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FONDO EDITORIAL REVISTA OIGA

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ARTOLA ARBIZA, Antonio Maria. Ezkioga. En el 80° aniversario de la Pastoral de Mons. Mateo Múgica Urrestarazu sobre Ezkioga (07/09/ 1933), Lima, Fondo Editorial Revista Oiga (978-61-2465-76-03). 2DA. EDICIÓN

lunes, 28 de junio de 2010

La Protectora y la Libertadora

(Monografías históricas)

I

Doña Rosa Campusano

Tendría yo el tradicionista de trece a catorce años; y era alumno en un colegio de instrucción preparatoria.

Entre mis condiscípulos había un niño de la misma edad, hijo único de don Juan Weniger, propietario de dos valiosos almacenes de calzado en la calle de Plateros de San Agustín. Alejandro, que así se llamaba mi colega, excelente muchacho que, corriendo los tiempos, murió en la clase de capitán en una de nuestras desastrosas batallas civiles, simpatizaba mucho conmigo, y en los días festivos acostumbrábamos mataperrear juntos.

Alejandro era alumno interno y pasaba los domingos en casa de su padre, alemán huraño de carácter, y en cuyo domicilio, al que yo iba con frecuencia en busca del compañero, nunca vi ni sombra de faldas. En mi concepto, Alejandro era huérfano de madre.

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Como en ningún colegio faltan espíritus precoces para la maledicencia, en una de esas frecuentes contiendas escolares trabose Alejandro de palabras con otro chico; y éste, con aire de quien lanza abrumadora injuria, le gritó: «¡Cállate, protector!». Alejandro, que era algo vigoroso, selló la boca de su adversario con tan rudo puñetazo que le rompió un diente.

Confieso que en mi frivolidad semi-infantil no paré mientes en la palabra, ni la estimé injuriosa. Verdad también que yo ignoraba su significación y alcance, y aun sospecho que a la mayoría de mis compañeros les pasó lo mismo.

-¡Protector! ¡Protector! -murmurábamos-. ¿Por qué se habrá afarolado tanto este muchacho?

La verdad era que por tal palabrita ninguno de nosotros habría hecho escupir sangre a un colega. En fin, cada cual tiene el genio que Dios le ha dado.

Una tarde me dijo Alejandro:

-Ven, quiero presentarte a mi madre.

Y en efecto. Me condujo a los altos del edificio en que está situada la Biblioteca Nacional, y cuyo director, que lo era por entonces el ilustre Vigil, concedía habitación gratuita a tres o cuatro familias que habían venido a menos.

En un departamento compuesto de dos cuartos vivía la madre de mi amigo. Era ella una señora que frisaba en los cincuenta, de muy simpática fisonomía, delgada, de mediana estatura, color casi alabastrino, ojos azules y expresivos, boca pequeña y mano delicada. Veinte años atrás debió haber sido mujer seductora por su belleza y gracia y trabucado el seso a muchos varones en ejercicio de su varonía.

Se apoyaba para andar en una muleta con pretensiones de bastón. Rengueaba ligeramente.

Su conversación era entretenida y no escasa de chistes limeños, si bien a veces me parecía presuntuosa por lo de rebuscar palabras cultas.

Tal era en 1846 ó 47, años en que la conocí, la mujer que en la crónica casera de la época de la independencia fue bautizada con el apodo de la Protectora, y cuya monografía voy a hacer a la ligera.

Rosita Campusano nació en Guayaquil en 1798. Aunque hija de familia que ocupaba modesta posición, sus padres se esmeraron en educarla, y a los quince años bailaba como una almea de Oriente, cantaba como una sirena y tocaba en el clavecín y en la vihuela todas las canciones del repertorio musical a la moda. Con estos atractivos, unidos al de su personal belleza y juventud, es claro que el número de sus enamorados tenía que ser como el de las estrellas, infinito.

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