El primer toro
Gentil chasco se lleva quien, juzgando por el título, piense que voy a ocuparme por lo menos del cornúpedo que con Noé desembarcó del Arca, y que cristianamente debo creer y creo que fue el padre y fundador de la familia. No, señores. Más humilde es mi propósito.
Se me ha exigido un artículo corni-tradicional, y no hay forma de salir por la tangente del compromiso. Mis amigos afirman que en cada pelo del bigote escondo una tradición, y ello debe ser cierto, que de cortés peco para decirles que no están en lo verdadero. Déme Dios llevar a buen término esta serie de narraciones, y rompo la tijera para que no críe moho por falta de paño en qué cortar. Entretanto, pecho al agua y al avío; no digan, si alargo el preámbulo, que soy como el guitarrero del Tajamar, que todo se le iba en puntear y puntear.
Amén de la renta que su majestad acordara, según reales cédulas, a sus viso-reyes en el Perú, eran éstos festejados, siempre que por razones del buen servicio les ocurría ir de visita al puerto y presidio del Callao, con una salva de cañonazos; pero quedaba a merced del virrey elegir entre los disparos, que a la postre no son más que humo y estrépito, o reclamar en limpia plata lo que había de gastarse en pólvora. Si no mienten mis apuntes, eran quinientos duros los al año asignados para tal bambolla.
Diz que no faltó representante de la corona que optara por la ración en crudo, en lo cual tengo para mí que procedió con seso.
Otra real cédula prevenía que cuando el virrey asistiese al coliseo, los comediantes o su empresario tenían la obligación de entregar al mayordomo o repostero de palacio algunos patacones para sorbetes y tente en pie de su excelencia y comitiva. Añaden los maldicientes que [143] virrey hubo que no perdonaba función; pero que era enemigo del refresco, no embargante que los cómicos cumplían religiosamente con entregar los cuartejos consabidos.
En 1768 efectuose el estreno de la plaza de Acho, construida para lidias de toros. El propietario de ella, D. Hipólito Landaburu, señaló desde la primera corrida veinte pesos para cerveza y butifarras del real representante y su cortejo. Ítem mandó que el primer toro después de estoqueado se obsequiase al cochero y fámulos del virrey, para que éstos sacasen provecho del cuero y de la carne. Para rumboso D. Hipólito. ¡Dios lo tenga entre santos!
La costumbre se hizo ley, y hasta los tiempos de Pezuela disfrutó de tal ganga el famulicio. El toro producía un par de peluconas, vendido a un carnicero, quien salaba la carne; pues entonces no se la enviaba a la siguiente mañana al mercado, por considerarse perjudicial a la salud la carne de los bichos que morían en el redondel. ¡Aprensiones de los abuelitos!
Vino la patria, y con ella un empresario patriota y mezquino, que empezó por no dar una peseta para el refresco del Protector San Martín, y que negó a los criados de éste los despojos del primer toro.
«¡Fuera antiguallas y a romper con el pasado!» Tal era la consigna del roñoso empresario de Acho. El alma del generoso Landaburu debió trinar de cólera en el otro mundo ante mezquindad tamaña.
A Ramón Meneses, cochero del general San Martín, se le indigestó la innovación; compró un pliego de papel sellado y fuese al ministro Monteagudo con un recurso fundado en esto y lo otro y lo de más allá, reclamando lo que él creía privilegio inmanente a su cargo.
La querella se hizo cuestión de Estado y de alta política. La opinión pública, que es una señora muy entrometida y casquilucia, se agitó en pro y en contra. Los patriotas y progresistas y novedosos se declararon por el empresario pero los godos y retrógrados y recalcitrantes se decidieron por el auriga. El empresario defendió su bolsa con uñas y dientes, corriose vista al fiscal, y éste dictaminó que la cosa tanto tenía de larga como de ancha, y por ende se las compusiese el gobierno como Dios le diera a entender.
Pero ahí estaba D. Bernardo Monteagudo, que era todo un hombre para un encargo, quien cogió la pluma y plantó en el memorial un no ha lugar por ahora que partió por el eje a Ramón Meneses y dejó contentos a los partidos; pues el decreto no otorgaba concesión ni implicaba negativa rotunda.
Era un decretito con callejuela, decretito de agua de malvas, achicoria, goma y raíz de altea. [144]
¿Creerán ustedes que aquí terminó la algólgora del primer toro? Pues se equivocan. Ese por ahora iba a dar pan que rebanar.
Juan Duende, cochero del presidente general Gamarra, y Quintín Quintana, que ejerció idéntico oficio con el presidente general Castilla, amenazaron a los empresarios con resucitar el pleito; pero ambos ciudadanos cocheros eran unos peines sin pizca de respeto por los altos fueros del pescante, y transigieron, previa la promesa de que en cada tarde de lidia se les acudiría con cuatro pesos, cuatro copas y cuatro butifarras. [145]
Juana la Marimacho
¡Ah, china diabla! ¡Y bien haya la madre que la parió!
La imaginación me la retrata cabalgada en un brioso overo del Norte, a quince pasos de la puerta del toril, capa colorada en mano y puro de Cartagena en boca. Con chaquetilla de raso azul con alamares de plata, falda verde botella y un rico jipijapa en la cabeza, dicen que era lo que se llama una real moza. Como hay Dios que al verla sentían los hombres tentaciones... así como de reivindicarla.
No la vi yo, por supuesto, en el pleno ejercicio de sus funciones de capeadora de a caballo; pero en su elogio oí decir a un viejo casi lo mismo que, hablando del torero Casimiro Cajapaico, escribe el señor marqués de Valleumbroso en su libro Escuela de caballería conforme a la práctica observada en Lima:
-Esa china merecía estatua en la plaza de Acho.
Digo que no es poco decir. [146]
Con Juana Breña hizo la naturaleza idéntica mozonada que con la monja alférez doña Catalina de Erauzo. Equivocó el sexo. Bajo las redondas y vigorosas formas de la gallarda mulata, escondió las más varoniles inclinaciones. Las mujeres, cuya sociedad esquivaba, la bautizaron (no sin razón) con el apodo de la Marimacho.
Juana Breña manejaba los dados sobre el tapete verde con todo el aplomo de un tahur; y puñal en mano se batía como cualquier guapo, que era diestra esgrimidora. En dos o tres ocasiones estuvo en la cárcel por pendenciera; pero, contando con valedores de alta influencia, lograba siempre su libertad tras pocos días de encierro. Con la misma llaneza con que echaba la capa a un retinto, hacía un chirlo a un cristiano por quítame allá una paja.
En los toros de San Francisco de Paula (que fue lidia que formó época), en los famosos de la Concordia y en los de la recepción del virrey Pezuela estuvo afortunadísima. Montada en ágiles y rozagantes caballos ejecutó lucidas suertes de capeo, sacando gran cosecha de monedas que los concurrentes le arrojaron con profusión desde las galerías y tablado.
«La Juanita Breña
me dejó encantada.
¡Qué arranque de china!
¡Qué bien que capeaba!
¡Y cómo el caballo
lo culebreaba!
¡Y en sentarse a todos,
cierto que los gana!
¡Qué de enamorados
tiene esa muchacha!
¡Y cómo a porfía,
la palmoteaban!»
Estos versos, que copiamos de un listín del año 1820, bastan para dar ligera idea de la popularidad de la Marimacho.
Desde la infancia reveló Juanita Breña propensiones varoniles; por lo que su padre, que era chalán en la hacienda de Retes, la amonestaba diciéndola:
-¡Juana, no te metas a hombre!
Sermón perdido. Con los años se iba desarrollando más y más en la muchacha la inclinación a ejercicios del sexo fuerte.
Pero como todo tiene fin sobre la tierra, los lauros de Juana Breña encontraron al cabo su Waterloo en la misma plaza de Acho, testigo de sus proezas. Allá por el año 25 descuidose una tarde la gentil capeadora, [147] y un corniveleto de la Rinconada de Mala la suspendió entre sus astas, después de despanzurrar al caballo. El pueblo exhaló un inmenso alarido sobresaliendo entre todas las voces la del chalán, padre de Juana, que gritaba:
-¡Toma, china de mis pecados! ¡Métete a hombre!
A algún santo muy milagroso debió en su cuita encomendarse la infeliz, pues sólo así se explica que, sin más que el susto y algunas contusiones, hubiera escapado viva de los cuernos del animal.
Desde esa tarde renegó del oficio y no volvió a vérsela en el redondel; pero si renunció a habérselas con los toros vivos, no tuvo por qué enemistarse con la carne de los toros muertos. Juana Breña se hizo carnicera, y hasta después de 1840 ocupaba una mesa en la plaza del Mercado, situada entonces en la que hoy es plaza de Bolívar.
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