El que pagó el pato
I
El inca Titu-Atauchi, hermano de Atahualpa, se dirigía a Cajamarca con gran comitiva de indios cargados de oro y plata para aumentar el tesoro del rescate, cuando tuvo noticia de que el 29 de agosto de 1533 habían los españoles habían dado muerte al soberano. Titu-Atauchi escondió las riquezas de que era conductor, y reuniendo gente de guerra, fue a juntarse con Quizquiz, el más bravo y experimentado de los generales del imperio, que se hallaba a la cabeza de un ejército hostilizando a los conquistadores.
Vistos emprendieron su marcha al Cuzco, sosteniendo combate diario con las tropas de Quizquiz. Ciento cincuenta españoles, mandados por Francisco de Chávez, cubrían la retaguardia de Pizarro, y una tarde, detenidos por una tempestad, acamparon a cinco leguas de distancia del grueso de sus compañeros. De repente se encontraron atacados por seis mil indios. Los españoles lucharon con su acostumbrada bizarría; pero faltos de concierto y acosados por el número, tuvieron que emprender fuga desastrosa, dejando siete cadáveres y trece prisioneros.
Entre los últimos hallábase el caballeresco1 capitán Francisco de Chávez, aquel que murió en Lima defendiendo al marqués el día de la conjuración de los almagristas; Alonso de Ojeda, otro valiente que se volvió loco un año después, y Hernando de Haro, no menos notable por su coraje e hidalguía.
Dice la historia que en el simulacro de juicio que se inició y feneció en un día para asesinar a Atahualpa, tuvo éste muchos que abogaron por su vida; y es opinión uniforme que a haber estado presente en Cajamarca el ilustre Hernando de Soto, no se habría manchado la conquista con tan inicuo como estéril crimen. De los veinticuatro jueces de Atahualpa, sólo trece lo condenaron a muerte. Los once que se negaron a firmar la sentencia son dignos de que consignemos sus nombres, en homenaje a su honrada conducta. Llamábanse Juan de Rada (aquel que más tarde acaudilló a los almagristas que asesinaron a Pizarro), Diego de Atora, Pilas de Atienza, Francisco de Chávez, Pedro de Mendoza, Hernando de Haro, Francisco de Fuentes, Diego de Chávez, Francisco Moscoso, Alfonso Dávila —186→ y Pedro de Ayala. Como dice el refrán, hubo de todo en la viña: uvas, pámpanos y agraz.
Titu-Atauchi no sólo conocía los nombres de los que con su voto habían autorizado la muerte del inca, sino de aquellos que como Juan de Rada lo habían defendido, exponiéndose a caer en desgracia cerca de Pizarro. Francisco de Chávez y Hernando de Haro fueron de este número.
Titu-Atauchi había jurado vengar la sangre de su hermano en el primero de sus verdugos que tomara prisionero. Había además ofrecido grandes recompensas al que le entregara la persona de Felipillo, el infame indezuelo que sirvió de intérprete a las españoles, y que por vengarse de los desdenes de una de las mujeres de Atahualpa, influyó con chismes en el ánimo de los principales capitanes para que condenasen al soberano. Pero aunque Titu-Atauchi no tuvo el regocijo de vengarse, don Diego de Almagro se encargó tres años después del castigo de Felipillo mandándolo descuartizar por una nueva traición en que lo sorprendiera.
Titu-Atauchi se informó de los nombres de los prisioneros, platicó afectuosamente con los principales, hizo asistir con esmero a los heridos, y cuando éstos se hallaron fuera de peligro, tuvo la nobleza de ponerlos en libertad, dándoles así escolta de indios que en hombros los condujesen hasta las inmediaciones del Cuzco. Además regaló esmeraldas riquísimas a los capitanes que se opusieron al sacrificio de Atahualpa, dándoles así una prueba de gratitud por su honrado aunque inútil empeño en favor del monarca.
En los momentos de despedirse del joven inca notó Francisco de Chávez que faltaba uno de los trece prisioneros. Titu-Atauchi sonrió de una manera siniestra, y cuentan que contestó en quichua una frase que si no es literal en su traducción, por lo menos encarna la idea de esta otra:
«¡Ah! El que se queda va a ser el pato de la boda».
¡Y luego dirán que el trece no es número que trae desgracia!
II
Titu-Atauchi se dirigió a Cajamarca, y encerró al prisionero en la misma habitación que ocupó Atahualpa en el tiempo de su cautiverio.
¿Quién era ese español escogido para víctima expiatoria? ¿Por qué el inca, que tan generoso se mostrara para con los vencidos, quería hacer ostentación de crueldad con este hombre?
Sancho de Cuéllar tuvo la desgracia de pasar sus primeros años como amanuense de un cartulario en España; y decimos desgracia porque esta circunstancia bastó para que sus compañeros, juzgándolo entendido en la jerga judicial, lo nombrasen escribano en el proceso de Atahualpa.
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Sancho de Cuéllar era, y con justicia, muy querido de don Francisco Pizarro. Fue uno de los trece famosos de la isla del Gallo, a cuya heroicidad se debe la realización de la conquista.
¡Otra vez el fatídico trece!
Sancho de Cuéllar procedió como escribano pícaramente; pues no sólo estampó palabras que agraviaban la triste posición del inca cautivo, sino que al notificarle la sentencia y acompañarlo al cadalso, lo trató con burla y desacato.
Titu-Atauchi lo hizo conducir al mismo sitio donde fue ejecutado Atahualpa, acompañándolo un pregonero que decía: A este tirano manda Pachacamac que se le mate por matador del inca.
Los indios conservaban el garrote que sirvió para el suplicio de su monarca, y llamábanlo el palo maldito. Empleáronlo para dar muerte a Sancho de Cuéllar, cuyo cadáver permaneció todo un día en la plaza, sufriendo ultrajes de la muchedumbre.
Acaso sea esta la única vez en la historia de la humanidad en que un escribano haya pagado las costas del proceso y servido de pato de la boda.
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