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FONDO EDITORIAL REVISTA OIGA

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ARTOLA ARBIZA, Antonio Maria. Ezkioga. En el 80° aniversario de la Pastoral de Mons. Mateo Múgica Urrestarazu sobre Ezkioga (07/09/ 1933), Lima, Fondo Editorial Revista Oiga (978-61-2465-76-03). 2DA. EDICIÓN

miércoles, 27 de junio de 2012

Palma, el Ecuador y los ecuatorianos1

En la historia cultural e intelectual del Perú, donde tienen lugar de honor figuras como el Inca Garcilaso, Hipólito Unanue, Ricardo Palma, José de la Riva-Agüero, Víctor Andrés Belaunde, Raúl Porras Barrenechea y César Vallejo, un capítulo importante es el que ocupan las relaciones de nuestros escritores con sus pares hispanoamericanos, lo que lleva a pensar en su amistad, mutua influencia, ideales comunes, lecturas compartidas, entre otros asuntos que entraña toda relación entre personalidades del mundo de las ideas y la creación. Así también tienen cabida en esa historia no del todo conocida las huellas que dejara en el alma de nuestros literatos su paso, ora fugaz o demorado, ora entrañable o trivial, por tal cual país vecino o lejano, familiar o extraño, cuyo perfil surge no pocas veces en medio de la obra que inspira o resulta propicia al recuerdo memorioso o a la evocación alada. Todo esto vale muy mucho para el caso de Ricardo Palma, sin duda el escritor peruano que en el siglo XIX tendió el mayor número de puentes entre las orillas patrias y las de los otros países americanos, y aun de los europeos, pero también el que tuvo mayor conciencia de la natural hermandad entre los cultores de las letras del universo hispanoamericano, y el que, como ninguno, hizo amistad, en decenas de casos estrechísima y no sólo cordial, con un verdadero ejército de poetas, narradores, historiadores, editores, ensayistas, diplomáticos y políticos, de todos los países del Nuevo Mundo ibérico y de la propia España. Como ejemplo de tan fecunda e inédita historia, voy a evocar algunos aspectos de la relación de Ricardo Palma con el Ecuador y los ecuatorianos, una relación de veras larga y fecunda, plena de simpatías y no libre de ocasionales y comprensibles distancias.

Pero antes de abordar la materia es necesario recordar que en el siglo XIX los lazos del Perú con el Ecuador, como con Bolivia y aún con Colombia y Chile, no eran como los actuales. El Ecuador y Bolivia, separados del tronco peruano por obra de los Borbones y de la Independencia, entre otros factores, conservaban con el Perú, del cual ya no formaban parte pero con el que se sentían unidos por los sentimientos, el fondo común y otros motivos profundos, innúmeros vínculos materiales y espirituales; en un plano más concreto, muchos ecuatorianos vivían entre nosotros como verdaderos peruanos, y no pocos peruanos estaban radicados en el Ecuador sin hacer frente a ninguna zozobra... Entre peruanos y ecuatorianos, especialmente de éstos hacia aquellos, no se había desarrollado aún el sentimiento de odio y antipatía que en mala hora vino después a envenenar los espíritus. Y como la del Ecuador era una nacionalidad nueva, más precaria e imperfecta aún que la del Perú, que además participaba de la ancestral herencia peruana, sus elementos se avenían fácilmente a convivir en forma pacífica con los nuestros, como había sido desde el tiempo antiguo y virreinal. Así, nuestra sociedad abría sus puertas a los vecinos del norte, en especial a los naturales de Guayaquil, por muchas razones dirigidos hacia estas playas antes que a Quito o al interior serrano. Desde luego, existían diferencias políticas internacionales, recelos mutuos, desconfianza gubernativa, pero no era rara la amistad e incluso la estrecha correspondencia entre los hombres públicos encargados de la marcha de ambos pueblos.

Ecuatorianos en los tiempos de infancia, bohemia y exilio

No fueron pocos los hijos del Ecuador, joven república nacida en 1830 al desintegrarse la Gran Colombia, que conoció Palma en sus años de infancia y romántica vida bohemia transcurrida en una Lima que acogía con hospitalidad memorable a inmigrantes americanos y europeos, más aún si su venida obedecía a razones políticas, como fueron las que a menudo echaron a nuestras playas a algunos extranjeros de relieve y figuración. No fue ése, sin embargo, el caso de la guayaquileña Rosa Campusano, llamada la Protectora por su estrecha relación con San Martín, decidida partidaria y servidora de la Independencia, madre de Alejandro Weniger, compañero de colegio de Palma e hijo de un rico alemán propietario de dos valiosas zapaterías en la calle de Plateros de San Agustín; hacia 1846-1847, según Palma, Rosa Campusano «frisaba en los cincuenta, [era] de muy simpática fisonomía, delgada, de mediana estatura, color casi alabastrino, ojos azules y expresivos, boca pequeña y mano delicada... Su conversación era entretenida y no escasa de chistes limeños, si bien a veces me parecía presuntuosa por lo de rebuscar palabras cultas». Si Palma trató a la Campusano y la hizo una de las protagonistas de la tradición «La Protectora y la Libertadora», en cambio, a José Joaquín Olmedo seguramente no lo conoció personalmente, aunque su poesía lo cautivara desde los más tempranos años; tanto lo admiró Palma que en 1848, quinceañero precoz, le dedicó los versos de «A Olmedo, poeta americano».

Radicado en Lima casi desde niño, el guayaquileño Numa Pompilio Llona fue uno de los más distinguidos miembros de la bohemia romántica, bien que con Palma tuvo algunas diferencias -rivalidad, emulación quizá- propias de la edad y del amor propio. Las vidas de Palma y Llona se cruzaron muchas veces; Llona actuó como un verdadero peruano gran parte de su existencia, y Palma le dedicó con justicia uno de los capítulos de «La bohemia de mi tiempo», aunque tal vez la poesía de su amigo no fuera del todo de su agrado, pues en 1899 llegó a decir con sorna sobre cierto asunto ingrato «...más cócora que una andanada de sonetos de don Numa Pompilio...».

El General Juan José Flores, nacido en Venezuela pero caudillo y Presidente del Ecuador, célebre por sus repudiados planes monárquicos y anexionistas, residente en Lima en calidad de expatriado, se aventuró a publicar ciertos versos en el diario oficialista La Revista, allá por octubre de 1851, lo que le hizo fácil blanco de las burlas de los pícaros «bohemios»; sospecho que Palma no fue ajeno a las críticas. Sin embargo, pronto cambió su opinión de tal personaje al convertirse en periodista de El Intérprete del Pueblo, diario afín al Gobierno de Echenique. Flores preparaba una expedición militar en el Perú para invadir el Ecuador y derrocar a su gobierno liberal, operación que Echenique conocía y respaldaba. El Presidente colombiano General José Hilario López atacó por ello al Gobierno peruano, ocasión que brindó a muchos jóvenes partidarios de Echenique, Palma entre ellos, la oportunidad de salir en defensa de su caudillo y, por ende, de Flores. Más tarde, en 1861, presa de un vehemente americanismo liberal, atacó duramente a Flores, y a García Moreno, en artículo escrito en el exilio chileno para denunciar los proyectos imperialistas de la España de Isabel II contra Santo Domingo y el Ecuador.

De aquella misma época, la del Gobierno de Echenique, fue su estrecha amistad con el inteligente guayaquileño Antonio Acevedo, fraile agustino, doctor y catedrático de Prima del Maestro de las Sentencias en la Universidad de San Marcos, a quien lo unió la común adhesión a ese mandatario.

En sus primeros años de «bohemio» Palma conoció al pintor quiteño avecindado en Lima José Anselmo Yáñez, así como a Juan Rodríguez Gutiérrez, guayaquileño que también residía en la capital peruana alejado de su patria por razones políticas. A ambos iba a recordar más tarde, en «La bohemia de mi tiempo», por sus desventurados dramas. Yáñez, cuyo arte tuvo en mucho nuestro personaje, fue profesor de pintura y dibujo en varios colegios limeños y Rodríguez Gutiérrez también se dedicó a la docencia pues fue profesor y director de un colegio de niñas.

Distinto carácter reconoció la relación de Palma con Gabriel García Moreno, el político conservador ecuatoriano que ya en los años cincuenta del siglo XIX se perfilaba como uno de los gobernantes más autoritarios de toda la historia hispanoamericana. Palma lo conoció en Paita, donde estaba expatriado; solía visitarlo en la casita donde se ocupaba en leer obras teológicas y filosóficas, y con frecuencia iba a darle conversación:

«para descansar de tan graves tareas y distraer el aburrimiento, se le ocurrió al marino hablar al personaje ecuatoriano de unas muchachas guapas, cuya conquista no parecía presentar dificultades insuperables. García Moreno respondió secamente que él no acostumbraba eso que el calavera del contador llamaba trapicheos, y que esperaba que no volviera a proponerle tales inconveniencias. Puede suponerse cuán difícil le resultaría al limeño burlón, irreverente y enamoradizo, conservar la seriedad ante la inesperada filípica»,

según Angélica Palma. Sin embargo del traspiés verbal, no se interrumpió la amistad entre ambos, «que charlaban en aquellas semanas todas las tardes sobre literatura castellana y francesa» (Riva-Agüero).

En viaje de regreso al Perú en 1865 lo vio por última vez en Guayaquil, pero ya como Presidente de la República;

«acababa de llegar de Quito, con celeridad maravillosa, sin comer ni dormir en todo el largo camino, para sorprender y debelar una insurrección liberal guayaquileña. Ya tenía vencidos a los revolucionarios, a quienes se disponía a fusilar. Subió a visitar el buque en que Palma venía. Vestía un frac azul abrochado, y empuñaba una lanza en la mano.

-Ud. va sin duda a entrar en la revolución contra Pezet, le dijo a su amigo peruano.

-No es imposible, le contestó éste. También Ud. D. Gabriel, tiene a su Ecuador movido.

-¡Oh! Lo que es aquí, no hay cuidado. Los expedicionarios de Jambelí no me asustan. Mañana mismo habré dado cuenta de ellos.

Me refería Palma [el testimonio es de Riva-Agüero] que al oírle estas palabras, le pareció reconocer en los claros ojos de su amigo, el incansable lector de Payta [sic], la mirada fría e implacable, de acero pavonado, de los retratos de Felipe II. Tenía delante de sí a un inquisidor, hermano tardío de aquellos cuyos hechos estudiaba en los papeles viejos de Lima».

Por cierto, Palma nunca dejó de condenar la crueldad de García Moreno.

En este desfile de personas y personalidades, la quiteña Manuelita Sáenz, llamada la Libertadora por su célebre relación con Bolívar, ocupa también un lugar especial por el bello retrato físico y moral que Palma le dedicó en tradición ad hoc. Fue en Paita, en 1856, cuando Palma la conoció en el acaecer de la vida, enferma y sin fortuna, pero aún señora y dueña de un aire en verdad admirable:

«En el sillón de ruedas y con la majestad de una reina sobre su trono, estaba una anciana que me pareció representar sesenta años a lo sumo. Vestía pobremente, pero con aseo, y bien se adivinaba que ese cuerpo había usado en mejores tiempos gro, raso y terciopelo. Era una señora abundante de carnes, ojos negros y animadísimos, en los que parecía reconcentrado el fuego que aún le quedara, cara redonda y mano aristocrática».

Los poetas Juan León Mera y Dolores Veintemilla de Galindo concitaron la atención de Palma durante su exilio chileno, y a sus obras dedicó elogiosos ensayos que publicó en revistas literarias de Valparaíso, pero con notable diferencia pues la poesía de Dolores Veintemilla impresionó su espíritu no sólo por sus propios méritos sino porque aquella dio fin a sus días por mano propia, mientras que los trabajos de Mera, entre los más notables de la literatura ecuatoriana, y el favorable juicio de Palma, dieron lugar seguramente al intercambio epistolar que más adelante se produjo entre ambos escritores.

A Juan Montalvo, el célebre prosista nacido en Ambato, lo unió estrecha amistad, quizá desde que aquel pasara una larga temporada en Lima hacia 1870. Y a Leónidas Ballén, médico guayaquileño radicado en Lima y dueño de una céntrica cigarrería, Palma lo hizo su interlocutor en el sabroso anecdotario «Glorias del cigarro. Charla con Leónidas Ballén» (1874).

Visitas a Guayaquil y amistades locales

Guayaquil, acogedor y hospitalario puerto del otrora semi continental virreinato peruano, plaza que pudo integrar nuestra nacionalidad en hora de definiciones marcadas por el fusil antes que por el derecho o la voluntad ciudadana, fue en el siglo XIX un lugar habitualmente frecuentado por los barcos peruanos en sus singladuras comerciales y navales al norte de nuestras costas. Palma estuvo en Guayaquil en varias oportunidades y, hasta donde es posible saber, siempre pasó allí muy gratos momentos en compañía de amigos y, sobre todo, amigas que hicieron inolvidables sus visitas.

«Pronto surcarían el Guayas anchuroso, de fértiles orillas, en cuyas aguas la superstición ve deslizarse, en el claroscuro de las noches estivales, la barca iluminada de luciérnagas donde peregrina el alma de Tuturuto. En la ribera del río espera la ciudad, con el lánguido hechizo de sus mujeres, y las charlas y discusiones con los varones...».

(Angélica Palma)

El primer contacto de Palma con Guayaquil se produjo cuando pertenecía al Cuerpo Político de la Armada y se desempeñaba como contador del vapor «Rímac», el cual, por orden del Gobierno, partió del Callao en enero de 1855 hacia el norte con la misión de repatriar a los peruanos que la reciente guerra civil había arrojado a esas playas; aportó en Paita y se dirigió a Panamá, pero a poco se declaró un fuego a bordo que sólo pudo extinguirse luego de dos horas de ardua labor; la magnitud de los daños obligó al comandante a contratar su reparación en Guayaquil. Palma aprovechó muy bien las dos semanas de obligada permanencia para hacer nuevas amistades, sobre todo femeninas, e incluso escribir versos. «Guayaquil marca desde entonces un punto luminoso en sus recuerdos que se prolongará en los elogios exaltados de las tradiciones, a causa seguramente de algunas Circes tentadoras», dice con acierto Raúl Porras. El retorno, precipitado, llegó en la madrugada del 4 de febrero, bien que, como es fácil suponer, contra la voluntad del enamoradizo poeta y marino-contador.

En Guayaquil Palma se dio tiempo para componer poesía: «En un álbum», suscrita «A bordo del vapor de guerra Rímac. Guayaquil, 1855», es una típica composición romántica escrita a solicitud de una joven dama del puerto a quien el poeta complace refiriéndole sus penas y los males del mundo.

En 1864 y 1865 Palma visitó nuevamente Guayaquil con motivo de su viaje al Brasil a través de Europa; entonces debió de renovar su amistad con el doctor Alberto Navarro Viola, abogado y escritor argentino radicado en el puerto, a quien el deber del caballero hizo sufrir temprana muerte:

«El Presidente García Moreno encontró en la cartera del caudillo rebelde fusilado en Jambelí un billete sin firma que decía "Compadre: Acepto, y queda amarrada la pelea; pero le advierto que mis gallos 5, 7 y 10 no son de a pico, sino de navaja".

-¡Ah! -exclamó García Moreno.- Esto sólo Navarro Viola lo descifra.

Muy pocas horas después estuvo el presidente de regreso en Guayaquil, y su primera medida fue ordenar la prisión del hombre a quien, no sabemos con qué fundamento, atribuía la paternidad del billete.

García Moreno le exigió que revelase los nombres a que correspondían las cifras 5, 7 y 10. Mi caballeresco amigo [cuenta Palma] rechazó indignado la ultrajante exigencia y prefirió, a conservar una vida sin honra, un patíbulo honroso. Pocas horas después fue fusilado el hidalgo argentino».

En enero de 1867, Palma, periodista de oposición, fue deportado a Panamá por el Gobierno del Coronel Mariano Ignacio Prado en el vapor inglés «Paita», junto con otros ocho ciudadanos adversarios del régimen. Los planes del Gobierno se frustraron pues en Paita los expulsados se trasbordaron al vapor «Favorita», el cual arribó a Guayaquil, donde, aprovechando la oportunidad que se les presentaba, ni tontos ni perezosos pisaron tierra apenas se produjo la visita del Capitán del puerto. El exilio duró algunos meses, pues Palma ya estaba en Lima antes del 28 de mayo. Como veremos más adelante, esta forzada pero grata estancia en Guayaquil significó mucho en la vida literaria de nuestro personaje.

En 1892 Palma y sus hijos Angélica y Ricardo hicieron escala en Guayaquil camino de España, a donde aquel representaría al Perú en las celebraciones del cuarto centenario colombino. Por entonces, nuestro escritor ya era generalmente reconocido como uno de los más notables de Hispanoamérica, su fama era grande y sus amistades numerosas, todo lo cual hizo que Angélica, con el entusiasta respaldo de su progenitor, recogiera frescos testimonios amicales en su Álbum de autógrafos ese 30 de julio; así, enriquecieron el álbum la peruana Lastenia Larriva, esposa de Numa Pompilio Llona, con unos versos sencillos pero no menos cordiales, tales como

«Con que partes para España?

¿Con que vas, preciosa Angélica,

a dar a los madrileños

una peregrina muestra

de lo que es la renombrada

sal y hermosura limeña?»;

Dolores Sucre, César Borja y J. M. Chaves, con otros gentiles aunque no muy afortunados; J. Gómez Carbo, con un buen augurio en prosa; mientras que Numa Pompilio Llona y Pedro Carbo aprovecharon para dirigirse al progenitor antes que a la niña, aquel con una cuarteta galante muy a tono con su vital romanticismo y éste con caballerosos conceptos.

Tradiciones de tema ecuatoriano

La legendaria historia de Quito, otrora parte importante del Perú incaico y virreinal, no fue ajena a Palma desde sus primeros años (v. gr. leyó al cronista jesuita P. Velasco), pero fue el contacto directo con la sociedad ecuatoriana durante su exilio en Guayaquil lo que le llevó a escribir sobre su pasado en la forma que él prefería y dominaba. Así fue como plasmó dos bellas tradiciones: «El Cristo de la agonía» y «El alma de Tuturuto».

«El Cristo de la agonía», subtitulada «tradición quiteña» y dedicada a su amigo el doctor Alcides Destruge, notable galeno residente en Guayaquil, fue escrita a poco de volver al Perú de su exilio en ese puerto, de ahí los agradecidos conceptos que contiene:

«¡Bendita seas, patria de valientes, y que el genio del porvenir te reserve horas más felices que las que forman tu presente! A orillas del pintoresco Guayas me has brindado un hospitalario asilo, en los días de la proscripción y del infortunio. Cumple a la gratitud del peregrino no olvidar nunca la fuente que apagó su sed, la palmera que le brindó frescor y sombra, y el dulce oasis donde vio abrirse un horizonte a su esperanza.

Por eso, vuelvo a tomar mi olvidada pluma de cronista para sacar del polvo del olvido una de tus más bellas tradiciones, el recuerdo de uno de tus hombres más ilustres, la historia del que con las inspiradas revelaciones de su pincel alcanzó los laureles del genio, como Olmedo con su homérico canto la inmortal corona del poeta».

Aunque es claro el tono de exaltación sentimental y lugares comunes románticos -proscripción, infortunio, peregrino que busca asilo- lo cierto es que Palma había dejado de escribir tradiciones y volvió a hacerlo con ésta. Como es sabido, refiere un supuesto episodio sangriento de la vida del pintor virreinal quiteño Miguel de Santiago, a quien el pueblo hacía responsable de un crimen cometido en un éxtasis de locura e inspiración, gracias al cual habría plasmado una patética imagen de Cristo en la cruz. Palma elogia el estilo pictórico quiteño, cuyas características expone, y, señal de que el asunto atraía su interés, se permite citar a varios maestros virreinales y a otros contemporáneos. La tradición -algunos de cuyos pasajes hacen pensar que Palma visitó Quito- tiene un aire trágico, muy lejos del que preside la gran mayoría de sus compañeras, y una temática y reflexiones al gusto romántico -«...si amáis lo poético como el cielo azul de nuestros valles; lo melancólicamente vago como el "yarabí" que nuestros indios cantan acompañados de las sentimentales armonías de la "quena"...»-, pero es fruto de un escritor ya logrado por su ligereza, diálogo ágil y pintoresquismo.

«El alma de Tuturuto», también plasmada hacia 1867, fue dedicada a Víctor Proaño, amigo de Palma («antiguo camarada» lo llama) e ilustrado general ecuatoriano radicado en el Perú. En la primera de sus dos partes, refiere el carácter moral, la psicología colectiva se diría, del pueblo guayaquileño, especialmente de sus mujeres, a quienes, ¡romántico al fin!, retrata superiores a los varones:

«La guayaquileña tiene la belleza del diablo; cuerpo gentil, ojos animadísimos, expresión graciosa, no poco arte y vivísima fantasía. En ella hay mucho de la mujer de Oriente. Pasa las horas muertas reclinada con molicie en la hamaca, con un libro y un abanico en las manos y dejando adivinar voluptuosas y esculturales formas por entre los pliegues de la ligera gasa de su traje... Precisamente, lo poético de su organización la hace creer en todo lo maravilloso y sobrenatural, como el espiritismo o las mesitas parlantes. Una guayaquileña os contará cuentos de hadas y duendes, y os hablará con seductor misticismo de milagros y de almas en pena...»;

en la segunda, relata cómo en el siglo XVI un salteador pirático llamado Tuturuto era el terror de los viajeros nocturnos en la ría del Guayas hasta que una mujer acabó con él violentamente, lo que más adelante dio forma a la leyenda que, en las noches más lóbregas y lluviosas, hacía ver su alma a bordo de fantasmal embarcación iluminada, en realidad, grandes troncos arrastrados por la corriente en la estación de lluvias y cubiertos de multitud de insectos fosforescentes...

Corresponsales y amigos de madurez

Encargado de reconstruir la Biblioteca Nacional saqueada por los chilenos, Palma se dirigió a muchos intelectuales y hombres públicos hispanoamericanos y europeos para pedirles ayuda, vale decir libros, convirtiéndose, como él mismo lo advirtió, en un «bibliotecario mendigo». Palma escribió a algunos intelectuales del Ecuador, en primer lugar a sus amigos, pero también a personas que no conocía pero bien podían brindar su concurso. Entre los personajes ecuatorianos que colaboraron con Palma, algunos motu propio, cuya correspondencia se guarda en no pocos casos en la Biblioteca Nacional del Perú, estuvieron el Presidente de la República José M.ª Plácido Caamaño; José Rafael Arízaga, jurisconsulto, estadista y escritor, correspondiente de la Academia Española; Manuel Nicolás Arízaga, hijo del anterior, literato, político y diplomático; Pedro Fermín Cevallos, escritor, político, jurista e historiador; Juan Abel Echeverría, escritor y publicista, quien no sólo le remitió libros sino que instó a otros colegas a hacerlo; Pedro Carbo, escritor y político radical; Luis Cordero, político y escritor, Presidente de la República más adelante al igual que Antonio Flores Jijón, historiador y Ministro Plenipotenciario en España, a quien Palma trató junto a sus hijas Elvira y Leonor, en Madrid, en 1892, donde, por cierto, Angélica se dio maña para cazar un homeopático autógrafo del ilustre personaje:

«Por ser yedra

de esta palma

¿quién no diera

cuerpo y alma?»;

Carlos R. Tobar, político conservador, jurista, diplomático y literato; Honorato Vásquez, diputado restaurador; y hasta, según parece, Eloy Alfaro, el liberal y controvertido Presidente de la República.

Sin embargo, con tres ecuatorianos que residieron en Lima en los últimos lustros del siglo XIX mantuvo Palma una relación mucho más estrecha; ellos fueron Nicolás Augusto González, Marietta de Veintemilla y Leónidas Pallares Arteta. Nicolás Augusto González, polifacético escritor (incluso de tradiciones) y periodista radicado en Lima durante largos periodos inducidos por la proscripción política, dedicó su aplaudido drama El águila cautiva (Lima, 1888), sobre un episodio del cautiverio de Napoleón en Santa Elena, a Palma y Manuel González Prada. A poco, ligado muy estrechamente al autor de Páginas libres, González censuró con severidad a Palma a raíz de un escrito de éste relacionado con las críticas que Prada lanzara a los cultores de la tradición; sin embargo, ello no liquidó su profunda admiración al escritor limeño.

Marietta de Veintemilla era sobrina del General Ignacio de Veintemilla, Presidente del Ecuador; liberal, sufrió prisión al caer ese caudillo en 1883, huyó al Perú y fue muy bien acogida en Lima:

«Nada contribuye más a desvanecer la melancolía natural del proscrito, que la vista de una tierra amiga y en donde nos espera algo patrio, por las costumbres, el idioma y en especial, la simpatía de sus habitantes... Lima, desde el primer momento fijose en mi corazón con caracteres de afecto imborrables. Las más distinguidas familias de esta sociedad encantadora y que por la finura de su trato goza de merecida reputación en América, se apresuraron a visitarme, honrándome con especiales manifestaciones de amistad».

Siete años después, en la capital peruana, publicó el libro Páginas del Ecuador, una historia política de su patria desde la Independencia y, sobre todo, una valerosa defensa de la gestión gubernativa de su tío y de su propia conducta política. Requerido por la gentil escritora, Palma comentó la obra en una «Carta literaria a Marietta de Veintemilla».

Leónidas Pallares Arteta, poeta y político, cónsul en varios lugares de Europa, ministro de Estado, miembro correspondiente de la Academia Española, tuvo estrecha y prolongada amistad con Palma, quien le dedicó la poesía «Casamicciola» (una de sus «Nieblas»). Pallares Arteta fue un fiel corresponsal de Palma durante muchos años, le envió libros y solicitó favores, sirviéndole para muchas comisiones. Palma lo conoció personalmente en España, donde el vate, que asistía a las tertulias sabatinas de don Juan Valera, se sumó a los autógrafos coleccionados por Angélica con unos versos muy galanos:

A Angélica

«Con rarísimo cuidado,

con la mayor atención,

las salas he visitado

de la actual Exposición.

Pero, entre tantos primores,

no pude ver cosa igual

a tus ojos quemadores

y a tus labios de coral».

Pallares Arteta estuvo en Lima en 1894 y aprovechó su estada para publicar el tomito de poesías titulado Rimas. Palma le hizo el prólogo, «Pocas palabras», el cual, ausente de las bibliografías palminas, es una pieza sumamente interesante y única en la producción de don Ricardo por sus decididas convicciones literarias anti modernistas; refiere cómo

«En el autor de este libro hay más tendencia al espiritualismo romántico de Bécquer que a la fosforescencia pesimista de Verlaine y Richepin. Pallares Arteta es un poeta subjetivo, que expresa sus esperanzas, sus ensueños, sus alegrías y sus dolores amorosos, sus sentimientos íntimos todos, sin recurrir a faustuosa palabrería. Esa literatura de bibelots, de japonerías, literatura de neuróticos, literatura fin de siècle, está llamada a tener la vida [de] los infantes que nacen enfermos. De los siete-mesinos no se hacen los atletas, ni en el mundo físico ni en mundo de las ideas.

Quiera mi joven amigo permanecer siempre leal a la buena escuela literaria... y no se deje arrastrar por la corriente de la moda a las filas de los alucinados sectarios del modernismo».

Hay en estos conceptos algo o mucho de pasión sexagenaria, estimulada quizá por la ira provocada por los ataques que recibía de González Prada y sus seguidores.

Bien resumen este apartado dedicado a los corresponsales y amigos ecuatorianos de madurez, estas emotivas palabras de Palma en 1912: «A vosotros, los delegados de la juventud estudiosa de la patria de Olmedo, tócame deciros que son imperecederos mi afecto y mi admiración por mis amigos personales Juan Montalvo, Pedro Carbo, Luis Cordero y Carlos Tobar». Por entonces, el viejo escritor sentía la soledosa aunque venerable senectud, y echaba de menos a muchos compañeros literarios que ya se habían marchado...

Las Tradiciones peruanas en el Ecuador: críticos y seguidores

Palma siempre gozó de la admiración de los críticos ecuatorianos y sus libros fueron bien recibidos por la prensa literaria, pero el mayor relieve en estos predios, a decir verdad, muy ajustado a la cortesía, lo alcanzó Remigio Romero León, jurista, historiador y escritor, quien dirigió una carta a Palma, que tomó la forma del folleto, para hacer justicia a la verdad y, sobre todo, a Cuenca, su pueblo natal. Suscrita allí el 24 de octubre de 1899, su objetivo no era lingüístico ni gramatical sino «hacerle algunas observaciones respecto de cuatro tradiciones de usted, que tratan de asuntos o personajes ecuatorianos». En efecto, Romero León rectifica la tradición «Pan, queso y raspadura» en cuanto a hacer guayaquileño a José de La Mar, habiendo nacido en Cuenca. La segunda rectificación se refiere al temprano estudio de Palma sobre la poetisa cuencana Dolores Veintimilla, Romero León deseaba levantar el cargo de responsabilidad y crueldad con su memoria hecho por Palma en contra de la sociedad cuencana. En la tercera rectificación, referida a la tradición «El Cristo de la agonía», Romero León niega que el pintor Miguel de Santiago haya cometido el crimen del relato; «no quiero afirmar con esto que usted haya falseado la historia. Usted se ha propuesto en sus tradiciones (y lo realiza a maravilla) recoger ciertos rasgos o hechos no publicados por ella, y que se conservan en el pueblo; y bajo este aspecto su tradición nada tiene de censurable». La cuarta y última corrección apunta a establecer la verdad en la muerte del cirujano de la expedición de La Condamine, el francés Juan Seniergues, atribuida por Palma, en la tradición «Lucas el sacrílego», a los fanáticos del pueblo de Cuenca, los cuales habrían creído ver hechiceros en los científicos que examinaban el cielo con grandes telescopios... Romero León explica el hecho a partir del proceso: un asunto de faldas ocasionó la enemistad entre el alcalde de Cuenca, su sobrino y otros vecinos notables, por un lado, y el citado cirujano por otro, lo que determinó que aquéllos levantaran un motín en contra de los franceses, acusándolos de querer destronar al rey, en el cual fue herido mortalmente el operador galo por uno que al parecer actuó movido por los celos y la venganza; «la mujer, y siempre la mujer, es la causa de todo acontecimiento en el mundo. A imitación de D. Juan Alejo, personaje de una de sus tradiciones, debió usted averiguar ¿quién es ella? en la muerte de Seniergues, y no atribuírsela a fanáticos, brujos y hechicerías; porque

«no hay remedio!

en todo humano litigio,

a no obrar Dios un prodigio

siempre hay faldas de por medio».

Está visto que Romero León no perdonaba ninguna falta contra la verdad histórica en desmedro de su tierra natal, pero, consciente de que sus palabras podrían incomodar al ilustre tradicionista, dio remate a su misiva en términos harto corteses:

«Para concluir -como usted es un veterano ilustre en las campañas literarias- réstame suplicarle me perdone, si en mi calidad de humilde recluta, he ofendido involuntariamente, a usted en esta carta; pues la franqueza y sinceridad, con que someto a su juicio, mis rectificaciones, demostrarán a usted que soy su devoto admirador...».

¿Leyó Palma la carta aclaratoria? No conozco prueba concluyente ni a favor ni en contra, pero las rectificaciones advertidas en los escritos cuestionados son indicio de que llegó a sus manos.

Como en otros predios del Nuevo Mundo hispano, hubo ecuatorianos que escribieron tradiciones más o menos al modo de Palma: quiteñas, Cristóbal de Gangotena y Jijón, Quintiliano Sánchez, Carlos Tobar Borgoño y Celiano Monge; guayaquileñas, Nicolás Augusto González, J. Gabriel Pino Roca, Camilo Destruge y Modesto Chávez Franco; e hispanoamericanas, Manuel J. Calle.

Las relaciones internacionales: el problema limítrofe

Con motivo de la expedición militar al Ecuador dirigida por Castilla en 1859-1860, originada en ciertos agravios a nuestra soberanía, Palma, periodista de oposición, expresó duras críticas a esa empresa en La Revista de Lima, las que confirmó cuando su resultado -el Tratado de Mapasingue- quedó en nada a poco de ser suscrito.

Años más tarde, en 1881, cuando nuestra patria atravesaba las horas difíciles de la Guerra con Chile y muchos peruanos recelaban no sólo del invasor sino de otros vecinos, Palma se sumó a los que también veían con desconfianza las intenciones del Ecuador. El paso del tiempo dio lugar a negociaciones para arreglar el asunto limítrofe y en 1889 Palma integró una comisión oficial de personalidades que trazó una línea demarcatoria que el plenipotenciario peruano Arturo García propuso a su contraparte ecuatoriana, Pablo Herrera, la cual fue base del tratado García-Herrera de 1890 que, al cabo de algunos avatares, no llegó a regir.

Andando el tiempo, el problema limítrofe se agudizó y Palma hizo muy suya la defensa de nuestros derechos territoriales, lo que incluso le llevó a respirar los vientos belicistas que soplaron en 1910-1911.

Tales, paciente auditorio, algunos apretados recuerdos sobre la larga, estrecha y fecunda relación de Ricardo Palma con el Ecuador y los ecuatorianos. Muchas gracias.

Fuentes y bibliografía

Archivo del Ministerio de Relaciones Exteriores. Servicio Consular, Ecuador (Guayaquil), 1867.

Biblioteca Nacional del Perú. Sala Alberto Tauro del Pino. Colección Palma.

«A Ricardo Palma, cartas desconocidas», en Boletín de la Biblioteca Nacional (Lima, jul.-dic. 1969), 51-52, pp. 12-78.

Andrade Coello, Alejandro, Nociones de literatura general, Quito, Imprenta y Encuadernación Nacionales, 1914, 2.ª ed.

Bákula, Juan Miguel, Perú y Ecuador. Tiempos y testimonios de una vecindad, Lima, Centro Peruano de Estudios Internacionales (CEPEI) y Asociación Peruana para el Fomento de las Ciencias Sociales (FOMCIENCIAS), 1992, 3 vols.

Compton, Merlin D. (comp.), La trayectoria de las primeras tradiciones de Ricardo Palma, Providence, R. I., Textos del V Centenario, 1989.

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