La primera campana de Lima
En cierta tarde de septiembre del año 1535, hallábanse en un huerto situado en el terreno que hoy se llama el Martinete, y que fue el lugar donde Pizarro estableció el primer molino de trigo y la primera panadería, empeñados en una partida de bochas y palitroques cuatro caballeros, flor y nata de los hombres de la conquista.
Eran éstos el marqués don Francisco Pizarro, gobernador del Perú por Su Majestad don Carlos V; el capitán de arcabuceros y falconetes don Pedro de Candía, caballero de espuela dorada; el alcalde de la ciudad don Nicolás de Rivera, el Viejo, y don Blas de Atienza, compadre de su señoría el marqués, cumplido hidalgo y que fue uno de los once que en Cajamarca se opusieron al suplicio de Atahualpa.
-Truco y retruco -dijo don Francisco, lanzando la bola o bocha que en la mano tenía.
-¡Buen golpe, señor gobernador! -exclamó Pedro de Candía.
-Mingo, monigote y palos, ¡retrucar es! -añadió Rivera, aplaudiendo la destreza de Pizarro.
-¡La oración, caballeros! -interrumpió Blas de Atienza.
Y todos se quitaron los chambergos, se persignaron y rezaron entre dientes, a la vez que en la calle se oía un recio toque de corneta y tambor.
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Ocho meses de fundada llevaba la ciudad de los Reyes; y para congregar a misa al vecindario, así como para designar la hora del Angelus y demás actos de religiosa plegaria, empleábanse los instrumentos bélicos.
Terminada la plegaria y vuéltose a cubrir los caballeros, dijo Blas de Atienza, que era hombre por quien Pizarro tenía gran respeto a la par que mucho cariño:
-Paréceme, don Francisco, que más que vida de ciudad hacemos vida militante; y ¡pardobre!, que las verdaderas cornetas del Señor son los bocinas sagrados, que no bocinas y parches.
-Tiene razón que le sobra vuesa merced -contestó Pizarro-, y holgárame de hallar entre nuestros compañeros artífice que de fundir campanas entendiera.
-Pues poco han de valer mis trazas e ingenio -dijo Pedro de Candía-, si en mí no tiene su señoría al hombre que ha menester para el empeño.
-Vengan esos cinco, capitán, que palabra le tomo -repuso el marqués, estrechando la mano del hidalgo.
-Y yo, en nombre del Cabildo -agregó Rivera el Viejo-, me obligo a suministrar los metales y cuanto el horno demande.
-Pues a la obra desde mañana, caballeros; y volvámonos a casa, que ya la noche se nos viene encima a todo venir.
Y en efecto, al día siguiente se principió el acopio de materiales, y en breve estuvo funcionando el horno, cuyos fuelles manejó constantemente el mismo don Francisco Pizarro.
La campana, que pesaba mil trescientas libras y que resultó muy sonora, se dejó oír por primera vez en la Nochebuena de diciembre, con gran contentamiento del vecindario limeño. El pueblo la bautizó con el nombre de la Marquesita. Fatalmente esta campana apenas funcionó por menos de nueve años; pues en 1544 antojose de ella el virrey Blasco Núñez de Vela para fabricar arcabuces. Verdad es que ya no hacía gran falta, porque dominicos, mercenarios y franciscanos habían fabricado campanas, siendo una de ellas del peso de veinte quintales.
En cuarto a reloj público, el primero que poseyó Lima fue uno que en 1555 compró el Cabildo, y que costó dos mil doscientos pesos de oro, según lo afirma el padre Cobo en su interesante libro.
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