Algo de periodismo
Oswaldo Holguín Callo
Palma, periodista novel1
Ninguna actividad posibilitó tanto como el periodismo el desarrollo de los vastos talentos que adornaban el intelecto de aquel limeño «que no fue general ni fue doctor», pero que por el camino de la creación literaria supo conquistarse un sitial que pocos peruanos han alcanzado. Ricardo Palma fue periodista desde sus más tempranos empeños laborales, se abrió paso con reiteradas demostraciones de ingenio y capacidad, y logró al fin una sólida reputación que le franqueó las puertas de muchos órganos de prensa nacionales y extranjeros. Durante medio siglo, poco más o menos, ejerció diversas tareas vinculadas a las numerosas formas de participar en la edición de un periódico: corrector de pruebas, ayudante de cronista, redactor, crítico de teatro y taurino, editorialista, editor, corresponsal, responsable de la sección literaria, colaborador rentado, etc. Su profunda ligazón con el periodismo de su tiempo -sería mejor pluralizar este entorno- le permitió conocer de primera mano todos los prismas de una de las nuevas profesiones del siglo XIX, que no otra cosa cabe decir del periodismo en vista de los notables progresos y la personalidad propia que obtuvo en la centuria del ferrocarril, la navegación a vapor, la luz eléctrica y tantos otros inventos que revolucionaron el mundo.
La más antigua huella palmina de orientación periodística descubierta en la prensa limeña, es su poesía «A la memoria de la Sra. D.ª Petronila Romero», aparecida en El Comercio del 31 de agosto de 1848. César Miró y Aurelio Miró Quesada Sosa han relevado sus notas declaradamente románticas, v. gr., estos versos liminares:
¿Por qué mi alma conmueve la campana
que toca ¡ay! con funeral sonido?
Por qué en tan bella y divinal mañana
lloro yo con dolor desconocido?
Sin embargo, caeríamos en el error si atribuyéramos al quinceañero Palma sólo efluvios a la moda sentimental y lacrimosa de aquel tiempo, pues muy distante fue su participación en El Diablo, «periódico infernal» que circuló semanalmente durante el mismo año 1848. órgano de «la bohemia», diría Palma, «El Diablo, aunque no gozó de larga vida, fue verdaderamente diabólico, y dio no pocos malos ratos a los hijastros de Apolo» (cf. La bohemia de mi tiempo, XIII). Periodismo burlón e irreverente el de aquellos jovenzuelos como Palma, gustosos de hacer picadillo de los seudo talentos que estaban lejos de acreditar competencia literaria. Periodismo polémico y combativo, también, que inició a su generación en el arte de la defensa y el ataque por medio de la pluma que no de la espada. Periodismo en el que Palma hizo sus primeras armas, sin renunciar jamás al clavel en el ojal ni a la cuidada melena, distintivos de su adolescente iniciación.
Más prolongados fueron los vínculos que lo unieron a El Correo Peruano y a su sucesor El Correo de Lima:
En 1851, el poeta Trinidad Fernández y yo, mocito de dieciocho febreros, éramos cronistas y correctores de pruebas en El Correo de Lima, diario que había reemplazado a El Correo Peruano, con el pingüe sueldo de treinta pesos al mes. ¡Qué ganga!
(cf. «Entre Garibaldi... y yo», II)
Quién sabe Angélica Palma los tenía en mente cuando escribió que en el periodismo ganó su padre «el primer dinero: una onza de oro mensual que él y Luciano Benjamín Cisneros percibían por su trabajo de cronistas principiantes» (cf. Ricardo Palma, Buenos Aires, 1933, p. 20). En todo caso, está comprobada su labor de crítico teatral hacia mediados de 1850, posiblemente en compañía de Juan Sánchez Silva, bajo el seudónimo de Los Invisibles. La pareja escribía una columna semanal que salía todos los sábados a manera de revista de cuanto espectáculo era escenificado en Lima. Muchas veces Los Invisibles dirigieron durísimas críticas a autores, empresarios y actores, y no pocas polemizaron con otros colegas. El Correo Peruano estaba bajo la dirección de José Miguel Pérez («santo varón conocido por Chasqui-pututo», dirá Palma sin revelar su nombre), pero era Juan Sánchez Silva quien administraba sus talleres; ambos orientaron los pasos del aprendiz de periodista que hacia 1850-1851 era Palma. Algo más: fueron las prensas de El Correo las que publicaron el primer impreso palmino a fines de 1851: Rodil. Drama en tres actos y prólogo, testimonio concluyente de la estrechísima relación.
1852 significó un importante cambio en la vida de Palma: el inicio de un periodo de cercana colaboración con el gobierno constitucional del general Echenique, colaboración que lo llevó a incursionar en el periodismo político con decisión y entrega. Para ello le sirvieron las páginas de El Intérprete del Pueblo, donde un apunte autobiográfico lo presenta como «ayudante de cronista» y en cuya redacción conociera al exiliado político conservador colombiano julio Arboleda, más tarde presidente de la república. En El Intérprete... publicó trabajos de diversos géneros, v. gr. poesía como «Flor de los Cielos», crítica como «Sonetos de Quirós» y ensayo como «Espíritu del siglo», del cual es este parrafito rebosante de humorismo:
Maldita la razón que encuentro para decir que un hombre empieza a vivir desde el momento en que es presa de estúpidas nodrizas, de médicos idiotas que lo martirizan para curarle un ataque de alfombrilla o sarampión, de un estrecho vestido y, lo que es peor, de los pellizcos de sus hermanitos y besuqueos de la primera vaca anciana que remilgándose y chupándose los nada apetitosos labios, exclama: ¡Qué mono es el angelito! Achicharrado me vea antes de volver a los años de la infancia. Adelante con la cruz.
(cf. El Intérprete del Pueblo, Lima, 7 feb. 1852, p. 3)
En junio de 1852 se convirtió Palma en redactor principal si no único de El Burro, semanario satírico que, aunque no pasó del segundo número, le sirvió de palestra para ejercitarse en el periodismo incisivo y mordaz, con trasfondo político, al que estaba dedicado por entonces. El Burro destinó sus coces a los enemigos externos del Perú, a alguna gente de tablas y a uno que otro articulista opositor.
En El Mensajero, diario que sucedió a El Intérprete del Pueblo, prosiguió Palma su ya polifacética labor periodística. Sin duda, recibió el decidido apoyo de su redactor -léase director- Eugenio Carrillo Sosa, impresionado gratamente por la habilidad del novel escritor que ya despuntaba entre la juventud cultora de la estética romántica y no menos de los refinamientos que la riqueza del guano traía de Europa y los Estados Unidos. Palma publicó en el folletín de este periódico el «romance histórico» Lida, el cual mereció los honores del folleto al igual que Mauro Cordato, «romance nacional», y Corona patriótica, «colección de apuntes biográficos», todos ellos fruto de los talleres tipográficos de El Mensajero (Lima, 1853).
El Heraldo de Lima, lograda expresión de periodismo moderno, fue el diario que a comienzos de 1854 relevó a El Mensajero y en el que Palma figuró desde los primeros números como conspicuo colaborador. Impreso en máquinas de fabricación norteamericana adquiridas por su editor el súbdito español Juan Martín Larrañaga, El Heraldo de Lima dio espacio en sus columnas al selecto grupo de jóvenes que conformaban la vanguardia de la nueva literatura peruana: Manuel Nicolás Corpancho, José Arnaldo Márquez, Ricardo Palma, Carlos Augusto Salaverry, Trinidad Fernández, Juan de los Heros, el venezolano Juan Vicente Camacho, etc. Palma, contador de la goleta de guerra Libertad desde septiembre de 1853, redujo su labor a la publicación de composiciones poéticas y artículos políticos, ocultos éstos bajo el velo del anónimo o del seudónimo. Sus obligaciones como miembro del Cuerpo Político de la Armada lo alejaron un tanto de los familiares ambientes de la redacción y los talleres, del olor de la tinta de imprimir y del trato llano pero cordial de los cajistas, todo lo cual había constituido su primera escuela de trabajo durante seis años de adolescencia y juventud.
Palma, periodista de oposición2
Ser periodista y ser político fue en gran parte del siglo XIX una suerte de sinonimia. Los órganos de prensa solían fungir de voceros de tal o cual tendencia, grupo o sector de opinión representado por connotados personajes de larga trayectoria pública y más o menos probada fidelidad a principios, ideas y concepciones sobre los más relevantes aspectos del acontecer nacional. Detrás de esos «actores de reparto» hubo siempre numerosos hombres cuyo desempeño, si no fue estelar, tuvo en su circunstancia particular rasgos nada desdeñables; obreros que a menudo se encargaban de las tareas más arduas y riesgosas, que sufrían los primeros golpes del infortunio cuando era éste el resultado de sus fracasados planes, o recibían alguna porción de la gloria que el pueblo dispensaba a sus caudillos al fin de victoriosa campaña. Ricardo Palma fue uno de ellos, y como tal supo apurar el amargo trago del destierro pero también servirse de los dulces frutos del poder y la privanza.
Palma ejerció el periodismo de oposición durante los años 18581862, 1866-1868, 1872-1879 y 1881-1883, vale decir cuando gobernaron el Perú los generales Ramón Castilla y Mariano Ignacio Prado, los civiles Manuel Pardo y Francisco García Calderón y el contralmirante Lizardo Montero. En cambio, fue «periodista ministerial» bajo las administraciones del general José Rufino Echenique, del mariscal Miguel de San Román, del general Juan Antonio Pezet y, fundamentalmente, del coronel José Balta, del civil Nicolás de Piérola y del general Miguel Iglesias. Después de la Guerra del Pacífico, convertido en Director y restaurador de hecho de la Biblioteca Nacional, supo con cautela dejar de lado casi todo periodismo combativo, pues los cuidados que le demandaba su «hija predilecta» colmaron plenamente, junto con el intenso ejercicio epistolar, los ya mermados arrestos que otrora hicieran de él un «guerrillero en el manejo de la pluma».
El liberalismo fue la doctrina que Palma abrazó hasta el punto de hacerla bandera de combate cuando el segundo gobierno de Castilla se volvió conservador y autoritario. El órgano de prensa que le sirvió para criticar los actos del régimen y difundir sus ideales fue El Liberal, «periódico político y literario» cuya redacción compartió con Lorenzo García y Juan Francisco Pazos. Palma escribió una columna titulada «Chilindrinas» que, haciendo honor a su significado, se burlaba a menudo de los políticos oficialistas o de cualquier vecino de Lima señalado por equis circunstancia, como aquel propietario de una casa de baños que a través de El Comercio, y al parecer sin motivo razonable, denunció haber sufrido cierta amenaza creada por su afiebrada imaginación (cf. El Liberal, 31 jul. 1858). Paralelamente se publicó El Constitucional, «diario político y literario» que recogió importantes producciones doctrinarias de intelectuales como Francisco de Paula González Vigil, Francisco Javier Mariátegui, Benito Laso, José Gálvez Egúsquiza, entre otros. Palma se hizo presente en sus columnas con un soneto nada político pero sí testimonial y romántico: «En un naufragio», escrito en 1855 a raíz del desastre sufrido por el vapor Rimac, cuya dotación integraba como oficial tercero del Cuerpo Político de la Armada encargado de la contabilidad del buque (cf. El Constitucional, 19 jun. 1858).
A principios de 1859 empezó a publicarse el bisemanario La Zamacueca Política, «periódico político, popular y joco-serio» que lució como epígrafe la cínica sentencia «La Patria es la troncha» del festivo escritor Manuel María del Mazo. Su redactor principal fue Juan Francisco Larriva, periodista y poeta, a quien acompañaron Toribio Villar y Palma. Éste publicó en la nada recatada Zamacueca una larga serie de semblanzas de senadores y diputados que, sin medias tintas, presentó de la siguiente manera:
Ya lo he dicho: no sé pintar al óleo ni a la aguada. Por consiguiente los colores de mis retratos serán un tanto bruscos y fuertes. El lienzo está bien preparado y si doy brochazos de principiante no escasearán los de mano maestra. Hay hombres que quedan completamente retratados en una pincelada y cuyas copias desvirtuaría un solo toque de barniz. Para tales hombres tal retratista.
En efecto, estas semblanzas ofrecieron sin claroscuros ni eufemismos los rasgos más saltantes de los congresistas así fueran del gobierno como de la oposición; sirva de muestra la del diputado por Huaraz señor Loli:
Los discursos de su Señoría necesitan de traducción según lo expuso una vez el taquígrafo, lo que nos prueba que el señor Loli habla en galimatías. Pero si su lenguaje es ininteligible no sucede lo mismo con su voto, pues siempre se para cantando:
¡Qué viva Tiberio!
¡Qué viva Nerón!
Que yo al Ministerio
debo mi elección.
(cf. La Zamacueca Política, mar. 1859).
Los repetidos y, no obstante el anónimo o el seudónimo, reconocidos productos de su intensa labor periodística en contra del régimen de Castilla, culminaron en El Diablo (1860), órgano del liberalismo más audaz que tenía como mentor a José Gálvez Egúsquiza. Fueron precisamente sus más decididos partidarios quienes lo secundaron en la aventura revolucionaria que el 23 de noviembre de 1860 quiso deponer al presidente Castilla mediante un acto de fuerza tramado para atentar contra su misma persona. La intentona fracasó rotundamente y Palma, entre otros conjurados, tuvo que expatriarse en Chile y conocer ahí las estrecheces de la proscripción. Periodista y poeta desterrado podría haber escrito a continuación de su ya prestigiado nombre.
Un nuevo periodo de oposición se le ofreció a Palma cuando, años después, el jefe supremo de la República Mariano Ignacio Prado llamó a elecciones generales para nombrar presidente y congreso constituyente a fines de 1866. El coronel José Balta fue uno de los candidatos y su vocero otro El Constitucional, cuya redacción ejercieron Palma y el poeta Carlos Augusto Salaverry Pero Balta se apartó de la contienda y, acusado de conspirar, fue deportado; poco después (en. 1867) merecieron igual suerte varios de sus colaboradores, Palma entre ellos. ¿La causa? Las duras críticas que había lanzado al gobierno desde El Constitucional. Este segundo destierro le impuso casi cuatro meses de residencia en Guayaquil, puerto que honda huella dejó en su espíritu por razones no reñidas con la hospitalidad ni los lances del corazón... (cf. «El Cristo de la agonía»). De regreso en Lima reincidió en la condición de opositor y figuró como redactor principal de La Campana, «periódico semanal y caliente que ni verdades calla, ni mentiras consiente» (may.-sept. 1867). Convertido en indiscreto «campanero», Palma se halló en situación ad hoc para escribir una nueva serie de semblanzas de los congresales constituyentes; los más cuestionados fueron sus antiguos camaradas de liberalismo, mas raro fue el que se libró de merecer alguna versada rebosante de buida sátira o de fina ironía, v. gr., la dedicada al diputado por Cangallo señor Sáez:
Suplente del gran Vigil,
¿qué hace en la Cámara? Nihil.
Cosas bellacas el destino fragua,
ejemplo: Don Lorenzo, ni sal ni agua.
La serie se reprodujo en el folleto titulado Congreso Constituyente. Semblanzas por Un Campanero (Lima, 1867), reeditado en 1961 por Alberto Tauro. A poco llegó la hora de trocar la pluma por la espada y ser «secretario general, casi ministro de Estado» en la revolución acaudillada por Balta (cf. «La Conga»). A la extenuante campaña sucedió el triunfo, y a éste el poder y la fortuna...
Balta fue relevado por Manuel Pardo, contra cuyo gobierno la prensa opositora dirigió una de las más encarnizadas campañas que recuerda nuestra historia. La Patria, destacado diario general, se constituyó en su principal órgano, y Palma en uno de sus importantes colaboradores. Mas es justo advertir que, dueño al fin de un prestigio incuestionable, Palma se fue distanciando de los polémicos lances del periodismo partidario que le habían sido cotidianos. Infelizmente, la Guerra del Pacífico obró en su espíritu al igual que un cáustico, y se entregó una vez más a la tarea de zaherir a sus adversarios políticos: los hombres de los gobiernos de Francisco García Calderón y su sucesor Lizardo Montero, enfrentados a Nicolás de Piérola en funestas circunstancias para el país. Las crónicas que entonces escribió se publicaron principalmente en El Canal (1881-1883), periódico peruano fundado en Panamá por Federico Larrañaga, las cuales han sido recopiladas con particular cuidado por el historiador norteamericano C. Norman Guice (cf. Crónicas de la Guerra con Chile, Lima, 1984).
Tributario de su tiempo, en íntima comunión con él esprit do siècle que en temprano ensayo se atreviera a poner en solfa, Palma ni pudo sustraerse ni quiso inhibirse de hacer periodismo político, pues a través de él intentó materializar ideales que a lo mejor no eran entonces sino utopías, proyectos que sólo un largo camino recorrido a pesar de los obstáculos h a tornado posibles ciento y más años después.
Palma, corresponsal3
Una de las formas más características de periodismo decimonónico, y aun del de los primeros años de este siglo, fue el despacho de escritos noticieros redactados especialmente para los distintos órganos de prensa, sobre todo diarios y revistas de contenido vario, por personas que ejercían esta tarea a título de corresponsales, habitual o accidentalmente, desde lugares más o menos distantes. Los grandes diarios, como El Comercio desde los cincuenta y sesenta, contaban con corresponsales no sólo en las principales ciudades del país sino en las capitales más importantes del globo, sobre todo las del Viejo Mundo Londres y París. Ellos daban razón del misceláneo discurrir político, social, económico, artístico, literario, etc., y de su diligencia y puntualidad dependía en mucho que el gran público quedara informado -tan pronto como lo permitían los telégrafos, navíos y, más tarde, cables submarinos- de cuanto hecho relevante percibiera su sentido periodístico. El servicio que más adelante ofrecieron las agencias noticiosas, como la pionera Havas-Reuter, no pudo, sino después de mucho tiempo, desplazar a estos excelentes difusores de la información internacional. Ricardo Palma realizó también tareas de corresponsal: a través de ellas satisfizo su ego, dio pábulo a su irónico modo de apreciar los acontecimientos y, limeño burlón y comprometido, vertió no poco de sus propias convicciones políticas, de su crítica punzante y de su desenfadado pero siempre correcto lenguaje.
Vinculado a El Comercio desde la adolescencia, Palma debutó como corresponsal en su edición del 24 de enero de 1854 con una «Correspondencia del Comercio» suscrita en las islas de Chincha el día anterior. Aunque anónima, no cabe dudar de su paternidad palmina: estilo, circunstancia, profesión y simpatías políticas la confirman. En efecto, recordemos que por aquella fecha Palma era contador de la goleta de guerra Libertad, buque de nuestra Armada estacionado en las Chincha por la importancia económica de su ingente riqueza guanera. El despacho relata lo acontecido recientemente en las islas: el cada vez más elevado concurso de naves que cargan guano, los problemas de orden público creados por la numerosa y varia población, las reuniones sociales a bordo de algunos barcos, el ascenso a capitán de navío del comandante de la Libertad Pedro José Carreño (donde el autor revela su profesión marinera), el arresto de un militar revolucionario (que hace patente su echeniquismo), etc. Y en cuanto al estilo, pruebas al canto:
No será el nieto de su abuela quien se meta a fallar a cuál de ambas partes [al Gobierno o a la Casa Gibbs] asiste justicia [en cierto diferendo]; mas puedo afirmar que si el Gobierno no lo remedia pueden las islas convertirse en leoneras. Todo lo demás es cháchara y música de títeres.
La circunstancia que puso a Palma en el camino de la corresponsalía periodística habitual, fue su destierro en Chile (dic. 1860-oct. 1862). Unido estrechamente a los escritores liberales, siguió colaborando con ellos desde Valparaíso, donde además actuó de agente -vale decir, representante- de La América, «periódico político, consagrado a la defensa de la autonomía de las naciones americanas» que en Lima publicaron, desde abril de 1862, Francisco de Paula González Vigil, Francisco Javier Mariátegui, José Gregorio y Mariano Felipe Paz Soldán, Santiago Távara, Ignacio Noboa, entre otros. La América respondía a la urgente necesidad de salvaguardar los intereses del continente frente a los repetidos casos de intervención practicados por las potencias europeas. Por otro lado, La Revista de Lima, cima del pensamiento peruano de la época, siguió publicando sus habituales colaboraciones. Años más tarde, un nuevo alejamiento de la patria motivado por su nombramiento como cónsul en el Pará, Brasil (jul. 1864-may. 1865), hizo que Palma retomara la condición de corresponsal, esta vez de El Mercurio y El Comercio de Lima y La Revista de Buenos Aires. Un buen ejemplo de sus dotes de informador es la correspondencia que publicó El Comercio del 20 de diciembre de 1864, segunda edición, sobre el deceso en la capital francesa del joven escritor peruano Belisario Gómez:
El 9 de noviembre a las once de la mañana nos hallábamos reunidos en la iglesia de la Madeleine casi todos los peruanos residentes en París, alrededor del atahúd [sic] de Belisario Gómez. Los ministros Barreda, Seoane, Irigoyen, Gálvez y Sanz; los señores Pardo, Sevilla, Ortiz Zevallos, Cotes, Albertini, Medina, Costas, Marcó del Pont; los coroneles Carrasco y Arancibia, todos los peruanos en fin acompañaron el cadáver de nuestro amigo hasta el cementerio Montmartre.
Los años setenta, suerte de belle époque a despecho de la «crisis fiscal», contemplaron el encumbramiento literario de Palma, convertido en solicitado colaborador de numerosas publicaciones del país y el extranjero. No le fue difícil al creador de las tradiciones tornarse cotizado corresponsal desde los primeros momentos de la Guerra del Pacífico. Escribió por entonces a Nicolás de Piérola, sin disimular su autoestima: «Yo he servido, sirvo y serviré en la prensa extranjera sin hacer ostentación de ello y acaso hasta ignorándolo Ud. La Raza Latina de Nueva York, El Siglo XIX de México y El Tiempo de Montevideo, publican quincenalmente una correspondencia mía» (Miraflores, 25 sept. 1880). Mas fue El Canal, periódico peruano que Federico Larrañaga dirigía en Panamá, el órgano de prensa que dio a conocer el mayor número de sus despachos suscritos con el seudónimo de Hiram, máscara que no fue óbice para que los chilenos descubrieran la identidad de su amargado autor... De aquella época es también la cordial relación con La Prensa de Buenos Aires que Aurelio Miró Quesada Sosa ha estudiado en esta misma página.
Una vez más, cuando Palma bordeaba los sesenta y El Comercio había cumplido ya la cincuentena, este acreditado diario publicó las exclusivas comunicaciones que aquél remitió desde España como de legado del Perú a las festividades del cuarto centenario de la hazaña colombina. Las seis «largas, minuciosas y sabrosísimas crónicas que hicieron el deleite de los lectores de El Comercio» (cf. Héctor López Martínez: Los 150 años de 'El Comercio', Lima, 1989, p. 323), fueron producto de la amistad que unía a Palma y José Antonio Miró Quesada, director del diario: «Contraje con Ud. -le decía don Ricardo- el compromiso de escribirle quincenalmente y cumplo con buena voluntad» (Madrid, 23 sept. 1892). Esa buena voluntad quedó plasmada en cada uno de los párrafos de dichas crónicas, v. gr., el siguiente:
En la mañana del 6 [oct. 1892), después de veinte fatigosas horas en el ferrocarril de Madrid a Sevilla, llegamos a Huelva los delegados de las repúblicas sudamericanas. El señor don Justo Zaragoza, secretario del Congreso Americanista, había cuidado de conseguirnos alojamiento en diversos hoteles; pues Huelva, ciudad de veinte mil almas, casi ha duplicado su población en los días de las fiestas colombinas.
(cf. El Comercio, 27 nov. 1892; despacho datado en Huelva el 11 oct.)
Años después, Palma refundió las perspicaces observaciones de sus crónicas centenarias en el libro Recuerdos de España (Buenos Aires, 1897), testimonio cimero de sus altas prendas de corresponsal viajero.
No hay comentarios:
Publicar un comentario