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FONDO EDITORIAL REVISTA OIGA

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ARTOLA ARBIZA, Antonio Maria. Ezkioga. En el 80° aniversario de la Pastoral de Mons. Mateo Múgica Urrestarazu sobre Ezkioga (07/09/ 1933), Lima, Fondo Editorial Revista Oiga (978-61-2465-76-03). 2DA. EDICIÓN

miércoles, 27 de junio de 2012

El sentimiento del honor en las Tradiciones peruanas de Ricardo Palma

Merlin D. Compton

Universidad de Bringham Young, Estados Unidos

¡La honra! Es la obsesión de esa edad, [la época colonial] su enfermedad y su imagen. Ella hace matar al virrey que baja furtivamente la escala de seda, eterniza los odios familiares por todas las Elviras infortunadas.

«En el noble se llama orgullo de abolengo; el orgullo que detuvo a dos calesas en una calle de Lima porque dos linajudos disputaban la derecha; el orgullo profesional que prolonga las disensiones de virreyes y arzobispos hasta que decida su Majestad. Se derrocha el patrimonio por un blasón. Se pelea a la muerte por si se tienen o no se tienen títulos comprobados a sentarse en una silla elegida y (curioso contraste de esta edad paradójica) a pesar de la religión, que es inflexible, a pesar de la honra, que es tirana, no es raro el delicioso relajamiento de Versalles. Ventura García Calderón en unos comentarios sobre las Tradiciones peruanas de Ricardo Palma54.

—34→

El honor español, como se pinta en el drama del Siglo de Oro de dramaturgos como Lope de Vega, Calderón de la Barca, Juan Ruiz de Alarcón y Guillen de Castro ha causado mucha especulación en cuanto a la fidelidad con que refleja el concepto del honor que imperaba en la vida de los españoles de los siglos XVI y XVII. El tema del honor español es uno que nos fascina porque el concepto, que podemos trazar a la época medieval, imbuía la vida con la idea de que la pérdida del honor equivalía a la pérdida de la vida. Por eso, medios hasta los más extremos se empleaban para preservar el honor y para vengar o ganar de nuevo el honor perdido. En vista de que hay muchas lagunas en el estudio del honor porque tal código nunca se escribió, es posible que encontremos más información sobre el honor en otras fuentes. Una que presenta posibilidades para tales datos es las Tradiciones peruanas de Ricardo Palma. Esta obra conviene para tal estudio porque cubre la historia del Perú desde la Conquista hasta los días en que vivía el insigne tradicionista y porque aunque no es historia en el sentido estricto de la palabra, críticos como Juan Valera y Ventura García Calderón alabaron las Tradiciones porque captaron el espíritu de los siglos que Palma retrató. Las Tradiciones son una rica fuente de información sobre el honor español porque lo presentan en sus múltiples matices. Un español, F. Miquel y Badía, escribe que la persona que lee las Tradiciones ve la acción muchas veces como si se realizara en una ciudad española del Siglo de Oro. Esto, dice él, es debido al hecho de que las personas y las costumbres que aparecen en algunas de sus narraciones seminovelescas y semihistóricas son genuinamente españolas, imbuidas con el espíritu español y aun más, castellano55. Y Palma mismo agrega esto: «¿Pero qué mucho, si en la misma España, poco o nada se diferenciaba de la nuestra la vida social? En nuestras hoy, más o menos, notables capitales de Sud América, Buenos Aires, Bogotá, Quito y Lima, se vivió esa vida y la chismografía hizo, si no la historia, la tradición que no es despreciable auxiliar de aquélla»56. De modo que las Tradiciones, según estas citas, reflejan no solamente la vida social de España sino la vida social de los centros de civilización de la colonia.

Este trabajo lo he organizado de la manera siguiente. Primero hay una sección sobre la naturaleza de la tradición y su relación con la historia, —35→ o sea la vida real. Luego establezco ideas fundamentales con respecto al concepto del honor español. A continuación habrá una presentación de ejemplos específicos de casos del honor en las Tradiciones y la última parte será una sección de conclusiones.

1. La tradición, la historia y el honor

Las Tradiciones peruanas, con su vasto panorama de la vida peruana, hace posible una vista del honor en varias épocas de la historia del Perú, y nos proporciona la oportunidad de averiguar, entre otras cosas, si el concepto del honor cambiaba a través de los años.

Como he dicho en otras ocasiones, Palma no escribió la historia del Perú, escribió su historia del Perú. Es decir que en casi todas sus obras, como él mismo admitió, hay una mezcla de la verdad, infinitesimal que sea, con la ficción. Palma dijo esto a Pastor Obligado en una carta: «Siempre he reconocido que la tradición puede ser una de las fuentes auxiliares de la Historia, pero se me atraganta lo de que ella alcance a ser la Historia misma». Palma, a veces, elimina, agrega y combina episodios y también cambia nombres, sitios y otros detalles. Podemos decir que la realidad, y esto incluye la historia, tiene que pasar por su lente estético antes de ser tradición. Pero a pesar de ser su historia, de ser una historia a veces deformada, sus Tradiciones tienen cierto valor histórico. Palma explica esto cuando escribe una carta a Alberto Larco Herrera en 1907: «La tradición no es precisamente historia, sino relato popular. Y ya se sabe que para mentiroso el pueblo. Las mías han caído en gracia, no porque encarnen mucha verdad, sino porque revelan el espíritu y la expresión de las multitudes».

No estoy de acuerdo con Palma. Después de haber cotejado muchas tradiciones con los materiales históricos que los inspiraron, puedo decir que hay mucha verdad en ellas si la verdad se encuentra en las fuentes. En los casos en que Palma ha hecho cambios significantes ha podido conservar el espíritu del original -la verdad quintaesencial que yace debajo de la superficie del asunto como una veta de rico mineral. Hay un punto más que quisiera agregar. Esta historia peculiar que compuso Palma es historia en clave menor porque el autor prefiere escribir sobre sucesos de poca monta. Pocas veces pinta los grandes acontecimientos con todos los detalles; prefiere usarlos para relatar anécdotas y episodios que nos llaman la atención por su novedad o por su humorismo. De modo que —36→ las Tradiciones constituyen una fuente muy rica para estudiar el honor. Cuando estudiamos el honor español las mejores fuentes no son las historias de España, a pesar de que iluminan ciertos aspectos de él. Estudiamos los dramas de Lope, de Calderón, de Alarcón y otros dramaturgos, y analizamos lo que escribieron Cervantes y Quevedo y otros prosistas. Los detalles del código del honor son difíciles de encontrar en obras didácticas. De modo que la literatura, con sus posibles deformaciones, exageraciones y acercamiento efectista, es, quizás, nuestra mejor fuente para un análisis del honor en España. En Hispanoamérica, faltando drama original y prosa significante durante el coloniaje, a mi saber no hay mejor fuente que las Tradiciones.

2. El honor español

El propósito principal de este trabajo es estudiar el honor (que incluye también la honra) de las Tradiciones usando como punto de partida el concepto del honor que se desarrolló en España, porque por lo general este concepto es el mismo que imperaba en el coloniaje y en el siglo XIX.

En primer lugar quisiera decir que este tema es muy extenso. Sólo podré proporcionar unos pocos aspectos sobre el honor porque, como dijo Antonio Rubio y Lluch: «La idea del honor es tan compleja y de extensión tan ilimitada, que es por todo extremo difícil presentarla claramente definida, y señalar los múltiples elementos que la integran»57.

Los que quieran hacer un estudio profundo deben acudir a la enjundiosa monografía de Américo Castro titulada «Algunas observaciones acerca del concepto del honor en los siglos XVI y XVII»58.

Para principiar vamos a establecer algunas bases para nuestra discusión. A las ideas de la dignidad humana y las de una reputación sin mancha, común a muchos conceptos del honor, tenemos que agregar otros elementos que son típicamente españoles. Dice Ludwig Pfandl: «[...] el honor era para todo bien nacido como una virtud de orden interior, espiritual; era la dignidad consciente con que cada cual podía presentarse sin tacha ni menoscabo, ante Dios, ante sí mismo y ante sus semejantes. Sin embargo, en las manifestaciones externas de la vida se exageraba este sentimiento del honor, que solía derivar hacia un concepto puramente —37→ humano e, incluso, dependiente de la opinión de los demás, estimable en mayor o menor grado hasta el extremo de que el "qué dirán" llegaba a sobreponerse al sentimiento íntimo y a constituir regla de conducta, y el honor y la fama a controvertirse conceptualmente en la realidad».59

En otra parte dice Pfandl: «El orgullo de casta, de nobleza, de religión, y de conquista tenía su raíz en una especie de trágica oposición a todo lo que significase inferioridad de nacimiento en la desviación de la plebe, de los enemigos de la nación, y de los sometidos [...]»60.

El orgullo cobra tremenda importancia, de hecho, dice Pfandl, exigía sumo respeto y consideración de personas que eran inferiores o que eran sus pares. Cuando este respeto faltaba el español se sentía herido en su honor. La consideración pública del honor era tan importante que quien había perdido su honor no era digno de seguir viviendo si no se vengó. Este concepto tal vez nos parezca exagerado, pero se encuentra escrito en una compilación de leyes del siglo trece, Las Siete Partidas, donde leemos: «Ca segund dixeron los sabios que fizieron las leyes antiguas, dos yerros son como yguales, matar al ome e enfamarlo de mal; porque el ome, después que es enfamado, maguer non haya culpa, muerto es quanto al bien e a la honra deste mundo; e demás tal podría ser el enfamamiento que mejor le sería la muerte que la vida. Onde los que esto fiziesen deven aver pena como si le matassen»61

Hay un punto más que quisiera hacer y un comentario antes de presentar algunos casos representativos. La mujer -sea esposa, hija, hermana, pariente o pupila- tenía que guardarse pura. Teóricamente si una de estas personas cometió adulterio o fornicación, el esposo, el padre, el hermano, el pariente o el tutor perdió su honor. Y para limpiar su reputación podía matar a la culpable y al hombre involucrado. De modo que el hombre que era honrado podía perder su honor por medio de sus propias palabras y sus acciones, y también por medio de las acciones de las mujeres en su vida. A pesar de la vida intachable que un hombre honrado llevaba, podía perder su honor fácilmente. Si la mujer era deshonesta o si la acusaban de ser deshonesta, o si estaba sola con un —38→ hombre con quien no debía estar, o si sospechaban que había cometido tal clase de indiscreción, el hombre honrado perdió su honor y debió limpiar la mancha matando a los dos culpables. No cuesta trabajo ver por qué los dramaturgos empleaban el tema del honor. Y en el análisis definitivo el «qué dirán» imperaba. No importaba lo que alguien había hecho; en teoría podía ser hombre malo pero si el público no lo sabía, si no hubo el «qué dirán», el hombre malo no perdió su honor. Vemos entonces que las consideraciones sociales estaban involucradas con el honor hasta el punto de que son evidentes estas anomalías. Un hombre bueno pierde su honor por lo que hacen otros si la acción cometida se hace pública. En cambio, un hombre malo no pierde su honor a pesar de las acciones cometidas porque el pueblo no sabe lo que ha pasado. No cabe duda; de tremenda importancia es el «qué dirán» en cuestiones de honor.

3. Casos específicos

En esta sección, la principal del artículo, voy a presentar las varias categorías a tratar y después cito casos específicos en las Tradiciones que se encuentran en estas categorías. Cuando sea posible comentaré la historicidad de las tradiciones citadas.

Palma escribió aproximadamente 520 tradiciones; el número depende de la definición aplicada. De éstas hay 157 tradiciones en que de alguna manera el concepto del honor se menciona o se implica. Es decir, casi la tercera parte. En setenta y dos de ellas encontramos tramas principales o subordinadas en que el honor es la mayor fuerza motriz. De las muchas categorías posibles he escogido las siguientes:

A. El honor y la nobleza

B. El honor y lenguaje insultante

C. El honor y bofetadas

D. El honor y castigos de la ley

E. El honor y la palabra de honor

F. El honor y la patria

G. El honor y la mujer

A. La nobleza

Durante el Siglo de Oro se creía que sólo el noble podía ser honrado -de hecho, en él el honor era innato. En teoría el plebeyo no podía poseer el honor aunque a veces se comportaba como si creyera que era hombre honrado. Cuando alguien era noble pero no tenía dinero —39→ ni prestigio el honor asumía grandes proporciones, como en el caso del escudero en Lazarillo de Tormes, porque el honor era la única cosa que lo separaba del plebeyo.

Por lo general podemos decir que el noble evitaba trabajo manual porque consideraba tal trabajo deshonroso. Hay que añadir que aun los plebeyos que aspiraban a la clase de vida llevada por los nobles también evitaban el trabajo manual.

Hay una tradición en que un hidalgo se negó a trabajar como dependiente en una tienda. En «Después de Dios, Quiroz» (siglo XVII) leemos que el rico minero Quiroz le ofreció tal clase de trabajo al sobrino de un título de Castilla. El hidalgo, insultado, dijo que no mancharía su honor así. El famoso minero le volvió la espalda murmurando: «Si tan caballero ¿por qué tan pobre? Y si tan pobre ¿por qué tan caballero?».

Según Palma, en «La primera campana de Lima», don Pedro de Candía, Caballero de Espuela Dorada, fundió la primera campana de Lima y el mismo marqués don Francisco Pizarro manejó los fuelles. En otra tradición, «La justicia mayor de Layacota», vemos que don Pedro Antonio de Castro y Andrade, Conde de Lemos, Virrey del Perú del siglo XVIII, barrió el suelo y movió los fuelles del órgano de la Iglesia de los Desamparados, a pesar de que algunos nobles se quejaron, diciendo que era deshonroso hacer tales cosas. De modo que a veces los nobles hicieron cosas que según el concepto del honor un hombre de honor no debía hacer. Otras tradiciones en que vemos casos semejantes son «En qué pararon unas fiestas» y «Un obispo de Ayacucho».

Un caso muy interesante tiene que ver con el conflicto entre dos clases de la nobleza. Como diría Palma, es un caso que aquí en Lima fue más sonado que las narices; de hecho, hay un cuadro en el Museo de Arte que pinta la escena principal. En el año 1698 dos carruajes llegaron a la vez al cruce de Lártiga y Lescano, cerca de la Iglesia de San Agustín. Adentro iban el marqués de Santiago, don Dionisio Pérez Manrique y Villagrán, y el conde de Sierrabella, don Cristóbal Mesía y Valenzuela. Puesto que había una enemistad entre ellos de mil demonios sobre quién tenía la nobleza superior, los dos dieron órdenes a sus fámulos que no retrocedieran. Una hora de discusión no dio ningún resultado. De modo que por fin abandonaron sus vehículos y se dirigieron al palacio, donde —40→ pidieron que el virrey pronunciara el fallo. Los dos nobles defendieron su derecho con igual copia de argumentos. Por fin el virrey, entre la espada y la pared, dijo que no sabía bastante de la ciencia del blasón para dar el fallo, de modo que mandó el pleito al monarca. También ordenó que los vehículos quedaran en su lugar. Dos años más tarde llegó el fallo del rey. De los coches no quedó nada -ni un clavo de los vehículos- expuestos a la intemperie y al capricho de los transeúntes. Llegó el fallo, pero no sabemos cuál de los dos ganó. De todos modos, lo importante es esto -los dos nobles, a causa del honor, preferían la desaparición de sus coches antes de ceder un poquito («Un litigio original»).

B. Lenguaje insultante

Según el código de honor el insulto escrito o expresado oralmente era muy grave. Hay dos Tradiciones en que el insulto escrito hace un papel muy importante. En «Los pasquines del bachiller "Pajalarga"» Palma pinta algo que pasó en Trujillo en 1560. Pajalarga era el autor de muchos pasquines que insultaban a tantas personas y que eran tan desvergonzados que cuando prendieron al hombre que creían ser culpable lo sentenciaron a la muerte, porque les había quitado el honor a tantas personas importantes. Pero antes que lo ejecutaran encontraron la evidencia de su inocencia. El autor verdadero de los pasquines se escapó del Perú.

«El Nazareno» nos pinta una situación en el siglo XVIII en que un coplero escribió versos en que el Nazareno fue descrito como hombre que andaba desdoncellando doncellas. El insultado hizo que sus criados golpearan al coplero, lo que resultó en un pleito que iniciaron los amigos del golpeado. Puesto que no se probó la complicidad del Nazareno en la paliza, los demandantes tuvieron que pagar los gastos del pleito y para satisfacer el honor herido del Nazareno tuvieron que aparecer en el campo del honor batiéndose en duelo hasta la muerte. El Nazareno mató a seis de sus acusadores antes de anunciar que su honor ya estaba sin mancha y que los demás rivales podrían vivir.

Sobre palabras insultantes que causaron la muerte vemos que las siguientes se encuentran: «puerco», «pedazo de antiCristo», «miente usía» y «puta». Por supuesto, alusiones a la falta de masculinidad o a ser cornudo o a raza no castiza u otra manera de mostrar desprecio eran muy graves.

En una tradición del siglo XVIII que sigue al pie de la letra la historia que la inspiró, «La historia de una excomunión», una mujer de —41→ Cusco llamó al señor arcediano «zambo», «borrico» y «majadero». Dice Palma que lo de «borrico» y «majadero» era de poca monta, pero ¿zambo? Así explicó Palma el peso de la palabra:

«¿Pero lo de zambo, a quien se tenía por más blanco que el caballo del Apocalipsis? Ni a María Santísima le aguantaba su señoría la palabreja. Antes colgaba la sotana y se metía almocrí, esto es, a lector del Corán en las mezquitas».

El resultado fue que la mujer quedaba excomulgada. Por fin pagó doscientos pesos de multa y volvió al rebaño. ¡Muy delicada era la cuestión del honor!

C. Bofetadas

La bofetada es uno de los más insultantes de los golpes porque el ataque es tan personal, tan degradante y en algunos casos tan chocante que tiene que vengarse a toda costa. En tres tradiciones, «Alonso de Toro», (siglo XVI), «Los incas ajedrecistas» (siglo XVI) y «Una vida por una honra» (siglo XVII) se encuentran casos llamativos. En la primera el protagonista fue muerto por su suegro porque aquél había reñido con su suegra y le había dado de bofetadas. En la segunda, Inca Manco, hermano de Huáscar, jugaba al ajedrez con un español, Gómez Pérez, cuando el Inca se quejó, diciendo que el español había hecho una jugada prohibida. Se puso muy enojado Gómez Pérez y le llamó «puerco», por lo cual el indio le abofeteó. El español sacó el puñal y lo mató en el acto. En la tercera encontramos un caso extraordinario. (Hay que advertir que este caso es parte pequeña de esta tradición). Había una señora autocrática de Potosí que había recibido una bofetada durante una disputa. Cuando se casó con un vizcaíno, una de las condiciones que ella impuso era que su esposo vengara esta afrenta. El marido no tenía corazón para esto, de modo que seguía aplazando el día de la venganza hasta que cuando su esposo se negó a vengarla su esposa lo asesinó y le arrancó el corazón. Dice Palma que encontró este caso en algunas crónicas, en otras palabras, no lo inventó el tradicionista.

D. Castigos de la ley

Hay tres tradiciones que vamos a tratar en esta sección, que son «Un asesinato justificado», (siglo XVIII) «¡A la cárcel todo Cristo!» (siglo XVIII) y «Las orejas del alcalde» (siglo XVI). En la primera el protagonista es un leñador que pasó ocho años en la cárcel injustamente. El alcalde lo había prendido en Lima y lo había llevado a Chagres, sin que el pobre diablo pudiera avisar a su familia. Es de más decir que era inocente de ningún crimen. Cuando le dieron su libertad se —42→ dirigió sin perder tiempo a Lima, donde mató al alcalde. Luego hizo algo que nos hace recordar unos dramas del Siglo de Oro. Empapó las manos en la sangre y se bañó la cabeza con ella mientras decía, «Ya me lavé las canas que me salieron en el presidio de Chagres». Así se lavaba el deshonor en los dramas del Siglo de Oro, lavándose la parte del cuerpo donde el deshonor se había realizado. Prendido el leñador, fue sentenciado a la horca, pero el rey declaró justificado el asesinato. Hay un punto más que nos llama la atención. El protagonista no era noble, de modo que no tenía honor, pero se comportó como si hubiera sido hombre honrado.

Muy distinta era la actitud de don Ambrosio O'Higgins, el Virrey del Perú que había sido buhonero en Lima durante sus años juveniles. El Virrey estaba tan preocupado con los desórdenes realizados por hijos de títulos de Lima, que mandó que todos los camorristas, a pesar de ser nobles, fuesen encarcelados. De hecho, cualquier persona encontrada en la calle después de las diez iría al calabozo. Pero siguieron los desórdenes. Por fin el Virrey llamó a los cinco capitanes de la policía y les dijo que llevaran a todos los nobles a la cárcel si violaran el cubrefuego. Esa noche el Virrey decidió poner a prueba su orden, de modo que se embozó y salió del palacio. Los primeros cuatro capitanes lo reconocieron y le permitieron seguir el camino. El quinto, obedeciendo la orden al pie de la letra, dijo que después de las diez no reconocía al Virrey y que el vagabundo tendría que ir a la cárcel. Cuando don Ambrosio, el Virrey del Perú protestó, el capitán dijo, «¡Nada!» ¡El bando es bando y a la cárcel todo Cristo! De modo que como Palma lo describe: «El hecho es que pasó la noche en el calabozo de la Pescadería, como cualquier pelafustán, todo un don Ambrosio O'Higgins, Marqués de Osorno, Barón de Ballenari, teniente general de los reales ejércitos y trigésimo sexto virrey del Perú por su majestad don Carlos IV». Es de notar que para el Virrey no era deshonroso pasar una noche en la cárcel, y que los primeros cuatro capitanes fueron reemplazados. ¿Es importante el hecho que O'Higgins era inglés? Es posible, pero esto queda fuera de este artículo.

«Las orejas del alcalde» nos interesa por dos razones: una, el concepto del honor está claramente delineado, y la otra, podemos cotejar la tradición con su fuente histórica. En la tradición un soldado y el alcalde cortejaron a la misma señorita potosina. Esta dio calabazas al alcalde, notable mujeriego, y se puso bajo la guardia del soldado. Una noche arrestaron al soldado porque estaba jugando a los dados, y cuando el —43→ alcalde le avisó que la multa sería cien duros o doce azotes, el soldado protestó, diciendo que no tenía los cien duros, pero tampoco podían azotarlo porque era hidalgo. Al oír esto el alcalde prorrumpió, «¿Tú hidalgo, don bellaco? Maese Antúnez, ahora mismo que le apliquen doce azotes a este príncipe».

«-Mire el señor licenciado lo que manda, que ¡por Cristo! no se trata tan ruinmente a un hidalgo español.

-¡Hidalgo! ¡Hidalgo Cuéntamelo por la otra oreja!

-Pues señor don Diego -repuso furioso el soldado-, si se lleva adelante esta cobarde infamia, juro a Dios y a Santa María que he de cobrar venganza en sus orejas del alcalde».

Lo azotaron en la cárcel y el soldado apareció al día siguiente ante su capitán pidiendo licencia para dejar el servicio porque un soldado tenía que tener honra y él había perdido la suya. Cuando el alcalde terminó su período de gobierno huyó de ciudad en ciudad porque el soldado lo perseguía, siempre queriendo averiguar si las orejas se encontraban en buenas condiciones. Después de un año el soldado entró en la casa del alcalde y le rebanó las orejas; éste murió de la vergüenza de ser llamado «El Desorejado». El soldado se escapó a España, donde el rey lo perdonó y lo nombró capitán de un regimiento en México.

Hay varias versiones de este caso en la historia, una en el Inca Garcilaso de la Vega, otra en Sebastián Lorente y la tercera en Bartolomé Martínez Vela. Parece que la primera y la más completa es la del Inca, pero según lo ha demostrado Noel Salomón, crítico francés, es probable que Palma empleara la versión de Lorente. En ella, que es realmente un párrafo breve, sólo sabemos que un soldado llamado Aguirre llevaba unos indios cargados, que fue contra la ley. El alcalde lo multó y cuando no pudo pagar la multa lo sentenció a 200 azotes en la plaza pública de Potosí. El soldado protestó, diciendo que era hijo de padres nobles y prefería la muerte a tan ignominioso castigo. Se realizó la flagelación y el soldado sólo pensaba en la venganza. Cuando el alcalde salió de su cargo huyó de ciudad en ciudad porque Aguirre lo perseguía. Por fin, después de buscarlo tres años con cuatro meses el soldado lo mató.

Podemos ver que Palma cambió mucho cuando transformó en arte este trozo histórico. Para nuestros propósitos destaquemos los siguientes puntos. En las dos versiones un hidalgo sufre castigo deshonroso —44→ y jura vengarse, por fin haciéndolo después de mucho tiempo: en un caso más de tres años y en el otro, un año. En la versión de Lorente el soldado mató al alcalde en el momento; en Palma sólo le rebanó las orejas, que venían haciéndose el eje dramático de la tradición, a pesar de que en la historia las orejas no se mencionan. ¿Y el qué dirán? Muy interesante porque en la historia el castigo fue público; en la tradición la azotaina fue privada. Pero a fin de cuentas, podemos decir esto sobre la versión de Palma: aunque vemos muchos cambios, el espíritu del concepto del honor no ha cambiado en lo significante.

E. La palabra empeñada

Hay varias tradiciones que coloco en esta categoría. En «Las querellas de San Toribio» (siglo XVI) el famoso pirata Richard Hawkins debió su vida a la honradez de don Beltrán de Castro, quien lo capturó después de una batalla. Este prometió que no ejecutaría al pirata, pero la Audiencia no hizo caso de la promesa del español y sentenció a Hawkins a la horca. Pero Beltrán de Castro, sintiendo que tal acción mancharía su honor, apeló el fallo al monarca, quien decidió que Beltrán tenía razón, y desaprobó el fallo de los oidores.

Lo que sigue se encuentra en «La bofetada póstuma» (siglo XVI). El capitán Luis Perdomo, seguidor leal del virrey Núñez de Vela, solicitó a un mercader un préstamo de mil ducados para pagar sus soldados, pero no había prenda para asegurar el préstamo. Siendo un hombre muy honrado, el Capitán se arrancó un puñado de pelos de su barba y le dijo al mercader: ¿Queréis que os empeñe por ocho días estas honradas barbas? El mercader, también un hombre de gran corazón, se descubrió con respeto y le dijo: «Señor Luis Perdomo, con prenda tal podéis disponer de cuanto valgo y poseo». El mercader le dio los mil ducados y al vencimiento del plazo desempeñó el hidalgo los pelos de la barba. Comenta Palma: «¡Qué tiempos! Y ¡qué hombres! La semilla de éstos no ha fructificado».

Muy impresionante es el caso del padre Marieluz durante la lucha por la Independencia. Antes de la batalla de Ayacucho Rodil hizo fusilar a algunos conspiradores después de que el padre Marieluz los había confesado. Temiendo Rodil no haber descubierto a todos los traidores exigió que el Padre le dijera lo que le habían confesado en el confesionario. El valeroso Padre replicó diciendo que el general le había pedido lo imposible. No revelaría el secreto del confesionario aunque el mismo rey —45→ se lo intimara, porque había jurado solemnemente ante Dios que el secreto del penitente siempre sería sagrado y que no lo revelaría. Rodil, ya irritado, le dijo, «¡Fraile!, o me lo cuentas todo o te fusilo». Protestaba el buen Padre que era tan fiel al rey como el mismo Rodil, pero no podía ser traidor a Dios. De modo que sin más ni más Rodil lo pasó por las armas. Todo esto sucede en la tradición «El secreto de la confesión».

La última tradición de esta categoría, «Un general de antaño» (siglo XIX), contiene una advertencia grave para sastres, carpinteros, zapateros y otros artesanos. Sobre este tema dice don Ricardo: «Esto de que contratemos con un menestral obra para día fijo, y que nos burle y deje en la estacada, es para hacer tirar los treinta dineros, y ahorcarse o cometer una barrabasada al mismísimo Job, que fue el padre maestro de la cachaza».

Estoy seguro que todos hemos sufrido el chasco que experimentó cierto capitán, aunque quizás nos ha picado la tentación, no hemos manejado el asunto como lo hizo él. Le pidió a un sastre que le hiciera un uniforme nuevo, con un plazo de ocho días. Después de ocho días el uniforme quedaba en la imaginación del sastre. Dos días más pasaron y nada, a pesar de que el baile, que le era tan importante, sería esa noche. Con un humor de mil diablos buscaba al sastre a las ocho de la noche, y lo encontró en la calle galanteando a una chica. ¿Qué habrían hecho ustedes? ¿Regañarlo? Seguro que no lo hizo el capitán. Llevó al sastre a una plazuela vecina y le pidió explicaciones. Cuando el sastre dijo, «¿Qué hacer patroncito? Promesa de sastre no siempre se cumple..., porque no siempre se puede». El capitán le plantó un balazo matándole en el instante.

La patria. Según mis estudios no hay mucho en las Tradiciones sobre este tema. Podemos referirnos a los heroicos ejemplos de Francisco Bolognesi y Alfonso Ugarte durante la batalla de Arica y tenemos unos episodios en que el general Salaverry dio énfasis al honor. Por otro lado hay unos ejemplos en que la lealtad no cuenta para nada, como en los casos de Lope de Aguirre, Gonzalo Pizarro, Francisco Carbajal y otros. Del Demonio de los Andes vinieron estas palabras, cínicas pero en muchas ocasiones verdaderas, palabras que dirigió a Gonzalo Pizarro: «No os intimidéis porque hablillas vulgares os acusen de deslealtad. Ninguno que llegó a ser rey tuvo jamás el nombre de traidor. Los Gobiernos que creó la fuerza, el tiempo los hace legítimos. Reinad y seréis honrado». La tradición es «El Demonio de los Andes.

—46→

G. La mujer

Esta es la última categoría, y quizás la más interesante. Primeramente consideremos tradiciones en que hay mujeres casadas. La actitud de la mayoría de los hombres casados en las Tradiciones hacia sus esposas se ve en un aparte que Palma escribe en «Monja y cartujo» (siglo XVII). Cuando un esposo se cansó de oír proclamar que su esposa era inocente de todo comportamiento deshonroso, le dijo: «Hija mía, a Dios que te lo pague, que a mi cuenta no está el premiarlo si lo eres, sino el castigarlo si lo dejares de ser».

Muy severo fue el castigo que sufrió una esposa que puso los cuernos en su esposo. «El encapuchado», una tradición que tuvo lugar en el siglo XVII, pinta la historia de don Gutierre de Ursán, mercader asturiano que se casó poco después de llegar a Lima. Estaba muy enamorado de su esposa, Consuelo, pero era «celoso como un musulmán, y muy sensible en lo que atañe a la negra honrilla».

En el año 1648 Gutierre tuvo que viajar a España para reclamar una herencia muy valiosa, de modo que dejó a su hermano encargado de su negocio y le dijo que guardara su honor como si fuera suyo. Dos años más tarde, después de estar involucrado en un proceso interminable, recibió una carta de un amigo en Lima avisándole que su honor estaba bien manchado y que el que le había traicionado era su hermano.

Don Gutierre volvió a Lima, pero por siete años no anunció su presencia. Durante estos años había aterrorizado el distrito del Callejón de San Francisco. Disfrazado como cura, su cara cubierta con capucha, aparecía después del cubrefuego y frecuentaba el barrio. Muy pronto después de su llegada la ciudad entera hablaba del fantasma que vagaba por las calles de Lima. Muy pocos tenían el valor de salir de noche en el distrito donde andaba. Por supuesto, la casa de Consuelo se encontraba en ese distrito. Una noche irrumpió en esa casa durante una fiesta de cumpleaños de su esposa y mató en el momento a Consuelo y a su hermano. Después de que Gutierre había limpiado su honor, le dijo a la policía la historia de su esposa infiel y su hermano traidor. A los ojos de la ley su único crimen fue andar disfrazado de cura y su castigo fue ser multado. Poco después partió para España para empezar de nuevo su vida.

Palma insiste en que había una fuente histórica de la que sacó esta historia. Puede ser, pero hay un aspecto de la tradición que es difícil de —47→ explicar. ¿Por qué esperó Gutierre siete años antes de vengarse? Durante todo este tiempo su esposa y su hermano estaban viviendo una relación adúltera y no sabía nadie que hubiera llegado. Sin embargo, no cabe duda, este caso de la «negra honrilla» pudo haber aparecido en un drama del Siglo de Oro.

Aun todo un virrey pudo sufrir la muerte cuando el esposo de su amante se vengó. Una noche, el 19 de febrero de 1564, después de media, noche, mientras el Virrey descendía de un balcón con la ayuda de una escala de cuerda, cinco embozados le descargaron golpes con costalazos de arena y lo mataron, gritando a la vez: «¡Ladrón de honras!» El hombre ofendido fue don Rodrigo Manrique de Lara. No fue poca cosa el asesinato del Virrey, pero la Real Audiencia investigó el caso, y puesto que una familia de alto abolengo estaba involucrada, decidió echar tierra sobre el proceso, evitando así mayor escándalo. Esta muerte debida a la honra se relata en «Un pronóstico cumplido».

Un caso que tuvo otro resultado se relata en «Cortar por lo sano» (siglo XVII). Corvalán, un plebeyo de la ciudad de Ica que vivió durante los mismos años que el Gutierre de la tradición ya mencionada, sospechaba que su esposa se estaba confesando demasiado a cierto cura. No sabiendo qué hacer para preservar su honor le pidió al corregidor consejo y éste le dijo que se comportara como hombre y tomara acción resuelta. No sabiendo cómo interpretar este consejo volvió a su casa en el momento en que salía el cura. Sin gastar palabras sacó su daga y apuñaló al guapo joven diecisiete veces. Fue prendido, encarcelado y ahorcado a pesar de que protestó que sólo hizo lo que el corregidor le había sugerido.

Este caso presenta algunos aspectos que nos preocupan. Primero, no hay evidencia de que hubiera adulterio, sólo sospechas. Pero no cabe duda, Corvalán creía que su honra estaba perdida porque le dijo al corregidor: «La iglesia puede ser pretexto para que la honra de un cristiano vaya al estricote y barriendo calles». Es verdad que su esposa había estado a solas con el cura, y según el código de honor del Siglo de Oro, estar sola con un hombre no de la familia era prueba suficiente para la pérdida de la honra.

Segundo, Corvalán no era noble, era administrador de una hacienda y teóricamente no podía ser hombre honrado, pero a pesar de esto se —48→ comportaba como hombre de honor. Tercero, no mató a su esposa. Cuarto, ¿si el que visitaba tanto a su esposa hubiera sido dependiente de una tienda o de otra profesión, habrían ahorcado a Corvalán? Quinto ¿era lícito estar sola una mujer casada con un hombre que llevaba la sotana? Si sólo estaba con ella para confesarla y lo hizo repetidas veces, ¿hubo ofensa en cuanto al honor?

Casos hay en que la adúltera no sufrió ningún castigo. En «Rudamente, pulidamente, mañosamente», del siglo XVIII, un dueño de tienda, cansado de las aventuras amorosas de su esposa la regañó severamente y la amonestó con violencia si seguía comportándose de esta manera. Ella se negó a cambiar su vida y el esposo llevó el caso al tribunal, pidiendo un divorcio si su hembra no dejaba de llevar vida tan deshonrosa. No le dieron el divorcio. ¿Qué hizo entonces para limpiar su honor? ¿Mató a su esposa y a sus amantes? Nada. Sólo salió de la ciudad con su honor bien manchado.

Otro caso llamativo es el de un zapatero del siglo XVII en «El niño llorón». Perico Urbistondo tenía una esposa que, sin saberlo él, le era infiel. Un día cuando tuvo que hacer un viaje a otro pueblo le dijo a una figurilla del Niño Jesús, «Mira, chiquitín cachigordete: a ti te encargo que cuides mi honra y mi casa, y si me das mala cuenta peleamos y te perniquiebro». Antes de salir amonestó a su esposa diciéndole que no debía salir de la casa y no debía admitir visitantes. Cuando volvió a su casa encontró la puerta atrancada y su esposa ausente. Una vecina le dijo que había salido con otro hombre. Ya deshonrado, ¿qué hizo? ¿Buscó a su esposa y a su amante para matarlos? De ninguna manera. Quebró la puerta y agarrando una lezna la metió en la pierna de la figurilla y gritó, «¡Ah ingrato! ¿Así vigilas por mi honra y así pagas mi cariño? Pues toma lo que mereces». Así vengado, sepultó su vida en un monasterio.

Dos casos más en que el esposo ofendido no se vengó los vemos en «¿Quién toca el arpa?» y «La carta de la Libertadora», las dos tradiciones del siglo XIX. En esta última Manuela Sáenz, la así llamada «Libertadora», abandonó a su esposo y empezó a vivir con Simón Bolívar como su amante. El esposo trató de persuadirla a volver pero Manuela, exasperada con sus súplicas le escribió:

«Yo sé muy bien que nada puede unirme a Bolívar bajo los —49→ auspicios de lo que usted llama honor. ¿Me cree usted menos honrada por ser él mi amante y no mi marido? ¡Ah! Yo no vivo de las preocupaciones sociales».

Seguro, esta carta fue un insulto que deshonró de un modo contundente al esposo de Manuela. A pesar de llevar cuernos y sufrir el insulto, él no hizo nada. De hecho Palma no nos dice nada sobre su reacción.

La última tradición de esta categoría es «Amor de madre», (siglo XVII) en que una esposa casta buscó la deshonra. Palma caracteriza el caso como un sacrificio sin precedente. Sigue el argumento. Evangelina Zamora (no el nombre verdadero) se casó con un hombre que era jugador empedernido bajo la condición de que dejara de jugar. Por cinco años se alejó de las mesas de juego pero por fin volvió al juego y perdió tanto dinero hasta que sus fondos casi estaban agotados. Una noche estaba jugando con un marqués y la suerte no le sonrió. Estaba tan desesperado que pidió a su esposa el anillo del casamiento. Le dijo que sólo quería mostrarlo al marqués pero poco rato más tarde éste estaba llevando el anillo. El capitán Vergara, su esposo, ya completamente arruinado, perdiendo el control sobre sí, enloqueció y le asestó tres puñaladas al marqués, quien con las heridas mortales dio traspiés hasta que cayó muerto al lado de Evangelina.

Cuatro meses más tarde Vergara fue sentenciado a muerte porque confesó que había matado al marqués. El día de la ejecución llegó y Evangelina apareció ante el virrey y constató que lo que había hecho su esposo era lícito porque era adúltera y su amante era el marqués. El mensaje para salvar la vida del Capitán fue mandado inmediatamente a la cárcel donde estaba. Cuando el amanuense leyó la carta de su esposa se volvió loco. Unos años más tarde Evangelina estaba acostada esperando la muerte y, rodeada por sus cuatro hijos y un cura, reveló su secreto terrible. Antes de morir dijo, «Dios, que lee en el cristal de mi conciencia, sabe que ante la sociedad perdí mi honra porque no os llamasen un día los hijos del ajusticiado». Muy raro es encontrar casos en que una mujer casta y honorable comete suicidio social admitiendo que era culpable de la más vergonzosa ofensa, el adulterio. Dos tradiciones más en que vemos situaciones de esta categoría son «Muerta en vida» y «La fruta del cercado ajeno».

Para terminar esta sección veamos unas tradiciones en que figuran mujeres no casadas. A pesar de la posible pérdida de la honra del padre —50→ o hermano, en ningún caso sufre la muerte a manos de ellos ninguna mujer. De hecho, en «Justos y pecadores» (siglo XVII) el hermano, don Juan de Toledo, mata al hombre que sedujo a su hermana después de haber hecho promesas falsas de casarse con ella. Hay que notar que fue la seducida que le dijo a su hermano que matara al hombre que la había traicionado. Don Juan no castiga a su hermana, quien sepulta su vida en un convento. Hay que advertir que aunque el testimonio de donjuán que se encuentra al fin es auténtico, lo demás de la tradición es pura invención. Según el testimonio sabemos que don Juan había sufrido unas afrentas, pero no sabemos cuáles eran. Lo de vengar la deshonra de su hermana es ficción. En este caso tenemos que recalcar este hecho: la manera en que se trata la cuestión del honor tiene que ver más con la actitud de Palma hacia el honor y menos a la historia.

«Un drama íntimo», del siglo XIX, es una tradición que Cervantes pudo haber escrito por su sentimiento humano profundo. Cuando Laurentina fue seducida por Baldomero, amigo de la familia e hijo de un título, ella abrazó a su padre y lloró sin poder decirle nada. El padre pidió explicaciones a Baldomero, que vinieron en la forma de una carta, que rezaba así: «Esposa adúltera sería la que ha sido hija liviana». El padre le mostró la carta a su hija, quien lo admitió todo. En vez de castigarla, buscó a Baldomero y lo mató. Cuando el padre del seductor supo lo que había pasado declaró que el padre de Laurentina se había comportado honradamente.

Del siglo XVIII es la tradición El Nazareno, en que la única hija de un padre de poco dinero fue seducida por un libertino. Cuando el seductor partió de Lima, haciendo imposible un casamiento que habría restaurado la honra de la hija, el peso de la deshonra era tanto que los dos se volvieron locos. Pero lo más importante para nuestros propósitos es que el padre no mató a su hija y no trató de matar al seductor.

¿Qué debe hacer un hombre de familia noble cuando su hermana le confiesa que su amante, un capitán joven, había caído muerto en su alcoba? En «La monja de la llave», del siglo XVI, don Sebastián, hijo de Ribera el Mozo, al principio muy enojado, sacó el cadáver de su casa y luego le dijo a su hermana:

«¿Ira de Dios, hermana? Por lo pronto, sólo el cielo y yo sabemos —51→ tu secreto y que has cubierto de infamia las honradas canas de Ribera el Mozo. Apréstate para encerrarte en el convento si no quieres morir entre mis manos y llevar la desesperación al alma de nuestro padre».

Parece que don Sebastián se preocupaba muchísimo por la honra de su padre. Matar a su hermana hubiera resultado en el qué dirán y la pérdida de la honra de su padre. Me parece que la lección de esta tradición es que las circunstancias cambiaban la clase de acción que se tomaba. En este caso la hermana pasó el resto de su vida en un convento y no sabía nadie de su amorío hasta que murió y en una cajita que siempre llevaba encontraron su confesión. A continuación, y para dar fin a esta sección, traigo a colación casos que no he visto en los dramas del Siglo de Oro. En estos dramas a veces vemos a mujeres seducidas que persiguen a sus amantes que las habían abandonado; lo hacen con el propósito de hacerlos casarse con ellas. Pero en las Tradiciones hay situaciones en que doncellas persiguen a sus amantes infieles y los matan. En todos estos casos que cito, Palma ha seguido las versiones históricas fielmente en lo que atañe al honor. Una vida por una honra (siglo XVII) nos pinta un cuadro en que Claudia mató a su amante porque la había seducido y la había abandonado a pesar de haber prometido que la haría su esposa. En la misma tradición dos hermanas mataron a dos hermanos por cuestiones de honor. Al discurrir sobre estos eventos Palma escribe: «¡Zambomba con las mujercitas de Potosí!»

Por fortuna su ejemplo «[...] no fue contagioso; pues si las hijas de Eva hubieran dado en la flor de desafiar a los pícaros que después de engatusarlas, salen con paro medio, seguramente que se quedaba este mundo despoblado de varones». Ver las tradiciones «Mujer y tigre» y «La Gatita de Mari Ramos» para estudiar dos casos semejantes.

Conclusiones

Es verdad que el honor puede causar muertes en el siglo XIX tan bien como en el siglo XVI, pero es necesario notar que en las tradiciones tratadas en este artículo, está claro que la mayoría en que hay muertes porque alguien perdió la honra o peligraba perderla se realizan en los siglos XVI y XVII. En ellas vemos argumentos melodramáticos en que la honra exige venganza sangrienta. En cambio, cuando analizamos las tradiciones en que la pérdida de la honra teóricamente pide venganza sangrienta y no la hay, vemos que la mayoría se realizan en los siglos —52→ XVIII y XIX. Por supuesto, en estos siglos, especialmente en el XIX, las fuerzas liberales y revolucionarias luchan para derrotar los ejércitos reales y a la vez destruir la jerarquía social basada sobre la nobleza y el honor innato de ella.

Para un hombre del carácter que poseía Palma, el honor es una cualidad altamente deseada y muy elogiable cuando se iguala con la dignidad humana y con el valor. Sin embargo, cuando el honor se iguala con la vanidad o el orgullo o una exagerada preocupación por el prestigio, o sea situación social o legal, y una servil obediencia a un código frío y mecánico, esta clase de honor merece el desprecio del tradicionista, llega a ser blanco de sus dardos y a veces la caracteriza como «la negra honrilla».

Ningún patrón hay en la manera en que Palma maneja los asuntos del honor. Sostuvo él que la gran mayoría de sus tramas se inspiraron en la realidad, sucesos que se habían realizado; por eso las situaciones en que se encuentra el honor eran esencialmente conformes a la vida, menos algunos detalles y adornos. Cuando los hechos, como los entendía, señalaron que cierto individuo no observaba el código de honor, la tradición refleja esta falta de conformidad. Cuando se observaron los preceptos del código, por lo general Palma escribió el episodio en conformidad con los hechos.

Si alguien quiere estudiar el honor en sus múltiples facetas, le convendría revisar las Tradiciones de Ricardo Palma. Estas obras maravillosas presentan un lienzo amplio y vivido del honor en el Nuevo Mundo y en ellas se puede trazar la transición de un código fijo, impersonal y a veces irrazonable a un concepto más flexible, que tiene sus raíces en una dignidad humana fundamental. Este concepto, por lo general, es el que está en vigencia en el mundo hispánico contemporáneo.

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Addenda

Gran parte de este artículo se sacó de mi tesis doctoral Spanish Honor in Ricardo Palma's Tradiciones peruanas. (Universidad de California, Los Ángeles, 1959). El 17 de febrero de 1983 leí una conferencia titulada «El sentimiento del honor en las Tradiciones peruanas», en la Casa Museo de Ricardo Palma, Miraflores. Esa conferencia formó la estructura básica para este artículo.

Me apresuro a decir que las investigaciones mías sobre este tema sólo han comenzado. Hay mucho más que se puede estudiar sobre el honor en las Tradiciones de Ricardo Palma. Además, sería valioso estudiar este mismo tema en los escritos de otros que escribieron tradiciones en Perú y en otras partes de Hispanoamérica.

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