Nuevos aspectos de la «Tradición» de Palma
Carlos Eduardo Zavaleta
Universidad Nacional Mayor de San Marcos
En mi ensayo Naturaleza y Estructura de la Tradición de Palma, con cuya lectura ingresé al Instituto Ricardo Palma en 199862, me ocupé de la índole y estructura (en el sentido de armazón o arquitectura) de aquel famoso género literario, inventado por un verdadero maestro y creador artístico.
En el intervalo, el doctor Estuardo Núñez, en su llamado prólogo «Para una crítica constructiva», del importantísimo libro Ricardo Palma, Escritor continental63, después de citar la siguiente descripción del propio Palma:
Estilo ligero, frase redondeada, sobriedad en las descripciones, rapidez en el relato, presentación de personajes y caracteres en un rasgo de pluma, diálogo sencillo a la par que animado, novela en miniatura, novela homeopática, por decirlo así, eso es lo que en mi concepto, ha de ser la tradición64.
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y después de opinar que Palma acabaría por dedicarse «al culto de la pequeña historia, de las migajas dejadas por el gran festín de los anales históricos», Núñez tuvo el acierto de respetar, sobre todo, tres juicios sobre la tradición: los de Mariátegui sobre la auténtica filiación democrática de esos textos, «Considerados como sátira y flagelo social de una época»; de Aurelio Miró Quesada quien habló no de mezclas de géneros literario e histórico, sino de una «superposición de la tendencia costumbrista y criolla sobre la reconstrucción histórica romántica»; y el de Alberto Escobar, según el cual, «perfila Palma el hallazgo de una norma idiomática que consagra en el quehacer literario el paradigma de la oralidad»65. Pero agreguemos nosotros que, si bien la anécdota histórica o el simple rumor popular nutre las tradiciones de una tendencia oral, el resultado escrito por Palma es de una oralidad culta.
En cuanto a los puntos de vista de aquel mi primer ensayo de 1998, pueden condensarse así: hay que leer esos pequeños textos como si lo contado hubiese sucedido ya, como si fuera pasado (aunque se escribieran en presente, claro); luego, que la proporción entre el uso de la historia y la literatura es muy variada, cambiante, y por ello, cuanto más se acerca a la historia, cuanto más se amplía el parrafillo histórico, el texto deja de ser un cuento, y cuanto más se aleja de la historia y se apega a la literatura, más se parece a un cuento. A veces, inclusive Palma ha escrito cuentos cabales, como «La misa negra», «El mejor amigo... un perro» y «Traslado de Judas». Ahora puedo añadir otro cuento cabal: «Altivez de limeña», donde el tema ya no importa si es inventado o histórico, pues la sucesión de escenas y su intensidad progresiva, la acción, la atmósfera y el remate son suficientes para que el cuento se forme a sí mismo.
En segundo lugar, la resobada idea de la «estructura», como si la tradición se compusiera primero de prólogo, después de parrafillo histórico, luego de digresión literaria, y por fin de epílogo, esquema defendido durante décadas por una legión de críticos, debe ser descartado, pues el meollo, el famoso parrafillo histórico, sólo existe en las tradiciones más sencillas y adocenadas. En cambio, cada vez que ese elemento se disuelve y se integra de principio a fin con la narración, entonces sí tenemos una pieza artística lograda, como «Predestinación» (dedicada al gran poeta Carlos Augusto Salaverry, nada menos) o «Don Dimas de la Tijereta», —57→ texto muy justamente elogiado, y cuyo retrato quevedesco del protagonista y sus costumbres de engañador desafían al mismo diablo y ganan, y todavía en medio de la atmósfera inquisitorial en que se vive, con el pecado y el placer, a un lado, y la condenación espiritual, al otro. La atmósfera religiosa y el personaje picaresco nos llevan a un contrapunto de humor delicioso y jocundo, en que triunfan la vida y la inteligencia.
Veamos, desde la primera página el retrato quevedesco de Don Dimas:
[...] allá por los primeros años del pasado siglo existía en pleno portal de Escribanos de las tres veces coronada ciudad de los Reyes del Perú, un cartulario de antiparras cabalgadas sobre nariz ciceroniana, pluma de ganso u otra ave de rapiña, tintero de cuerno, greguescos de patio azul a media pierna, jubón de tiritaña, y capa española de color parecido a Dios en lo incomprensible, y que le había llegado por legítima herencia pasando de padres a hijos durante tres generaciones.
Conocíale el pueblo por tocayo del buen ladrón a quien don Jesucristo dio pasaporte para entrar en la gloria; pues nombrábase Don Dimas de la Tijereta, escribano de número de la Real Audiencia y hombre que, a fuerza de dar fe se había quedado sin pizca de fe, porque en el oficio gastó en breve la poca que trajo al mundo66.
El modelo de Quevedo no sólo se sigue en el retrato, sino en la descripción del ambiente de una taberna, también de la primera página, esta vez de «Predestinación»:
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En una de las tabernas de la universitaria ciudad (de Salamanca) hallábanse congregados, al olor de un suculento jigote y de descomunales jarros de Valdepeñas no bautizado, gran número de estudiantes, cómicos y mujerzuelas gente toda así lista para un fregado como para un barrido, a la que tanto se le daba de arriba como de lo de abajo. Y a un extremo de la sala y al calor del brasero, veíase a una muchacha que ejercía a la vez los oficios de cantora y lazarillo de un pobre ciego de gitanesca estampa. Degollación, que tal era el nombre de la mocita, tenía una cara más fea que el pecado de usura, y una voz de caña rota que el ciego rascador de guitarra sabía hacer soportable por la sal de su punteado67.
Pocas veces se habrá revelado Palma de gran lector de autores clásicos como aquí. Pero también, en cualquier texto, buscaba lo suyo, su propia clase de retrato, algo romántico, dulzón y risueño, y lo consigue y lo pone enfrente mismo de Don Dimas; es un retrato de muchacha, una pintura de la que hay muchos ejemplos en los personajes femeninos de las tradiciones:
[...] Tijereta dio a la vejez, época en que hombres y mujeres huelen, no a patchouli, sino a cera de bien morir, en peor tontuna en que puede dar un viejo. Se enamoró hasta la coronilla de Visitación, gentil muchacha de veinte primaveras, con un palmito y un donaire y un aquel capaces de tentar al mismísimo general de los padres betlemitas, una cintura pulida —59→ y remonona de ésas de mírame y no me toques, labios colorados como guindas, dientes como almendrucos, ojos como dos luceros y más matadores que espada y basto en el juego del tresillo o rocambor. ¡Cuando yo digo que la moza era un pimpollo a carta cabal!68
Sigamos viendo algo también nuevo. Hay varios ejemplos en que el parrafillo histórico se disuelve en toda la masa narrativa (en «Los caballeros de la capa», por ejemplo); es más, predomina y desplaza a los otros elementos, incluso al literario, y al autor sólo le importa, al parecer, escribir una «historia anovelada» de una crónica de la guerra civil entre pizarristas y almagristas. Los caballeros de la capa son un ejemplo mayúsculo de narración histórica, pero aderezada, y he aquí lo singular, al modo de Palma, es decir, con numerosas intervenciones y comentarios del narrador omnipresente, y con maestría en conducir al lector hacia el remate aleccionador. En otras muchas tradiciones, suele haber una moraleja en prosa o verso, pero aquí, en este texto muy superior a los demás, no existe un final tan previsible y juguetón como los otros. Aquí el escritor se ha superado a sí mismo.
Por otra parte, Palma, historiador de cosas menudas, sigue con su amorosa y patriótica costumbre de escribir una «crónica» sobre la época vivida bajo cualquiera de los virreyes, usando como ventana o mirador, digo, como un viajero del tiempo, una breve anécdota (Cfr. «Las orejas del Alcalde. Crónica de la época del segundo virrey del Perú»), que es símbolo de las costumbres o aventuras bajo tal gobierno. Acá, trata de la vida de pueblos mineros como Potosí, en 1550, con el alcalde Diego de Esquivel, solterón y mujeriego («el gremio de los solterones [...] constituyen, si no una plaga social, una amenaza contra la propiedad del prójimo. Hay quien afirma que los comunistas y los solterones son bípedos que se asimilan»). En ese ambiente, que al comienzo parecía romántico surgen las voces de una gresca contra un tramposo jugador de cartas, y llega el alcalde (que es también jefe de policía) a poner orden en la —60→ «sanfrancia». Pero pronto se despliega la picaresca del juego y de los alguaciles aliados con los truhanes, y sólo quedan presos los inocentes. Uno de ellos es justamente el joven soldado de los tercios de Tucumán, Cristóbal de Agüero, bajo cuya protección se ha puesto una damisela para resistir los embates del alcalde solterón.
Feliz de tener esa presa, el alcalde le pone en el dilema de pagar una multa de «cien duros o una docena de azotes» pero el joven, aunque consigue el soborno que ansia la autoridad, prefiere resistir el castigo de una carrera de baquetas y divulgar su condición de hidalgo y de hijo de «un veinticuatro de Sevilla»; por tanto, añade el joven, «yo gasto un don como el mismo rey, que Dios guarde».
Pero el abusivo alcalde prosigue con el castigo, burlándose de tales quejas, hasta que el honesto soldado le jura que «he de cobrar venganza en sus orejas de alcalde».
Luego, la «acción» amena y firme que ya corría por las venas del lector, se interrumpe por la intrusión del parrafillo histórico (¿pensó alguna vez seriamente Palma en estos cortes abruptos que periódicamente interrumpen el triunfo estético del enlace ya logrado con el lector?, ¿le gustaba someternos a su técnica, de detenciones y recomienzos a cada rato?), donde Palma se solaza con datos ciertos sobre el segundo Virrey, Antonio de Mendoza, marqués de Mondéjar, y su gobierno, según el autor, elogioso.
En el tercer capítulo, cumplida como una necesidad para él, sigue la trama que enfrenta al soldado que ahora renuncia a los tercios tucumanos, para, con extremo sigilo, perseguir al alcalde hasta el Cusco, ida y vuelta, y una vez llegado el aniversario de su castigo en la cárcel lo ataca en una calle de Lima y le rebana «las orejas del infeliz licenciado», cumpliendo así su promesa de venganza. Y por fin, en el brevísimo capítulo IV y final, sabemos que don Cristóbal de Agüero, el vengador, se traslada a España, solicita audiencia de Carlos V, «lo hizo juez de su causa y mereció, no sólo el perdón del soberano, sino el título de capitán de un regimiento que se organizaba para México. El licenciado murió un mes después, más que por las consecuencias de las heridas, de miedo al ridículo de oírse llamar el Desorejado». ¡Escaso aunque justiciero acto de un régimen por lo demás insensible a los abusos de autoridades españolas en el Perú!
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Creo que un buen método para resolver cuál es el tipo de estructura con el que Palma alcanza sus mejores logros es el de cotejar, por un lado, las devotas propiamente de la historia («Los caballeros de la capa») o las que alternan breves capítulos de argumentos desplegados en escenas progresivas, con los capítulos de notas políticas sobre gobiernos virreinales («Las orejas del alcalde»); y por otro lado, oponerlas con las que subordinan toda información histórica al afán cultural de escribir ensayos («Predestinación» y «Genialidades de la Perricholi» dedicadas al arte teatral limeño y «Santiago el volador», sobre del arte de volar a propósito de un inventor cuyas aventuras se cuentan, en medio de una discusión poco menos que científica, donde el autor va citando autoridades y libros de la época sobre el caso).
Nos hallamos, pues, frente a una nueva veta. Debemos reconocer que, junto al tema histórico del que brota una mayoría de tradiciones, cuyos encajes literarios se exhiben en segundo plano, también existe un filón no estudiado por la crítica, el ensayo, juzgado como género propio, refinado ya en las manos del genial Montaigne y ordenado por Guillermo Díaz Plaja como un texto que consiste en tres momentos: 1) ofrecer al lector toda información conocida por el autor sobre un tema dado; 2) aproximación de ese material al yo pensante del autor; y 3) emisión, por éste, de juicios propios sobre el asunto elegido.
Léanse con atención y detalle las tres últimas tradiciones citadas y se admirará, una vez más, la maestría con que Palma maneja alternadamente la trama de un argumento desplegado en escenas significativas (sea sobre el amor entre Cebada y María, dos actores, o los caprichos, encantos y dobleces de la Perricholi, el afán de Santiago el volador por derrumbar obstáculos seudocientíficos que se oponen a su sueño de imitar a los pájaros), y los conocimientos de erudito sobre el teatro virreinal, o sobre las matemáticas o la construcción de aparatos voladores, en un país como el Perú, donde hemos tenido desde hace mucho tiempo una cadena de auténticos inventores.
La ciencia y la erudición forman, pues, otra clase de parrafillo, yo diría mejor, no histórico, sino cultural, y se alternan muy bien con las diversas escenas de la trama. Llegado a este punto y señalados los ejemplos, sólo queda echarse a buscar nuevos casos semejantes entre tantos textos dejados por un maestro del estilo y la estructura como Palma. Por último, —62→ no olvidemos jamás al humorista Palma, socarrón y zumbón, triunfando sobre sus desencantos personales. Todos conocemos su vida llena de aventuras: un contador de marina mercante casi náufrago, un liberal en política, un conspirador, un desterrado a Chile, un cónsul en Pará, un viajero a Europa, primero en 1864 -viaje que le permitió alejarse curiosamente de los modelos europeos, así como Valdelomar, viviendo en plena Roma, en 1913, se independizó del influjo de D'Annunzio y escribió «El caballero Carmelo». Luego, vemos a Palma combatiendo en el Callao, en 1866, fundando periódicos satíricos desde 1867, apegado al gobierno de bala por cuatro años, para después renunciar a la política, tras la sangrienta revolución de los Gutiérrez.
Por fin, desde 1872 se dedica sólo al periodismo y a sus tradiciones, pero luego combatirá en la batalla de Miraflores (1881), tragedia que lo dejó abatido por tamaña derrota, por la pérdida de su casa y por el incendio de su biblioteca. Habiendo sido, a la vez, subdirector de la Biblioteca Nacional, volvió como bibliotecario mendigo. De esa dura época queda, por ejemplo, el testimonio de sus cartas a Piérola (ahora su gran líder y amigo), a quien inclusive le envía crónicas clandestinas sobre los movimientos del enemigo chileno, mientras Piérola se hallaba entre Jauja y Ayacucho. En esas cartas se ven, como jamás antes, su preocupación y amor por el país, su negativa a aceptar u obedecer al llamado gobierno de la Magdalena y de los «calderonianos». Tiene sólo 48 años y ya se considera escritor retirado, pues primero está la dignidad de la patria, hollada por el invasor. ¡Vayan cartas francas en que aconseja sin tapujos a Piérola y renuncia a ser poeta coronado en Arequipa!69 De todo esto, públicamente no desea hablar, y se refugia de nuevo en el arte, prefiere a la tristeza la ironía, la sátira, y cae así en la gracia y la sonrisa del baile de máscaras y de la fantasía.
La prueba del retorno suyo a la literatura, y sobre todo, al cuidado y ordenación de sus textos está en que, según José Durand, «cuando Palma, ya viejo, publica en el Callao, sus Tradiciones selectas del Perú -mucha atención al título-, el autor presenta ocho series, que serán las definitivas70. Además, según Raúl Porras, la nueva edición barcelonesa de 1937 la clásica de Montaner y Simón (cuyo tomo cuarto y último se fecha —63→ ahí en 1896), es la primera que adopta el título popular de Tradiciones peruanas. E inclusive en 1906 y 1910 -publica sus últimas Tradiciones peruanas y un apéndice. La hiel y el desánimo han quedado atrás, pese a las nuevas dificultades que sufrirá con la siguiente generación de intelectuales, encabezada por el fogoso Manuel González Prada.
Divididos ya sus lectores, el humorista culmina una larga vida romántica y también amarga, quiero decir agridulce, y llega al preciso equilibrio para confiar más en sí mismo, para ofrecer y -aun corregir un texto bifronte como la tradición, texto simulador, satírico, culto y plebeyo a la vez, verosímil pero también imaginativo, mordaz pero asimismo tierno, porque se tratan de anécdotas de una tierra que se ama, pero que todavía se halla en formación, llena de fealdades e injusticias. La ironía y la burla contrapesan la rutina y acaso la brutal realidad.
Palma llegó al tono exacto, a la atmósfera cabal para empujar casi hasta 1910 y al menos, el arma que lo salvaría, su pluma vivaz, zigzagueante, cáustica aunque por otro lado delicada y benigna como la voz de los abuelos.
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