hace una personalísima confesión: la infantil voz anónima que le dio un sonoro y sorpresivo ¡viva! una noche de enero de 1839, en oscura calle limeña, fue la suya, mozalbete de seis años no cumplidos que vivía impresionado por los avatares políticos de la época y la decidida entrega de su padre a la causa de la Confederación Perú-Boliviana. Santa Cruz moriría poco después. ¡Palma le había revelado a tiempo el misterio que envolviera un olvidado episodio de su agitada existencia!

Son numerosas las poesías palminas escritas en aquellos días de residencia en París, y alguna en Versalles. A las ya citadas -en memoria de la amada de Torres Caicedo y de Musset, y en halago de la hija de Ascásubi- hay que añadir «Transmigración» (Versalles, nov. de 1864)66 y las traducciones de Heine «Una mujer», «Hoy y mañana», «¡Riqueza!», «En octubre de 1849» e «Intermezzo», todas datadas en París y 186467. Nótase en ellas un ágil espíritu burlón, incluso en el tratamiento de asuntos amorosos, y su compromiso político con las naciones sojuzgadas en su concepto (Hungría y Alemania), compromiso que, por lo demás, Heine había asumido y cantado notablemente.

Entre octubre y noviembre de 1864 Palma visitó Italia, capítulo de su periplo europeo referido por Riva-Agüero y Angélica68, y por él mismo, al paso, en la carta rescatada por Porras69. Alessandro Martinengo, notable palmista italiano, ha tratado de iluminar este episodio con la poca luz que reflejan sus versos de ambiente peninsular70. Indudablemente, se halló en Venecia: Angélica refiere que «la ciudad de sus románticos ensueños» ofreció a su padre un penoso espectáculo a causa de la dominación austriaca, rechazada por la población hasta en la concurrencia al teatro, y que «no pudiendo resistir la tristeza de Venecia, se marchó de allí»71; y Riva-Agüero consigna que Palma evocaba con delicia, hasta en la vejez, su «excepcional hechizo, galante, marino y barroco», recordando que uno de los mejores poemas de Armonías... -indignada protesta contra la presencia austriaca- lleva precisamente por título «Venecia»72. Sus primeros versos confirman la estancia de su autor en la Reina del Adriático:

Heme aquí, peregrino de la América,

mirando audaz lo que Venecia fue

y al cruzar sus canales en mi góndola

un cementerio me parece ver.

¡Venecia! Yo de tu pasado espléndido

quiero el recuerdo plácido evocar,

poderosa y feliz en la república,

grande y feliz bajo el poder ducal73.

No es ésta su única versada con referencias a la triste situación de Venecia: una de sus traducciones del italiano, la titulada «Barcarola», se ocupa del mismo asunto74. Ahora sabemos que también estuvo en Civita-Vecchia, el puerto de los Estados Pontificios, donde data en 1864 la poesía «Hoja de laurel», una nueva protesta contra la dominación extranjera acompañada de un cierto arrobamiento ante el paisaje cultural de la península:

Almas de fuego la Italia cría;

en ella el genio vive de amor;

todo respira de poesía

cierto perfume consolador.

Bajo su cielo por todas partes

la fantasía siente vagar

aquí las glorias, allá las artes...

¡siempre recuerdos que hacen gozar!75.

Para llegar a Venecia y Civita-Vecchia fuele necesario atravesar Francia y tal vez Suiza y los Alpes, quizá abordar un vapor en Génova y, sin duda, pasar por numerosas ciudades de importancia, pero nada se puede añadir, por el momento, a lo anterior, salvo su probable presencia en la Ciudad Eterna, muy cerca de Civita-Vecchia.

Una excursión que pudo hacer en cualquier momento, desde París, fue la que lo llevó a Bruselas, la cercana capital del reino belga, según propia confesión y, al parecer, único testimonio76.

«... Y después desempeñé un Consulado general en el Brasil»77

Don Buenaventura Seoane, Ministro Residente del Perú en el Brasil, jefe inmediato de Palma, se encontraba por entonces en Francia en uso de una licencia obtenida por razones de salud. Moraba en Bougival, muy cerca de París, y supo que Palma y el Capitán de Navío don Francisco Carrasco, Comandante General del Departamento Fluvial de Loreto y Comisario para la demarcación de límites con el Imperio del Brasil, habían llegado a Londres y, posteriormente, a París. Ambos tenían como destino el Pará y estaban llamados a trabajar de consuno por los intereses del Perú. Más tarde, Seoane escribirá que el nombramiento del primero no le fue satisfactorio porque,

aunque reconocía la suficiencia de pluma del señor Palma, el Consulado del Para, que exije [sic] más cualidades, estaba perfectamente servido por el señor Page, y yo no había pedido su remoción desde que recibí el informe del señor Mariátegui, ni sobre ella se me había consultado, como me habría sido agradable que se hiciese, en obsequio al servicio público78.

Según el Ministro, Palma no lo visitó, a pesar de saber que él se hallaba en Francia, durante sus dos primeros meses de estadía en Europa (septiembre y octubre de 1864). Sin embargo, refiere que cuando lo hizo él no sólo lo recibió amablemente sino que hasta lo recomendó al Gobierno para que se le aumentase el sueldo, en vista de que el de reglamento era notoriamente insuficiente para vivir con decoro en el Pará, pues, y esto iba también en su abono, el Brasil demandaba dos y hasta tres veces más gastos que Inglaterra o Francia. Por lo demás, Palma moraba en París en compañía de Carrasco, y don Buenaventura, aunque desfavorablemente impresionado, confesaba saber cumplir las órdenes supremas79. El 9 de noviembre dirigió a Palma una nota que éste correspondió cinco días después acompañando la patente consular «para que obtenga el respectivo exequátur del Gobierno Imperial del Brasil», y ofreciendo encaminarse a su destino en el vapor francés que zarparía de Burdeos el 24 del mismo80. Carrasco también sería de la partida81.

Palma y Carrasco no tomaron el mencionado vapor. Al parecer, por lo que tocaba al primero, ello se debió a que no tenía dinero «ni para pagar su pasage [sic] al punto de su destino»82. Seoane lo supo y, considerando que en esas condiciones Palma no podría vivir decorosamente en el Brasil durante un año, decidió buscar algún peruano resignado capaz de encargarse interinamente del Consulado y cambiar «los goces de Europa por las privaciones del Pará», mas no lo halló83.

Page se había alejado del Pará dejando en su lugar, como Vicecónsul ad honorem, a don Augusto Eduardo da Costa, Cónsul de Rusia, Noruega y los Países Bajos. Y como se requería con urgencia que en el Pará hubiese un funcionario peruano «honrado a toda prueba para que no abuse del crédito nacional, y sobrio y moral para hacer que su escaso sueldo le alcanze [sic] para las necesidades de su vida sin contraer deudas personales», Seoane había decidido colocar en el puesto a alguien de tales características, provisionalmente, si Palma no lo acompañaba al Brasil en el vapor que pronto pensaba tomar84. Llegaba a su término noviembre y el frío se hacía sentir en la urbe del Sena.

Palma pensó que sus apuros económicos podría solucionarlos el nuevo Ministro peruano en Inglaterra y Francia, don Federico L. Barreda, disponiendo que los consignatarios del guano le entregasen 400 pesos a cuenta de sus sueldos del próximo semestre, «alegando que no podía salir para el Pará sin ese aucilio [sic] y que urjía [sic] su presencia allí 'para protejer [sic] los intereses peruanos»85. Pero Barreda, que otro tanto había hecho ante similar solicitud de Seoane, se negó a atenderlo invocando no tener orden del Gobierno para girar contra los consignatarios por tal concepto, «aunque personalmente lo habría hecho por mi cuenta, si creyese esos intereses comprometidos...». Además, sabía que Palma había recibido en Lima, «adelantado, el sueldo de varios semestres»86. No es aventurado suponer que estuviese al tanto de su nada austera conducta en París.

En los primeros días de diciembre Seoane se trasladó a Londres, pero seguramente antes de dejar Francia recibió de Palma «una carta para que hablase al señor Ministro Barreda a fin de que le proporcionase cuatrocientos pesos para su viage [sic], asegurándome que se suicidaría si se le negaba este recurso»87. Seoane comisionó a Carrasco el tratar con Barreda, «y la contestación de ese alto funcionario fue: que en vez de plata enviaría a Palma una pistola o una soga para que cumpliese su proyecto»88. (Es de advertir que Seoane no sentía ningún aprecio por su colega). Producida la negativa, aquél temió que Palma, enterado de ella, «y desoyendo mis consejos, haya realizado ese proyecto funesto que yo habría evitado si fuese otra mi posición pecuniaria»89. Es evidente que Seoane contemplaba con pena la difícil situación de su compatriota tanto como su notoria incapacidad para asumir el Consulado en esas condiciones90. Más tarde, mortificado por las quejas de Palma, escribirá:

... en las frecuentes entrevistas que yo tenía con el señor Coronel Carrasco, sobre la demarcación de límites con el Brasil, me habló éste de lo inconveniente que sería dar el Consulado a Palma, porque carecía de circunspección [enmendado] y de hábitos de obediencia, por irrespetuoso para con sus superiores, por díscolo, y últimamente por disipado, asegurándome que entregado a la venus-pasión había gastado en ella el año de sueldos adelantados, las sumas correspondientes a los gastos de establecimiento y escritorio y aun seiscientos pesos que excesivamente había obtenido del señor Sanz para su viaje de Inglaterra al Pará, y últimamente que no tenía para costearse ese viaje91.

Es decir, nuestro personaje había derrochado todo o casi todo el dinero que llevó del Perú, más el que recibió por orden de Sanz y el que le pudieron dar los editores Rosa y Bouret, en tres meses de residencia en Europa92), y, lo que era peor, no inspiraba confianza a sus superiores de que asumiría responsablemente sus funciones consulares, entre las cuales estaba el giro de letras contra Londres, vale decir contra el Ministro peruano en ésa, para satisfacer los gastos de la flotilla y factoría en el Amazonas (sueldos, provisiones y obras)93. Desconfiado, Seoane dirigió una nota a Barreda a fin de que no mandase pagar, en el futuro, otras letras que no fueran las giradas por Carrasco, una vez en sus funciones de Comandante General de Loreto, y solicitó a la Cancillería el nombramiento de un marino de alta graduación, honrado y apto para todo, en el importante Consulado en el Pará, aunque ello significase convertirlo en Cónsul General en el Brasil94. Barreda estuvo totalmente de acuerdo y fue más allá: ordenó al encargado del Consulado -el ya citado Costa- que suspendiese todo libramiento hasta que el Gobierno determinara lo que se debía hacer, en vista de que se habían agotado los fondos, orden que produjo la protesta de Seoane por el grave perjuicio que ocasionaría al crédito del Perú en el Pará y otras medidas de singular y desusada práctica diplomática95.

Seoane no quiso decirle a Palma que no podía posesionarse del Consulado ni que debía regresar al Perú, tanto por consideraciones a su estado anímico cuanto porque «sería por mi parte un acto de cruel dad que podría precipitar la ejecución de sus propósitos»96, pero sí le comunicó que Barreda se negaba a proporcionarle el dinero, aunque mantenía la esperanza de ablandarlo en una visita que debía pagarle, «entonces me escribió Palma que iría a Southampton a reunirse conmigo y el señor Capitán de Navío Carrasco para recibir la última noticia, y que si era adversa cumpliría allí su sacrificio»97. Fue ésta la segunda vez que el joven escritor manifestó el propósito de quitarse la vida. Seoane no llegó a recibir la visita de Barreda y, por ende, nada pudo hacer en favor de Palma. Sucediéronse así los días 6, 7 y 8 de diciembre de 1864 sin que se presentara Palma como lo había ofrecido.

Contrariados por estas circunstancias y con el corazón angustiado, llegamos el Coronel Carrasco y yo a esa ciudad [Southampton] a las 11 y 1/2 de la noche del día 8; y aunque estábamos resueltos a hacer cualquier sacrificio en favor de nuestro desgraciado compatriota, no para que fuese al Pará, en cuyo Consulado no podía sustentarse con decoro por falta de medios para vivir, sino para que regresara a Lima y se pusiera a las órdenes y bajo la clemencia del Gobierno, Palma no se nos presentó ni tuvimos noticia alguna de él hasta las 2 de la tarde del 9 en que dio a las ruedas el vapor que nos conduce al Brasil98.

Seoane no halló mejor arbitrio para proveer adecuadamente el Consulado que entregarle a Carrasco un nombramiento de Vicecónsul en blanco para que lo llenase con el nombre de uno de los marinos peruanos que mereciera confianza y fuera idóneo para el cargo99. Y, aprovechando la escala del vapor en Lisboa, echó personalmente sus cartas para Lima en el correo a fin de que marcharan a su destino vía Londres100.

¿Qué hacía Palma entre tanto? Ignoramos si se presentó tarde en Southampton, pero existen dos versos en un poema inspirado en ese puerto que nos dan alguna luz sobre su descabellado propósito. En efecto, en el citado «El cubil de la fiera» leemos:

A solas con mi loco pensamiento

por la umbrosa alameda discurría.

[...]101

¿Qué «loco pensamiento» lo atormentaba? ¿Quitarse la vida?, manera muy romántica de despedirse de los pesares del mundo, desesperada respuesta a una situación angustiosa como era la que le tocaba vivir. Pero, ¿quiso realmente suicidarse? No hay cómo saberlo, mas si un contemporáneo como Seoane no lo puso en duda, ¿por qué lo haríamos nosotros? Lo cierto es que no cumplió su funesto designio y que obtuvo el necesario dinero para viajar al Brasil, pues en carta escrita en El Havre el 21 de diciembre de 1864 informó a Seoane que en la fecha salía de ese puerto en el paquete a vela que directamente se dirigía al Pará, a donde llegaría en la primera quincena de febrero, y que se lo comunicaba para que se sirviera reclamar del Gobierno Imperial el exequátur a su patente102. No conocía aún la decisión que había tomado su jefe: no podría ejercer el Consulado a causa de su despreocupada conducta en Europa y, sobre todo, de su absoluta carencia de fondos para subsistir decentemente, cual un honorable Cónsul de la República, en el caro Pará.

La estancia de Palma en El Havre se prolongó varias semanas de diciembre y los primeros días de enero de 1865103. Esa dilatada permanencia se explica por la residencia en el importante puerto galo, como Cónsul del Perú, de su gran amigo y compañero de inquietudes literarias y de «bohemia» limeña, Luis Benjamín Cisneros. En una carta de éste a su cuñado José Casimiro Ulloa, del último día de 1864, leemos: «Palma saldrá de aquí en los primeros días de enero. Con él me desahogo y vivo en la patria horas enteras»104. Pocas palabras para un gran contenido.

De su visita al importante puerto sobre el canal de la Mancha nos habla el propio don Ricardo en su tradición «Entre Garibaldi... y yo», a propósito de aquel viejecito francés que en sus años mozos de marino y aventurero había tenido una más que breve conversación con el Libertador Bolívar y que respondía al nombre de Fysquet, cuya historia se halla desarrollada in extenso en el relato «La medalla de un libertador» de Cisneros105. Palma recuerda que «casi todos los domingos teníamos de visita, y nos acompañaba a almorzar...» el referido Fysquet106, lo que nos certifica su prolongada presencia en El Havre.

La carta de Cisneros a Ulloa, por lo demás, nos permite asegurar que Palma no dejó ese lugar el 21 de diciembre, tal como se lo prometiera a Seoane. Es probable que la grata hospitalidad de su compatriota lo retuviera algunos días más y que en su compañía pasara las fiestas de fin de año. Allí, en un lugar equidistante de París y Londres y frente a Southampton, el teatro de sus tribulaciones, no nos parece aventurado sospechar que pudo ganar algún dinero o que su amigo y compañero le facilitó lo necesario para abandonar Europa. Por lo demás, diose tiempo para versificar: «Voz íntima», dedicado a Cisneros107, y las traducciones «Nomen, numen, lumen» (Havre, dic. 1864), de las Contemplaciones de Víctor Hugo108, y «Al rey de Prusia» (Havre, 1864), de Heine109, así lo demuestran. Algunos versos de la composición dedicada a Cisneros, toda ella escrita bajo notables signos de conmoción personal, parecen revelar la honda crisis que por aquellos días sufrió su autor:

Hay horas en la vida

de tedio y amargura,

en las que agota el alma

la hiel de la aflicción;

[...]

Cobarde en esas horas

el corazón vacila

y anhela de las tumbas

la fúnebre quietud,

la fe de una creencia

sobre la duda oscila,

cadáver nos creemos

en flor de juventud110,

aunque también muestran una saludable reacción ante el infortunio fundada en motivos cristianos:

¡Atrás! Dentro el espíritu

un misterioso acento

nos marca, en el combate,

la ruta del deber.

El libro do está escrita

del Cristo la leyenda,

la Biblia, nos enseña

severa una lección:

Milicia son los días

del hombre en esta senda;

sus horas cual las horas

del jornalero son111.

Volvamos con Seoane y Carrasco. El Magdalena arribó a Pernambuco (Recife) el postrero día de 1864. Seoane se apresuró a ordenar a Costa, el encargado del Consulado en el Pará, continuar al frente del cargo y no entregarle a Palma el Consulado ni el archivo, pues había dispuesto que pasara a Iquitos y se pusiera allí a órdenes de Carrasco112. Al mismo tiempo, dejó una carta para Palma breve pero elocuente:

No siendo por ahora conveniente que se encargue usted del Consulado del Pará, he dispuesto que continúe ejerciéndolo el que actualmente lo sirve, y que usted pase a Iquitos y se ponga allí a las órdenes del señor Comandante General del Departamento Fluvial de Loreto. Comunícolo a usted para su cumplimiento en la parte que le toca113.

En realidad, tanto la conocida estrechez económica de Palma cuanto los consejos de Carrasco, le habían impuesto semejante decisión. Ya en Río, don Buenaventura recibió la carta de Palma suscrita en El Havre y se apresuró a informar a Lima:

Me es satisfactorio avisar a usted que don Ricardo Palma no ha realizado el funesto propósito de suicidarse que dos veces me había comunicado desde París en cartas que conservo en mi poder.

Antes de ahora, tanto porque su falta de recursos propios no le permitía vivir como Cónsul en el Pará sin ocurrir a los agenos [sic], cuanto porque el Comandante General de Loreto me había manifestado no convenir de modo alguno al servicio que dicho Palma ejerciera el Consulado,

dio las órdenes mencionadas114. Por cierto, la falta de acuerdo entre Palma y Carrasco tampoco aconsejaba darle al primero el importante cargo.

Seoane contestó la referida carta a principios de febrero:

Tengo por usted todas las simpatías que sus cualidades inspiran, pero como sirvo a la antigua y mi deber está antes de todo, conociendo la situación pecuniaria de usted no me es dable ponerlo en posesión del Consulado del Pará, que no puede servirse dignamente careciendo de recursos propios u ocurriendo a los agenos [sic].

Otra de las razones que tengo para proceder así es la de haberme manifestado en repetidas ocasiones el señor Carrasco, no estar conforme con que usted ejerza el Consulado por causas que es inútil decir ahora, y usted sabe los inconvenientes que ofrece para el servicio en el Amazonas la falta de acuerdo entre el Cónsul del Pará y el Comandante General del Departamento Fluvial de Loreto.

Por todo esto, he resuelto que pase usted a [enmendado] Iquitos y preste usted allí los servicios que dicho Gefe [sic] le exija mientras el Gobierno resuelve otra cosa. Espero que usted será bastante justo para convencerse de que no he podido proceder de otro modo, así como indulgente para no ver en esto sino el cumplimiento de un deber inevitable y severo.

Así contesto a la estimable carta de usted de 26 [sic] de diciembre, asegurándole que como particular y compatriota debe contar con el sincero ofrecimiento que le hace de servirle en cuanto pueda...115

No deja de demostrar sinceridad y rectitud el anterior documento. Ciertamente otra habría sido la historia si, sobre todo, Palma no hubiera demostrado notoria insolvencia y una conducta poco recomendable.

Don Ricardo debió de llegar al Brasil en la primera quincena de febrero de 1865 o poco después. Sobre su estadía en el exuberante país existen en los ya mencionados trabajos de Riva-Agüero y Angélica datos muy interesantes116, así como en la carta de ésta a Porras escrita precisamente con un fin reconstructor117. El deslumbramiento y el bochorno que, cuenta Angélica, la realidad brasileña le causó, se originarían en el desbordante paisaje tropical, en la persistencia de la esclavitud, en la pompa imperial y, desde luego, en el agobiante calor118. Angélica retrata a su padre en Río, Petrópolis («... en cuyas avenidas vio más de una vez pasar a don Pedro, a quien juzgaba gobernante discreto e intelectual distinguido») -recordemos que esta ciudad era un novísimo lugar de veraneo fundado por el Braganza- y, por cierto, en el Pará (Belén)119. Porras aporta una plaza más: San Luis de Marañón, pero se equivoca al reconstruir el trayecto pues afirma que Palma llegó a Río en tránsito al Pará120. Este puerto debió ser el primer punto de su calurosa aventura brasileña, a tenor de la carta que le escribió a Seoane, y también el lugar donde recibió la desalentadora carta de éste de manos del Vicecónsul Costa. Por el momento, es imposible trazar su recorrido a lo largo del extenso litoral brasileño sin afrontar un gran margen de error.

Palma, al igual que de su periplo europeo, no ha dejado un relato ni mucho menos sobre su viaje por el Brasil, pero sí huellas, aquí y allá de su obra, que ilustran su paso por algunas ciudades. En lo que concierne al Pará hay la conocida misiva al marino Federico Alzamora, en la que anota: «En los pocos días que viví en el Pará...»121, así como una valiosa evocación autobiográfica en la tradición «La sandalia de Santo Tomás», donde refiere, irónico, cómo en Ceará, San Luis de Marañón y Pernambuco (¿estuvo en todas?), así como en otras provincias del Brasil, existen pruebas de la visita del mencionado santo, pues

al que esto escribe le enseñaron en Belén del Pará una piedra, tenida en suma veneración, sobre la cual piedra se había parado el discípulo de Cristo. Si fue o no cierto, es averiguación en que no quiero meterme, que Dios no me creó para juez instructor de procesos122.

Además, en «Origen de una industria» escribe: «Sombrero manufacturado en Moyobamba hemos visto por el que se pagó en el Pará la suma de doscientos cincuenta mil reis. Tan delicado era el tejido y tan consistente el batán»123. Y, por si fuera poco, su traducción de anónimos versos de trovadores provenzales titulada «Tenacidad», está datada en Belén del Pará y 1865124. A dichos testimonios cabe añadir otro de la más alta calidad: un documento suscrito por el propio Palma, en esa ciudad, el 20 de marzo de 1865125. No cabe dudar, pues, que Palma vivió algunos días en el Pará, como tampoco que estuvo en San Luis de Marañón, en donde una bella nativa le inspiró la siguiente composición datada allí ese año y titulada «En el álbum de una brasilera»:

Plácidas son tus auroras,

perfumadas son tus brisas,

y músicas seductoras

te dan las aves canoras

en cambio de tus sonrisas.

No miente, niña gentil,

el que en su amoroso afán

te llama sol del Brasil

y la rosa del pensil

de San Luis de Marañán [sic].

Y pues tu alma en su inocencia

del cielo ha la transparencia,

que nunca nube sombría

ose empañar, alma mía,

el cristal de tu existencia126,

versada que nos pone en contacto con un Palma reencontrado con la galantería propia de su espíritu y, al parecer, recuperado de la crisis que le hiciera pensar en el suicidio. En San Luis, donde se hallaba de paso al Pará, cuenta el propio don Ricardo, supo del infeliz final de su amigo Gonçalves Días127.

Sobre Río, en fin, Palma nos ha dejado una olvidada remembranza en el discurso que dirigió a una delegación de universitarios hispanoamericanos asistentes a un congreso que se reunió en Lima, ocasión que le permitió presentar a sus dos grandes amigos brasileños, Antonio Gonçalves Días y Quintino Bocayuva:

A vosotros, representantes del Brasil, cúmpleme pediros el servicio de que depositéis una hoja de laurel sobre el monumento que vuestra patria ha erigido a la memoria del poeta Gonçalves Días, con quien me ligara, pocos meses antes de su fallecimiento, cordialísima amistad.

Y si queréis, señores delegados, extremar vuestra benevolencia, poned en mi nombre una hoja de ciprés sobre el sepulcro de Quintino Bocayuva, a quien traté en Río Janeiro [sic] en 1864 [sic], ha casi medio siglo, y que, corriendo los años, me favoreciera con su afectuosa correspondencia y con obsequio de libros para la Biblioteca de Lima128.

Sin embargo, en la correspondencia de Seoane nada hay que nos permita confirmar su presencia en la Corte de don Pedro II, silencio que es digno de tomarse en cuenta.

Palma permaneció en el Brasil hasta fines de marzo de 1865. Dejó el país profundamente molesto con Carrasco (en la referida carta a Alzamora le aplica los calificativos de «pillo», «tunante» y «maldiciente de oficio»129), con quien seguramente sostuvo un áspero y destemplado cambio de palabras en el Pará130. No obstante, obtuvo que el Comandante General de Loreto ordenara entregarle la suma indispensable para pagar su pasaje hasta Southampton131. En realidad, Carrasco prefería «pagar de sus sueldos el pasage [sic] que dio a Palma antes que tenerlo una sola hora en Iquitos», según escribió más tarde Seoane132. La citada suma ascendió a 283 pesos 2 reales; Palma la recabó de manos de Costa el 20 de marzo de 1865133.

A fines de ese mes Carrasco informó a Seoane las medidas tomadas en relación a Palma, las cuales aprobó con aplauso134. Por entonces, éste había perdido toda consideración al antiguo cliente de la librería limeña de Pérez135 e informaba a Lima acerca de su «disipación [que] en París nos llenó a todos de una desconfianza legítima para darle, junto con la posesión del Consulado, la facultad de girar o de disponer del dinero nacional»136. Don Buenaventura estaba molesto porque Palma lo calificaba de injusto por no entregarle el cargo,

como si me hubiera sido dable, decía, poner los fondos de la Nación en manos de un insolvente, que lo es por haber disipado los suyos propios...

De esta clase de empleados hay algunos por desgracia en el Perú, cuyo número aumentará la impunidad con que cuentan, y ya no se podrá decir con propiedad de todos los empleados «ha servido tantos años a la República» sino más bien «ha vivido tantos años a costa de la República».

Espero que el Gobierno sabrá hacer justicia a mis procedimientos y adoptar, en obsequio a la moral, las medidas convenientes para que la conducta de Palma no sea imitada por otros137.

En realidad, aparte de la justicia que podía acompañar sus apreciaciones, no desprovistas de irónica objetividad, pesaba en su ánimo lo que Carrasco le informaba de lo que Palma decía de él. Quizá también venían a su memoria las palabras que, seis años atrás, Palma había empleado para escribir su semblanza política138. Pero es innegable que cierto correo de chismes afectaba el buen entendimiento de los empleados peruanos en el tórrido medio brasileño. El Presidente Pezet y su Ministro de Relaciones Exteriores Pedro José Calderón, por Resolución Suprema 1284 fatalmente extraviada, dispusieron medidas aprobatorias al recibir las primeras comunicaciones de Seoane (de diciembre de 1864)139. Entonces no fue un secreto que nuestro escritor no desempeñó la importante misión consular que se le confiara140. Pero al paso de los años la memoria colectiva se fue debilitando, y en 1887, en carta al mexicano Francisco Sosa, que le había solicitado un esbozo autobiográfico, Palma estampó la afirmación que nos ha servido de epígrafe de esta sección141. Pezet, Ribeyro, Calderón, Seoane y Carrasco habían dejado de existir, y él quiso sepultar también la verdad sobre lo ocurrido en sus inquietos episodios de 1864 y 1865, tan contrarios por lo demás a su responsable y maduro desempeño al frente de la Biblioteca Nacional.

«... Y viajé por... Estados Unidos»142

Escaso de fondos y, tal vez, luego de infructuosos intentos, resignado a no poder desempeñar el Consulado, Palma varió sus planes -si alguna vez los tuvo de dirigirse al Perú vía Southampton- a fin, quizá, de no tener que mendigar en Londres o París el dinero que le haría falta. Al parecer, no tenía prisa de volver a pisar su tierra: decidió dirigirse a los Estados Unidos para tomar en Nueva York un vapor que lo llevara al istmo de Panamá, paso obligado al Perú. En esta ocasión lo condujo también un notorio afán de conocer otras latitudes, pues no parece lógico aportar en la gran urbe norteamericana para encaminarse al Perú. No es imposible que, una vez más, desembarcara en Saint Thomas, el pedazo de tierra antillana donde residía su admirado amigo Lozano.

Palma debió de residir en la gran ciudad yanqui, cuyo tráfico comercial, orden y laboriosidad le causaron gran impresión, entre comienzos y mediados de abril de 1865. Angélica refiere que «hubo de detenerse, y no a disgusto, mayor tiempo del que supuso, en espera de vapor para Colón», y que encontró a muchos amigos hispanoamericanos y charló largamente con el gran poeta colombiano Rafael Pombo143. En efecto, a éste dedicó los versos de «Historia» (Nueva York, 1865), cuya quinta y última estrofa trasunta algo de los sinsabores y la nostalgia de su autor:

En este valle vagan perdidos

seres que viven de abnegación,

seres nacidos

para la vida del corazón.

Seres que mueren y a Dios bendicen

que el cáliz rompe de su dolor,

seres que dicen

para una vida basta un amor144.

Posiblemente, en aquellos días, por intermedio de Pombo, conoció al gran poeta Henry Wodsworth Longfellow145. Pombo, su amigo personal, acababa de traducir su célebre «The Psalm of Life»146, que también fue vertido al castellano por el joven limeño147. Por lo demás, unos poemas de Pombo publicados en El Mercurio de Lima, la fuente que tanta luz nos ha prestado para labrar esta reconstrucción, atestiguan sin duda alguna su proximidad al contumaz viajero y colega literato148.

Los versos de «Historia», y los de «Balada» (Jersey City, 1865) y «Las estrellas» (Nueva York, 1865), imitación de un lied, certifican la presencia de don Ricardo en tales lugares149. Su contenido sentimental permite pensar que quien los escribió pasaba aún por un periodo de conmoción interior, bien es verdad que en trance de superación. Mucho debió afectar a Palma la rigurosa mas no arbitraria decisión de Seoane.

No todo fue, en la existencia de Palma, charla, teatro y versos durante aquellos días de mansión en la urbe neoyorkina, también hubo sobresaltos: ese 14 de abril se produjo un fatal atentado contra el Presidente Lincoln. La noticia lo sorprendió, refiere Angélica, en un teatrito de variedades, y le hizo temer que sufriese un retardo su retorno al Perú. Mas luego recobró la calma al comprobar que no se había interrumpido el ritmo habitual de las actividades: podría tomar en la fecha señalada el vapor que debía llevarlo a Colón150, lo que debió producirse en la segunda quincena de ese mes.

Riva-Agüero cree que en Panamá trató al General Porfirio Díaz, «en una corta ausencia a que éste se vio obligado durante las campañas del sur de México»151.

De vuelta en el familiar océano Pacífico, seguramente hizo el muy conocido itinerario caletero con escala obligada en Guayaquil, donde estuvo algunas horas y estrechó la mano de su querido amigo Navarro Viola, abogado y hombre de letras que poco después caería víctima de la violencia política que azotaba el Ecuador152, y la de su viejo conocido y opuesto amigo el dictador Gabriel García Moreno, de cuya conversación, vivamente referida por don Ricardo, Riva-Agüero ha dejado una magnífica estampa:

Acababa de llegar de Quito, con celeridad maravillosa, sin comer ni dormir en todo el largo camino, para sorprender y debelar una insurrección liberal guayaquileña.

Ya tenía vencidos a los revolucionarios, a quienes se disponía a fusilar. Subió a visitar el buque en que Palma venía. Vestía un frac azul abrochado, y empuñaba una lanza en la mano.

Ud. va sin duda a entrar en la revolución contra Pezet, le dijo a su amigo peruano.

-No es imposible, le contestó éste. También Ud., D. Gabriel, tiene a su Ecuador movido.

-¡Oh! Lo que es aquí, no hay cuidado. Los expedicionarios de Jambelí no me asustan. Mañana mismo habré dado cuenta de ellos.

Me refería Palma que al oírle estas palabras, le pareció reconocer en los claros ojos de su amigo, el incansable lector de Payta, la mirada fría e implacable, de acero pavonado, de los retratos de Felipe II. Tenía delante de sí a un inquisidor, hermano tardío de aquéllos cuyos hechos estudiaba en los papeles viejos de Lima153.

Ciertamente el liberalismo de don Ricardo, tantas veces recalcitrante, se oponía a la severa política del Presidente del Ecuador.

«A mi regreso entré en la revolución contra Pezet»154

En efecto, Palma llegó al Perú y se adhirió a la revolución que socavaba las bases del Gobierno constitucional de Pezet, contra el cual gran parte del país estaba levantado a causa, sobre todo, de su política con España155. Al plegarse al movimiento acaudillado por Mariano Ignacio Prado en el sur y José Balta en el norte, no hizo otra cosa, en realidad, que mantenerse fiel a sus convicciones liberales, americanistas y democráticas, cierto es que al estilo de la época. Sin embargo, ello lo llevó a dar la espalda al régimen merced al cual había viajado por dos continentes sin llegar a desempeñar el cargo de confianza con el cual fuera investido156. Debió de desembarcar en algún puerto del norte del Perú en poder de los rebeldes, en la primera quincena de mayo de 1865. Poco después, un incidente a bordo de un vapor inglés nos permite confirmar su militancia revolucionaria en dicha región157.

La revolución logró deponer al Presidente Pezet, a quien sometió a juicio junto con los hombres de su régimen, salvo excepciones158, y colocar en su lugar con el carácter de dictador al Coronel Mariano Ignacio Prado, cuyo Secretario de Guerra y Marina, el inquieto y talentoso jefe liberal José Gálvez Egúsquiza, se sirvió de Palma como hombre de confianza159. El Gobierno peruano, una vez más en manos amigas, acogía los talentos de Palma, lo que por cierto no implicaba condonarle la crecida suma que adeudaba al fisco: 3200 pesos fuertes según liquidación realizada por Juan Vicente Camacho160. Desconocemos si pagó la deuda, pero no que pronto se plegó a las fuerzas de su amigo el Coronel José Balta alzadas contra su antiguo aliado Prado. La fortuna no lo abandonó pues tales fuerzas lograron colocar a su jefe en la Presidencia de la República. Palma, que había sido Secretario de aquél durante la campaña, pasó a ser su Secretario Particular y logró una Senaduría por Loreto161, el extenso y verde departamento fluvial que no alcanzara a servir desde su frustrado desempeño consular en el lejano Pará. Fue durante la administración Balta cuando Palma vivió días parecidos, tal vez, a aquéllos de París que le hicieran perder la cabeza y, desde luego, el dinero de su comisión. Don Buenaventura Seoane, nuevamente en Lima, testigo de excepción de sus aventuras parisienses, lo retratará, en 1870, en la ceremonia de colocación de la primera piedra del Ferrocarril Central Trasandino: «Cerca de un par de lindas muchachas, en un suntuoso balcón, gozaban de la fiesta en verso y prosa los honorables Senadores Palma y Arizola [sic]...»162. Al describir semejante escena, segura mente don Buenaventura tenía presentes los episodios, entre inquietos y tormentosos, protagonizados por Palma, cinco años atrás, en el Viejo Mundo.

¿Qué balance es posible hacer de este periplo euroamericano de Ricardo Palma? Grosso modo, en lo político, un compromiso más estrecho con la causa americana, enfrentada por entonces a potencias europeas en México, Chile y el Perú, y, en general, una mayor simpatía con los pueblos -v. gr. el veneciano y el polaco- sometidos a políticas de perfil imperial, así como una renovada fe en la república con gestos de acerbo antimonarquismo. En lo literario, terreno al cual necesariamente lo conducía su temperamento y vocación, se aproximó entusiasta a Heine (también un amante de la libertad) y pagó su tributo de admiración a Musset. Conocer las viejas ciudades de Europa prodújole tan grande impresión que, en propias palabras, «eso bastó para cambiar el rumbo de mis aficiones literarias, encaminándolas a los estudios históricos y lingüísticos»163. El paisaje cultural del Viejo Mundo fue, pues, aquello que con más fuerza emocionó su sensibilidad y, tal vez, le hizo ver la realidad peruana desde otra perspectiva. El exuberante paisaje del Brasil imperial ciertamente lo deslumbró, aunque también le ofreció una realidad muy distinta a la que su espíritu ambicionaba.

Y los Estados Unidos, merced a su excepcional desarrollo, acrecieron sus convicciones republicanas y, tal vez, su fe en el trabajo.

Mucho mundo conoció don Ricardo durante este intenso periodo de su vida. A pesar de lo que aún ignoramos, estamos ciertos que la vívida experiencia que adquirió en lejanas latitudes fue importante en el desarrollo de sus notables dotes de escritor. Amistades, sentimientos, convicciones, pasiones e ideales, todo concurre vertiginosamente en el horizonte palmino en momentos en los cuales la paz internacional, no menos que la de su espíritu, se hallaba muy comprometida. Su suicida obsesión constituye, en esta peripecia de románticos matices, un pasaje no desprovisto de dramatismo ni de contradictorio significado en quien se caracterizó siempre por amar la vida al estilo, muy suyo, de limeño soñador.

Crónica 1

(Recibida) Jauja febrero 28. 4 p.m.

(Contestada) Jauja marzo 15/81

Excmo. señor don Nicolás de Piérola

Lima, febrero 23 de 1881.

Mi estimado amigo:

Desde el 15 de enero último se han sucedido los hechos si­guientes. El 16, Astete abandonó el Callao y trajo a Lima como 1.000 hombres a quienes hizo marchar por las calles de Lima, y des­pués abandonó, ocultándose él. La tropa que no había comido, se unió con varios soldados dispersos de Miraflores, especialmente ce­ladores y comenzó el ataque a las casas de los chinos las que en esa tremenda noche fueron casi todas saqueadas y muchos chinos asesinados. En el saqueo se prendieron fuego a muchas casas y tiendas, y se quemaron, pudiendo haber sido incendiadas las manza­nas todas de la ciudad, pues los bomberos no se daban abasto para atender a todas partes. La Guardia Urbana Extranjera, desgracia­damente disuelta por orden del prefecto Peña, quien se ocultó des­de el sábado 15, al fin se armó de orden de un municipal y sa­lió a batir a los comunistas y fusilando como a 200 de ellos. Con estas medidas se aplacó la tormenta. Los ministros de usted Villa­rán, Panizo, Calderón, ocultos desde el sábado 15. Torrico (Rufino) sostuvo todo el peso con uno o dos más. El 17, al anochecer, en­traron como 4.000 chilenos con Saavedra (general) con el mayor silencio; en días posteriores entraron como 10.000 hombres más, y como 3.000 al Callao, todo con el mayor orden aquí y en el Ca­llao. Tan pronto como entraron los chilenos comenzaron las intrigas, y comenzó también a fermentar la podredumbre de la política. Por de pronto los civilistas, sin caudillo, y habiendo sido varios emplea­dos en la reserva por usted creyeron conveniente aparentar querer sostener a usted pues los jefes chilenos aseguraban querer tratar con usted. Los civilistas, pues, mandaron una comisión a Torrico compuesta de Alejandro Arenas, Ramón Ribeyro y Cesáreo, Chacal­tana para asegurar que apoyarían a usted en todas sus medidas para sostener la dignidad e integridad del país. De esto se dio avi­so a usted. Entretanto llegó La Cotera, contratado en Guayaquil por el ministro Godoy para venir a revolucionar el país; y en el acto se le unieron el doctor Pazos, Ulloa, Saavedra, Ml. Ma. Gálvez, Quiñones, Odriozola (hijo), Murciélago Fuentes y su hijo, Mariano F. Paz Soldán, Eleuterio Macedo, clérigo González La Rosa, etc. etc., y lo impulsaron a formar reuniones en su casa de acuerdo con los chilenos y en combinación con ellos. Además de esta junta, por su parte trataba de formar otros arreglos Jesús Elías a favor de Mon­tero, valiéndose del sistema de pedir firmas. Los civilistas al fin entraron en arreglos con los chilenos valiéndose de las relaciones del general Osma con Vergara y con Altamirano... Hace tres días que en casa de La Cotera se celebró una reunión, y comisionaron a los generales Haza y Bustamante, doctores Odriozola, Gálvez y Justus Velarde, Ventura Elguera, Fco. de P. Boza para exigir de La Puer­ta el que se encargase del mando: La Puerta se negó tenazmen­te, y dijo prefería lo fusilasen. Después ha dicho La Puerta que el gobierno de Piérola es a su juicio el más legal, pues ha sido reco­nocido por toda la república y que él no ha visto una sola acta re­tirándole los poderes ya conferidos. En estos mismos días y sorda­mente trabajaban Derteano y otros para formar sus juntas, valién­dose de ciertas relaciones para con los jefes chilenos... En efecto el 21 se convocaron dos juntas, una en casa de Paz Soldán, a la que debían ir los que antes se reunían en casa de La Cotera, y otra en casa de Derteano... Los de Paz Soldán ya habían (enviado) una comisión de Quiñones, Bustamante y clérigo La Rosa a confe­renciar con Vergara y Altamirano; estos prometieron no entederse con usted para nada y sí apoyar a cualesquier gobierno o poder que desconociese a usted. Entonces comenzaron con redoblado esfuer­zo los trabajos de Derteano con las obras juntas, siendo el resul­tado que la junta de La Gotera compuesta de tres generales, veinte y tres coroneles y comandantes y veinte y seis otras personas se uniese a la de Paz Soldán, desertándose muchos sin embargo, en­tre ellos La Cotera, Saavedra, Pazos, Delboy, etc.

En seguida la junta de Paz Soldán resolvió reunirse a la de Derteano y también se desertaron varios, quedando al fin organizada la junta última con ciento trece personas; esto tuvo lugar ayer. Organizada así bajo la presidencia de Alejandro Arenas, se hizo la votación, y fue nombrado presidente provisorio el doctor don Fran­cisco García Calderón por 104 votos, repartiéndose los otros nueve votos entre Arenas, etc. A las cuatro de la tarde vino a la muni­cipalidad una comisión compuesta de Manuel Francisco Benavides, Mariano Paz Soldán, Francisco Ganseo:), Ramón Ribeyro, y Rai­mundo Morales, pidiendo

1º Que la corporación reconociese el gobierno de la junta.

2º Que franquease el local para reunir al pueblo, y consultar sobre el nuevo orden de cosas.

Torrico contestó que consultaría a la corporación reunida; esta por unanimidad de votos declaró: 1° Que era parte integrante de la dictadura, y que por consiguiente ni su honor ni su deber le permitían reconocer otro gobierno. 2º Que no podía franquear el local para un acto revolucionario: Basadre, Dulanto y García llevaron esa contestación a la junta. Más tarde vinieron todos los de la junta a la municipalidad, y Calderón dirigió la palabra al alcalde, instándole sobre sus anteriores pedidos. El alcalde se negó: y un joven Mindreau tomó la palabra e hizo presente a los de la jun­ta lo antipatriótico de su conducta. Los jefes chilenos se han nega­do a recibir a los ministros de usted y según se asegura por todos hoy; y por consiguiente queda usted en guerra abierta con Chile y sin esperanzas por ahora de arribar a la paz. Se asegura que esto es a consecuencia de las últimas ordenes de Chile, reci­bidas por telegrama. En este momento me aseguran que los chile­nos ofrecen entregar a los soldados y oficiales prisioneros en San Lorenzo para que se organicen fuerzas contra usted, no sé lo que habrá de verdad en esto, ni quién tomará el mando, pues La Cotera está endemoniado por la burla que le han hecho chilenos y sus ¡tinteros. Se dice que Altamirano después de la segunda conferencia con La Cotera, lo declaró una gran bestia. ¡Qué bien lo ha cono­cido Altamirano. Con Oneti se le mandó el periódico Las noveda­des de Nueva York, de 5 de enero de 1881. ¿Qué hay de verdad en ese artículo? Avísenos, pues estamos muy interesados en ese asunto. En el estado actual de las cosas. ¿Qué piensa usted hacer? Aquí la gran opinión del pueblo está por usted, y si usted, se­para de su lado a Echenique, objeto de la execración general de todos aquí, con razón o sin ella, ganará usted muy mucho. Todos culpan a Echenique por la pérdida de Miraflores, pues creen que por cobardía no apoyó el ataque de la derecha. Muy conveniente sería mandarlo en comisión al sur: nombre a César Canevaro en su lugar, y tendrá usted consigo una buena parte de los civilistas, y neutralizados otra parte. Canevaro casi bueno de sus heridas irá a donde usted lo ordene. Aquí toda la masa del pueblo esta por usted sus más encarnizados enemigos son los que frecuentaban pa­lacio, como Derteano, Arizola, Manuel Francisco Benavides, los Paz Soldán, los Murciélagos, etc.; ¡qué tal! Amigo leal y constante el clérigo Tovar, este sí, que es de lo bueno.

La señora Jesús y familia a bordo del Lackawanna, todos bie

S.S.S.

Gambetta1.

1 Otro seudómino usado por Palma.

Crónica 3

(Diputado Ayllón)

(Recibida) Ayacucho, agosto 5/81-9 p.

(Contestada) Ayacucho, agosto 20-81

Somos julio 19. El ministro Denegri ha renunciado, porque no pue­de tolerar los derroches de la hacienda. Forero pretende el puesto, pero parece que será nombrado Juan Ignacio Elguera, por empeño de Derteano, quien lo tiene ya de gerente del Banco Nacional, por renuncia de Enrique Cox. García Calderón ha mandado al norte, como agentes cerca de Montero a Manuel María Rivas y a un. Mujica del Callao, casado con la hija de Carassas: le van a ofrecer a Montero quinientos mil soles, y la vicepresidencia, y en último caso la presidencia, con tal que se pronuncie por la consti­tución: se dice que Montero ya se halla en Huaraz, cuidado con Mon­tero: es muy traidor (en clave). Parece que los chilenos recon­centran sus fuerzas sobre Lima, han replegado todas las fuerzas de Cañete y de la cordillera y se hace el servicio como al frente del enemigo: hay una vigilancia extraordinaria de día y de noche. Esta­ban presos Letelier y Bouquet, y parece que se ha ocultado Rurange, aquel francés que se decía torpedista, amigo del ministro Vehegaray. Ya le he comunicado que el tal Rurange ha resultado haber sido espía de los chilenos y ha sido su guía en todas las correrías de la sierra y partícipe en todos sus robos. Una parte, aun mando otros aseguran que el total, de las tropas que tenía reunidas García Calderón en Chorrillos se han marchado por Lurín, con sus armas, a reunirse a la montonera del sur. Hace cinco días están en conferencias entre Gálvez y Godoy sobre tratados y parece no se entienden. Godoy busca a Arenas para los arreglos: creo que ten­drán una conferencia. (En clave). No sé si le he avisado ya que en Chile se han dado ya por mí, de acuerdo con el amigo cita­do, algunos pasos en ese sentido. Cáceres tiene sus avanzadas por la Chosica, y con frecuencia sabemos de él. Mándele usted cuantos pe­riódicos pueda, y que él los pase acá, pueden venir con la última facilidad, pues de día y por entre los potreros transitan todos. To­do lo que viene por el correo se lo toman los chilenos, o Muñoz lo manda entregar a García Calderón. Hoy debe presentar Juan Luis Quiñonez una proposición para que se haga la paz con Chile, solo en el caso de que este no pida el territorio de Tarapacá: que en caso contrario siga la guerra. Pretende Quiñonez de este modo congraciarse la opinión pública, y dejar un pretexto para protestar contra lo que usted pueda hacer después. Antes de los sucesos de Huaraz, etc. Quiñónez era de los que vociferaba que se hiciera la paz a todo trance, aun cuando fuese cediendo Tarapacá, hoy dice lo con­trario. Veremos lo que el congreso de Magdalena resuelve hoy sobre el particular. De Bolivia ha venido un telegrama que dice: Asam­blea Boliviana Guerra. Por una carta de Arica, fecha 7 sabemos, que la asamblea ha ordenado la venta de todos los bienes nacio­nales, y de los conventos por unanimidad, de acuerdo con usted y no con García Calderón. Somos 20. Mañana salen dos diputados para esa: ansiosos estamos por recibir noticias de la instalación de esa asam­blea. Cuide usted nos manden muchos ejemplares del Mensaje, pues aquí lo necesitamos para repartir a los amigos. A mi juicio se van a precipitar los sucesos, y sería muy muy conveniente, el que usted se hallase en Jauja o próximo a esos puntos con todas las tropas posibles. En vista de la adjunta correspondencia, esperamos obrará con su conocida actividad. Repito cuidado con Montero, (en clave).

SIRIUS.

CRÓNICA 2

Somos julio 11 de 1881. Ayer se abrieron las sesiones del congreso. Mandarnos el mensaje. Verá usted las mentiras sobre rela­ciones con Bolivia. Asistieron a la apertura del congreso en Chorri­llos un regimiento de infantería chileno, un escuadrón de caballería id. y cuatro piezas de artillería id. Además dos columnistas de cela­dores a órdenes de Palma. Asistieron de gran parada los vocales de la suprema de justicia, Ribeyro, Muñoz, Sánchez, Oviedo, La Rosa fiscal, Cardenas fiscal. Vidaurre se negó a asistir a pesar de la invi­tación personal hecha por el ministro Vélez. Asistieron de la su­perior Pérez, Corzo, Fiscal Bueno. Los demás se negaron a asistir. Ministros extranjeros, pero no en cuerpo, el de Inglaterra, Italia, España y Tezanos Pinto. También han asistido los jueces Olivares, Puente Arnao y Morote. Generales Cisneros y Bustamante. Tribu­nal de Cuentas, Benavides, Eléspuru. Los chilenos formaron cubrien­do el camino desde el Barranco a San Juan. Ayer amanecieron dos banderas peruanas izadas, una sobre el cerro de San Bartolomé, otra sobre las ruinas del reducto de Vásquez. Hoy debe presentar­se en el congreso una ley de amnistía, señalando un plazo impro­rrogable a los que sostienen la dictadura para que se acojan al re­conocimiento de la constitución. Cuentan con que usted será uno de los más presurosos a hacerlo. Vamos a verlo. García Calde­rón ha sido proclamado nuevamente presidente provisorio y ayer mismo presentó el juramento. Para reunir su congreso han inven­tado mil calumnias. Que Montero reconocía el gobierno de Calde­rón, tan pronto como se reuniese el congreso. Que Cáceres sedu­cido por Gelatina1 haría lo mismo. Tanto ha asegurado Gelatina es­to que aquel Zapatel que mató a Salazar en Tarma fue mandado en comisión a verse con Cáceres, llevándole ofrecimiento de la pri­mera vicepresidencia y de una suma fuerte de dinero. Anoche lle­gó Zapatel y hoy se asegura que Cáceres se niega a entenderse con estos señores. El agente mandado a hacer iguales ofrecimientos a Montero aún no ha regresado, según me dicen. Anoche llegó a Chorrillos el vapor Charrúa conduciendo a Recabarren con 50 individuos entre jefes, oficiales y tropa. Terry se hallaba ya en Huaraz otra vez. Nicanor González se ha venido con Recabarren. Inmenso es el entusiasmo del departamento de Ancash, escribe don Je­rónimo Cisneros que aún cuando usted sucumbiese ese departamento no reconocería a García Calderón. Necesitamos, como el aire para la vida, los periódicos y noticias de Ayacucho sobre la apertura de la asam­blea y todas las noticias de esa y del sur. Aquí ha estado haciendo cir­cular Federico Luna una carta sin duda ficta por él, en que decía que en Azángaro se había sublevado el batallón Legión, matando a sus dos jefes y en Huainapata el batallón Piérola, dispersándose. Es­tas noticias, las falsas de Bolivia y las ningunas de usted han hecho que los supremos y agentes se presten a ir a Chorrillos. Tra­te usted de establecer una constante comunicación entre esa y esta por Ica. De allí a Ayacucho no hay sino 52 leguas y de Pisco tenemos dos vapores cada semana y dos del Callao a Pisco. La correspon­dencia así vendrá más pronto y más seguro que por Jauja, que es mucha vuelta y mucha distancia. No sería demás ordenar al coro­nel Cáceres mande cuantos papeles y correspondencia pueda aquí. Aún no sabernos la verdad. Ni de la llegada de usted de vuelta a Ayacucho sabernos la más pequeña noticia. En lo futuro mis car­tas irán firmadas con el nombre de Sirius.




Capítulo 1





Capítulo 2





Capítulo 3





Capítulo 4





Capítulo 5





Capítulo 6





Capítulo 7





Capítulo 8





Capítulo 9





Capítulo 10





Capítulo 11





Capítulo 12





Capítulo 13





Por qué la expulsión de los judíos


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