Vistas de página en total

FONDO EDITORIAL REVISTA OIGA

FONDO EDITORIAL REVISTA OIGA
ARTOLA ARBIZA, Antonio Maria. Ezkioga. En el 80° aniversario de la Pastoral de Mons. Mateo Múgica Urrestarazu sobre Ezkioga (07/09/ 1933), Lima, Fondo Editorial Revista Oiga (978-61-2465-76-03). 2DA. EDICIÓN

jueves, 28 de junio de 2007

Un tesoro y una superstición

Cura de Locumba, a principio del siglo actual, era el venerable doctor Galdo, quien fue llamado un día para confesar a un moribundo. Era éste un indio cargado de años, más que centenario, y conocido con el nombre de Mariano Choquemamani.

Después de recibir los últimos sacramentos, le dijo al cura:

-Taita, voy a confiarte un secreto, ya que no tengo hijo a quien transmitirlo. Yo desciendo de Titu-Atauchi, cacique de Moquegua en los tiempos de Atahualpa. Cuando los españoles se apoderaron del inca, éste envió un emisario a Titu-Atauchi con la orden de que juntase oro para pagar su rescate. El noble cacique reunió gran cantidad de tejos de oro, y en los momentos en que se alistaba para conducir este tesoro a Cajamarca recibió la noticia del suplicio de Atahualpa. Titu-Atauchi escondió el oro en la gruta que existe en el alto de Locumba, acostose sobre el codiciado metal y se suicidó. Su sepulcro está cubierto de arena fina hasta cierta altura: encima hay una palizada de pacays y sobre éstos gran cantidad de esteras de caña, piedras, barra y cascajo. Entre las cañas se encontrará una canasta de mimbres y el esqueleto de un loro. Este secreto me fue transmitido por mi padre, quien lo había recibido de mi abuelo. Yo, taita cura, te lo confío para que si llegase a destruirse la iglesia de Locumba saques el oro y lo gastes en edificar un nuevo templo.

Corriendo los años, Galdo comunicó el secreto a su sucesor.

El 18 de septiembre de 1833 un terremoto echó por tierra la iglesia de —327→ Locumba. El cura Cueto, que era el nuevo cura, creyó llegada la oportunidad de extraer el tesoro; pero tuvo que luchar con la resistencia de los indios, que veían en tal acto una odiosa profanación. No obstante, asociáronse algunos vecinos notables y acometieron la empresa, logrando descubrir los palos de pacay, esteras de caña y el loro.

Al encontrarse con el esqueleto de esta ave los indios se amotinaron, protestando que asesinarían a los blancos que tuviesen la audacia de continuar profanando la tumba del cacique. No hubo forma de apaciguarlos y los vecinos tuvieron que desistir del empeño.

En 1868 era ya una nueva generación la que había en Locumba; mas no por eso se había extinguido la superstición entre los indios.

El coronel don Mariano Pío Cornejo, que después de haber sido en Lima ministro de Guerra y Marina, se acababa de establecer en una de sus haciendas del valle de Locumba, encabezó nueva sociedad para desenterrar el tesoro. Trabajose con tesón, sacáronse piedras, palos, esteras, y por fin llegó a descubrirse la canasta de mimbres. Dos o tres días más de trabajo, y todos creían seguro encontrar, junto con el cadáver del cacique, el ambicionado tesoro.

Extraída la canasta, viose que contenía el esqueleto de una vicuña.

Los indios lanzaron un espantoso grito, arrojaron hachas, picos y azadones y echaron a correr aterrorizados.

Existía entre ellos la tradición de que no quedaría piedra sobre piedra en sus hogares si con mano sacrílega tocaba algún mortal el cadáver del cacique.

Los ruegos, las amenazas y las dádivas fueron, durante muchos días, impotentes para vencer la resistencia de los indios.

Al cabo ocurriole a uno de los socios emplear un recurso al que con dificultad resisten los indios: el aguardiente. Sólo emborrachándolos pudo conseguirse que tomaran las herramientas.

Removidos los últimos obstáculos apareció el cadáver del cacique de Locumba.

«¡Victoria!», exclamaron los interesados. Quizá no había más que profundizar la excavación algunas pulgadas para verse dueños de los anhelados tejos de oro.

Un mayordomo se lanzó sobre el esqueleto y quiso separarlo.

En ese mismo momento un siniestro ruido subterráneo obligó a todos a huir despavoridos. Se desplomaron las casas de Locumba, se abrieron grietas en la superficie de la tierra, brotando de ella borbollones de agua fétida, los hombres no podían sostenerse de pie, los animales corrían espantados y se desbarrancaban y un derrumbamiento volvía a cubrir la tumba del cacique.

—328→

Se había realizado el supersticioso augurio de los indios: al tocar el cadáver, sobrevino la ruina y el espanto.

Eran las cinco y cuarto del fatídico 13 de agosto de 1868, día de angustioso recuerdo para los habitantes de Arica y otros pueblos del Sur.

¡Ijurra! ¡No hay que apurar la burra!

I

¿No saben ustedes quién fue Ijurra? ¡Pues es raro!

Don Manuel Fuentes Ijurra era por los años de 1790 el mozo más rico del Perú, como que poseía en el Cerro de Pasco una mina de plata, que durante quince años le produjo mil doscientos marcos por cajón. Aquello era de cortar a cincel.

Ijurra era de un feo subido de punto, tenía más fealdad que la que a un solo cristiano cumple y compete, realzada con su desgreño en el vestir. En cambio era rumboso y gastador, siempre que sus larguezas dieran campo para que de él se hablara. Así cuando delante de testigos, sobre todo si éstos eran del sexo que se viste por la cabeza, le pedían una peseta de limosna, motín Ijurra mano al bolsillo y daba algunas onzas de oro diciendo: «Socórrase, hermano, y perdone la pequeñez». Por el contrario, si una viuda vergonzante u otro necesitado ocurría a él en secreto, pidiéndole una caridad, contestaba Ijurra: «Yo no doy de comer a ociosos ni a pelanduscas: trabaje el bausán, que buenos lomos tiene, o vaya la buscona al tambo y a los portales».

No quiero hablar de las conquistas amorosas que hizo Ijurra, gracias a su caudal, porque este tema podría llevarme lejos. Como que le birló la moza nada menos que al regidor Valladares, sujeto a quien no tuve el disgusto de conocer personalmente, pero del cual tengo largas noticias, que por hoy dejo en el fondo del tintero.

Visto está, pues, que a Ijurra lo había agarrado el diablo por la vanidad y que para él fue siempre letra muerta aquel precepto evangélico de «no sepa tu izquierda lo que des con tu derecha». El lujo de su casa, su coche con ruedas de plata y la esplendidez de sus festines formaron época.

En esos tiempos en que no estaban en boga las tinas de mármol ni el sistema de cañerías para conducir el agua a las habitaciones, acostumbraba la gente acomodada humedecer la piel en tinas de madera. Las calles de Lima no estaban canalizadas como hoy, sino cruzadas por acequias —329→ repugnantes a la vista y al olfato. Los vecinos, para impedir que las tablas se resecasen y desprendieran de su armazón, hacían poner las tinas en la acequia durante un par de horas.

Pues el señor Ijurra tenía la vanidosa extravagancia de hacer remojar en la acequia una tina de plata maciza.

Cuéntase de él que un día mandó aplicar veinticinco zurriagazos a un español empleado en la mina. El azotado puso el grito en el cielo y entabló querella criminal contra Ijurra. El proceso duraba ya dos años, presentando mal cariz para el insolente criollo. Éste comprendió que a pesar de sus millones corría peligro de ir a la cárcel, y para evitarlo pidió consejo a la almohada, que, dicho sea de paso, es mejor consejero que los de Estado.

Presentósele al otro día el escribano a notificarle un auto judicial, y después de firmar la diligencia, fingiendo Ijurra equivocar la salvadora, vertió sobre el proceso el enorme cangilón de plata que le servía de tintero. El escribano, al ver ese repentino diluvio de tinta, se tomó la cabeza entre las manos, gritando:

-¡Jesús me ampare! ¡Estoy perdido!

-No se alarme -le interrumpió Ijurra-, que para borrón tamaño, uso yo de esta arenilla.

Y cogiendo un saco bien relleno de onzas de oro las echó encima del proceso, recurso mágico que bastó para tranquilizar el espíritu del cartulario, quien no sabemos cómo se las compuso con el juez.

Vaya si tuvo razón el poeta aquel que escribió esta redondilla

«El signo del escribano,

dice un astrólogo inglés,

que el signo de Cáncer es,

pues come a todo cristiano».

Lo positivo es que el de los azotes, viendo que llevaba dos años de litigio y que era cuestión de empezar de nuevo a gastar papel sobado, se avino a una transacción y a quedarse con la felpa a cambio de peluconas.

«No sin fundamento -dice un amigo mío- que todo anda metalizado: desde el apretón de menos hasta los latidos del corazón».

II

En la calle de Bodegones existía un italiano relojero, el cual ostentaba sobre el mostrador un curioso reloj de sobremesa. Era un reloj con torrecillas, campanillas chinescas, pajarillo cantor y no sé qué otros muñecos automáticos. Para aquellos tiempos era una verdadera curiosidad, —330→ por la que el dueño pedía tres mil duretes; pero el reloj allí se estaba meses y meses sin encontrar comprador.

La tienda de Bodegones era sitio de tertulia para los lechuguinos contemporáneos del virrey bailío Gil y Lemos, a varios de los que dijo una tarde el relojero:

-¡Per Bacco! Mucho de que el Perú es rico y rumbosos los peruleros, y salimos ¡Santa Madona de Sorrento! con que es tierra de gente roñosa y cominera. En Europa habría vendido ese relojillo en un abrir y cerrar de ojos, y en Lima no hay hombre que tenga calzones para comprarlo.

Llegó a noticia de Ijurra el triste concepto en que el italiano tenía a los hijos del Perú, y sin más averiguarlo cogió capa y sombrero, y seguido de tres negros cargados con otros tantos talegos de a mil, entró en la relojería diciendo muy colérico:

-Oiga usted, ño Fifirriche, y aprenda crianza para no llamar tacaños a los que le damos el pan que come. Mío es el reloj, y ahora vea el muy desvergonzado el caso que los peruanos hacemos del dinero.

Y saliendo Ijurra a la puerta de la tienda tiró el reloj al suelo, lo hizo pedazos con el tacón de la bota, y los muchachos que a la sazón pasaban se echaron sobre los destrozados fragmentos.

A uno de los parroquianos del relojero no hubo de parecerle bien este arranque de vanidad, o nacionalismo, porque al alejarse el minero le gritó:

-¡Ijurra! ¡Ijurra! ¡No hay que apurar la burra! -palabras con las que queda significarle que al cabo podría la fortuna volverle la espalda, pues tan sin ton ni son despilfarraba sus dones.

La verdad es que estas palabras fueron para Ijurra como maldición de gitano; porque pocos días después y a revienta-caballos llegaba a Lima el administrador de la mina con la funesta noticia de que ésta se había inundado.

¡Qué cierto es que las desdichas caen por junto, como al perro los palos, y que el mal entra a brazadas y sale a pulgaradas!

Ijurra gastó la gran fortuna que le quedaba en desaguar la mina, empresas que ni él ni sus nietos, que aún viven en el Cerro de Pasco, vieron realizada. Y este fracaso y pérdidas de fuertes sumas en el juego lo arruinaron tan completamente, que murió en una covacha del hospital de San Andrés.

Aquí es el caso de decir con el refrán: «Mundo, mundillo, nacer en palacio y acabar en ventorrillo».

Desde entonces quedó por frase popular entre los limeños el decir a los que derrochan su hacienda sin cuidarse del mañana:

-¡Ijurra! ¡No hay que apurar la burra!

No hay comentarios:

Publicar un comentario