Las Tradiciones peruanas de Ricardo Palma: la historia como legitimación
James Higgins
University of Liverpool
Inglaterra
En el siglo XIX una de las grandes preocupaciones de los escritores de las jóvenes repúblicas hispanoamericanas fue construir un sentido de identidad nacional. Las Tradiciones peruanas de Ricardo Palma han de verse en ese contexto1. En las décadas posteriores a la Independencia la literatura peruana estaba dominada por el cuadro de costumbres y el teatro costumbrista de Manuel Ascensio Segura. Tales géneros privilegiaron lo que definía la nueva nación como distintiva pero, al fijarse exclusivamente en el presente, delataron un afán subconsciente de negar su pasado colonial. Las Tradiciones tienen mucho en común con el costumbrismo, en cuanto ellas también buscan fomentar un sentido de peruanidad, pero Palma lamentaba que sus compatriotas se resistiesen —16→ a afrontar el pasado y a asumir su herencia colonial. Argumentó que fue la experiencia del colonialismo lo que moldeó la república independiente:
La época del coloniaje, fecunda en acontecimientos que de una manera providencial fueron preparando el día de la Independencia del Nuevo Mundo, es un venero poco explotado aún por las inteligencias americanas.
(564)
Como sugiere el título, las Tradiciones peruanas pretenden crear una conciencia nacional arraigada en una herencia que va desde la época precolombina hasta las primeras décadas de la República. Pero en realidad el núcleo de esa herencia es la Colonia, ya que la gran mayoría de los relatos están ambientados en esa época.
A Palma se le ha acusado frecuentemente de perpetuar una mentalidad colonial2. Tales críticas se basan en una lectura superficial de su obra, porque Palma fue un típico demócrata liberal del siglo XIX y es difícil encontrar en las Tradiciones indicios de nostalgia del pasado. Es cierto que de vez en cuando lamenta la desaparición de ciertas costumbres, pero por lo general representa la Colonia como el equivalente peruano de las Edades bárbaras, un periodo de oscurantismo y de jerarquías feudales que afortunadamente el país ha dejado atrás. Así hace alusión al «espíritu atrasado de esos tiempos» (297) y comenta que en aquel entonces la Inquisición hubiera condenado como brujería una invención moderna como la fotografía: «en esos tiempos habría sido hasta pecado de Inquisición el imaginarse la posibilidad de reproducir la semblanza humana hasta lo infinito, con auxilio de un rayo de luz solar» (295). Y celebra la llegada de la República que, con todos sus defectos, ha abolido el privilegio heredado y, teóricamente al menos, está basada en principios democráticos:
Bien haya el siglo XIX, en que es dogma el principio de igualdad ante la ley. Nada de fueros ni privilegios.
(429)
—17→
Benedict Anderson ha argumentado que la construcción de la nacionalidad involucra la creación de una «comunidad imaginada»3. Dado que las Tradiciones abarcan todas las regiones del país y sus diversos grupos étnicos y sociales, el Perú imaginado por Palma es teóricamente una comunidad que incluye a todos los peruanos. Pero tales imágenes de la nación suelen ser propagadas por grupos particulares para servir los intereses de su clase. Eso lo vemos en el caso de Palma, pero no se trata de un caso típico. En la América Latina del siglo XIX los modelos de la nación tendían a legitimar la hegemonía de las élites dominantes pero, como ha señalado Mariátegui, Palma no pertenecía a esas élites:
Palma pertenece absolutamente a una mesocracia a la que un complejo conjunto de circunstancias históricas no consintió transformarse en una burguesía. Como esta clase compósita, como esta clase larvada, Palma guardó un latente rencor contra la aristocracia antañona y reaccionaria4.
De hecho, aunque Palma representa un sector relativamente privilegiado la clase media urbana, sobre todo la de Lima, las expectativas de esa clase quedaron defraudadas en los años posteriores a la Independencia por el dominio de las grandes familias oligárquicas y de una nueva clase de caudillos militares engendrada por la guerra de la Independencia. Una nota recurrente en la obra de escritores costumbristas como Manuel Ascensio Segura, Ramón Rojas y Cañas y Manuel Atanasio Fuentes es la perplejidad y descontento de la clase media al verse excluida del poder político y económico que esperaba de la República5. La comunidad a la cual Palma se dirige y de la cual se hace portavoz es esa misma clase media y las Tradiciones propugnan su causa creando un modelo de la nación en que ella figura como el Perú auténtico.
Un texto clave es «Los gobiernos del Perú» (233), que plasma la historia popular de la clase media limeña y que, mediante el humor, establece una complicidad entre el narrador y sus lectores. Palma cuenta —18→ que Santa Rosa de Lima le rogó a Dios que concediera una serie de beneficios a su país: un clima benigno, ricos recursos, mujeres bellas y virtuosas y hombres inteligentes. Dios la complace pero empieza a fatigarse de sus interminables peticiones:
A esta chica no le falta más que pedirme que convierta a su Lima en una sucursal de la celeste gloria.
Así que cuando Rosa formula su última petición que su país sea bien gobernado ya se le ha acabado la paciencia y, empleando un lenguaje típicamente limeño, le dice que lo deje en paz:
¡Señor! ¡Señor!
¡Cómo! ¿Qué? ¿Todavía quieres más?
Sí, Señor. Dale a mi patria buen gobierno.
Aquí, amoscado el buen Dios, le volvió la espalda, diciendo:
¡Rosita! ¡Rosita! ¿Quieres irte a freír Buñuelos?
Ésta es la razón por la cual el Perú siempre ha sido mal gobernado, comenta Palma, y quizás las cosas hubieran sido diferentes si Rosa hubiera hecho sus pedidos al revés. Lo que se propaga aquí es la idea de que la clase media es la sal de la tierra y que le ha tocado la suerte de vivir en un país que tiene el potencial para ser un paraíso terrestre, pero que ese potencial ha sido desperdiciado por la corrupción e incompetencia de las clases dirigentes.
Este tema se repite a lo largo de las Tradiciones. Una y otra vez Palma señala que en muchos sentidos la Independencia no ha cambiado nada, ya que los gobiernos siguen siendo poco representativos, autoritarios y corruptos. Así, cuando describe la expectativa creada por la llegada de un nuevo virrey, vincula el evento con la toma de posesión por los presidentes de la República, quienes en tales ocasiones suelen explayarse en promesas extravagantes y huecas:
Éste era el momento en que el pueblo, que aún no era soberano, sino humildísimo vasallo, prorrumpía en vítores, ni más ni menos que hogaño cuando un nuevo presidente constitucional jura en el Congreso hacernos archifelices.
(538)
—19→
Asimismo una historia sobre el abuso de la autoridad en la Colonia invita al lector a identificarse con la víctima, ya que en la actualidad los derechos del ciudadano tampoco son respetados:
Don Gabriel alborotó y protestó hasta la pared del frente; pero sabida cosa es que, antaño como hogaño, protestar es perder el tiempo y malgastar saliva, y el que tiene en sus manos un cacho de poder, hará mangas y capirotes de los que no nacimos para ser gobierno, sino para ser gobernados.
(220)
El proyecto de Palma se apoya en una estrategia narrativa que establece una complicidad con sus lectores, creando un sentido de que forman una comunidad que comparte las mismas experiencias, supuestos y valores. Remedando la oralidad, da la impresión de que está conversando con sus lectores cara a cara. A veces interrumpe la narración para dirigirse a ellos directamente, como en el siguiente ejemplo, donde los invita a adivinar lo que va a pasar después:
¿A que no aciertan ustedes con la decisión del virrey? La doy en una, en dos, en tres, en mil. Ya veo que se dan ustedes por vencidos...
(495)
Maneja también un discurso coloquial que funciona como una lengua común que enlaza al narrador y sus lectores como miembros de un mismo grupo. Ese grupo es la clase media limeña, como indica el hecho de que la complicidad entre narrador y lectores suele involucrar un reconocimiento de su condición común de limeños:
He aquí una frase que generalmente usamos los limeños...
(463)
No hay limeño que, en su infancia, no haya oído hablar de la procesión de ánimas de San Agustín.
(485)
Parte de la estrategia de Palma consiste en hacer juego entre continuidad y cambio para dar a esa comunidad una doble convalidación, ya que por un lado la representa como arraigada en una tradición antigua pero al mismo tiempo la identifica con la modernidad y el progreso. Así, frecuentes alusiones a «nuestros abuelos» definen a narrador y lectores como miembros de una misma familia cuyos orígenes se remontan a tiempos lejanos. A veces la frase implica que la clase media continúa —20→ costumbres y tradiciones heredadas de sus antepasados, como en el siguiente ejemplo, que vincula varias generaciones con un estilo de vida que no cambia:
Nuestros abuelos y nuestros padres la llamaron la Casa de Pilotos, y así la llamamos nosotros y la llaman nuestros hijos.
(361)
Otras veces la frase apunta a una ruptura con el pasado y así insinúa que la generación actual es heredera del futuro. Así, al comentar que sus antepasados no reconocerían la Lima de hoy, el narrador da a entender que sus descendientes progresistas están construyendo una sociedad más liberal:
Si nuestros abuelos volvieran a la vida, a fe que se darían de calabazadas para convencerse de que el Lima de hoy es el mismo que habitaron los virreyes. Quizá no se sorprenderían de los progresos materiales tanto como del completo cambio en las costumbres.
(598)
Este doble juego se repite a lo largo de las Tradiciones, arraigando la comunidad imaginada en la tradición al mismo tiempo que la identifica con la modernidad.
Como ha señalado Aníbal González, las Tradiciones tienen vínculos con el periodismo6. Hay que tomar en cuenta que Palma se dirigía a un público cuyos horizontes intelectuales eran bastante limitados y lo que les proporciona es el tipo de anécdotas que estaban acostumbrados a leer en los periódicos: escándalos como las secretas aventuras sexuales de los poderosos o indecorosas disputas públicas entre personajes eminentes; historias sensacionales de grandes crímenes, amores ilícitos, enemistades violentas y venganzas sangrientas; relatos asombrosos de acontecimientos extraordinarios o milagrosos y de la conducta extraña de hombres excéntricos. Pero Palma tenía su propia —21→ agenda y estas anécdotas le servían como pretexto para introducir información histórica que viene a constituir un curso básico sobre la historia del país. Además, introduce comentarios destinados a moldear la percepción pública del pasado nacional. Así, representa a los conquistadores como una pandilla de maleantes:
Fecundísimo en crímenes y en malvados fue para el Perú el siglo XVI. No parece sino que España hubiera abierto las puertas de los presidios y que, escapados sus moradores, se dieron cita para estas regiones. Los horrores de la conquista, las guerras de pizarristas y almagristas y las vilezas de Godines, en las revueltas de Potosí, reflejan, sobre los tres siglos que han pasado, como creaciones de una fantasía calenturienta.
(74)
Y condena las jerarquías feudales introducidas por los españoles, como en el siguiente ejemplo, donde don Cosme García de Santolalla, gobernador del Cuzco, hace castigar a un joven por la ofensa de pasarlo en la calle sin saludarlo con debida deferencia:
«¿Cómo? ¿Así no más se pasa un mozalbete por la calle, muy cuellierguido y sin quitarse el sombrero ante la autoridad? ¡Qué! ¿No hay clases, ni privilegios, ni fueros y todos somos uno?».
Tal era el raciocinio que para su capa hacía el de Santolalla.
Aquel desacato clamaba por ejemplar castigo. Dejarlo impune habría sido democratizarse antes de tiempo.
(220)
Comenté antes que a menudo Palma señala paralelos entre el pasado colonial y la historia contemporánea, y conviene detenernos en los paralelos que privilegia. Es significativo, por ejemplo, que dedique relativamente poca atención a la Conquista, concentrándose más bien en las guerras civiles que la siguieron. Una de las grandes quejas de la clase media, plasmada en El Sargento Canuto, (1839) de Segura7, fue la —22→ frustración de su emergencia como grupo hegemónico por el dominio ejercido por una serie de caudillos militares como Gamarra y Santa Cruz. Esa misma queja subyace a tradiciones como «Los caballeros de la capa», donde, después de la derrota de Almagro, sus partidarios vuelven las tornas asesinando a Pizarra y apoderándose del país. Aquí Palma invita a sus lectores a ver las luchas por el poder entre los caudillos del siglo XIX como una reversión a la caótica barbarie de las primeras décadas de la Colonia. Y por si acaso no captan el paralelo, lo explica claramente. Así, representa la política de Pizarro hacia sus enemigos vencidos como precursora de usos decimonónicos:
El vencedor, como era de práctica en esos siglos, pudo ahorcarlos sin andarse con muchos perfiles; pero don Francisco Pizarro se adelantaba a su época, y parecía más bien hombre de nuestros tiempos, en que al enemigo no siempre se mata o aprisiona, sino que se le quita por entero o merma la ración de pan. Caídos y levantados, hartos y hambrientos, eso fue la colonia, y eso ha sido y es la república. La ley del yunque y del martillo imperando a cada cambio de tortilla...
(54)
Asimismo, cuando Palma satiriza la sociedad colonial por su obsesión con genealogías y títulos, su verdadero blanco son las grandes familias oligárquicas que constituían la aristocracia de la República. Ambientado en el siglo XVII, «Un litigio original» se centra en una disputa entre el marqués de Santiago y el conde de Sierrabella, cuyos coches se encuentran frente a frente en una calle estrecha. Ninguno de los dos está dispuesto a ceder el paso, sino que cada uno insiste en que su linaje le da derecho a la precedencia, y eventualmente remiten el asunto al arbitrio del virrey. Palma adopta una gravedad simulada para parodiar el episodio. Primero, finge tomar la genealogía como cosa seria, incluyendo una larga nota a pie de página donde explica el significado de los símbolos heráldicos. Segundo, representa el incidente como un episodio trascendental en la historia del país, un acontecimiento tan importante que toda la nobleza de Lima acudió al palacio para asistir a la disputa y escuchar el fallo del virrey. Tercero, como señala el subtítulo irónico «Tradición en que el autor halaga pantorrillas o vanidades como candidato que anda a pesca de votos para calzarse una diputación al próximo congreso», se presenta como un sicofante que quiere congraciarse con sus superiores, las élites republicanas, nombrando las familias cuyos antepasados estuvieron presentes en aquella gran ocasión y describiendo su heráldica:
—23→
Acudieron los Aliaga con su escudo de plata y una mata de aliaga florida en medio de dos osos; los de La Puente con su castillo de tres torres en campo de oro, puente de tres arcos defendido por dos leones de gules y la leyenda: Por pasar la puente me pondré a la muerte...
(491)
La lista ocupa varias páginas hasta que por fin el narrador se cansa y la abandona. Pero asegura a sus lectores aristocráticos que si por inadvertencia su apellido ha quedado excluido, sólo tienen que reclamar y él rectificará la omisión en la próxima edición:
[...] los Loyola con su enredado escudo de cuatro cuarteles, tal como se ve en las estampas de San Ignacio, y... basta, ¡por Dios!, que sería fatiga seguir enumerando apellidos de la gente hidalga de mi tierra o el cuento de las cabras de Sancho. Por lo menos dejo ciento más en el fondo del tintero. Consuélese con saberlo todo el que no ha sido mencionado en esta pantorrillesca nomenclatura; y si hay alguno que crea que lo haya omitido por malicia o envidia, reclame con confianza y figurará en otra edición.
(495)
En realidad, por supuesto, el propósito de Palma es socavar el prestigio de la élite dominante, cuya legitimidad estaba fundada en su status hereditario. El relato se basa en una oposición irónica entre credenciales nobles y conducta mezquina, un contraste que involucra no sólo a los dos protagonistas sino a toda la aristocracia de Lima, que se excitan no por grandes asuntos de estado sino por cuestiones de status, y a sus descendientes republicanos, a quienes el narrador juzga capaces de ofenderse si su apellido no figura en la relación del incidente. Así Palma da a entender que la aristocracia criolla carece de las cualidades necesarias para constituir una verdadera élite y que no hace sino perpetuar jerarquías arbitrarias. Además, la larga enumeración de apellidos aristocráticos insinúa que Lima está plagada de un exceso de familias nobles, mientras que la alusión al Quijote, que las equipara con las cabras que Sancho Panza procura contar, subvierte sus pretensiones de superioridad al sugerir que no son sino otra especie de animal bruto.
Además, la impertinencia de tales distinciones de clase respecto a la vida real queda señalada cuando se nos revela que los coches permanecieron in situ mientras el virrey remitía la disputa al rey y que, —24→ cuando por fin el fallo llegó desde Madrid, habían desaparecido, habiendo sido desmontados por el público:
Por supuesto que cuando, al cabo de un par de años, llegó a Lima el fallo del monarca, fallo que el vencedor celebró con un espléndido banquete, no existía ya ni un clavo de los coches; porque, estando los vehículos tanto tiempo en la vía pública y a la intemperie, no hubo transeúnte que no se creyera autorizado para llevarse siquiera una rueda.
(496)
Así se insinúa que, como los coches, la aristocracia criolla es un anacronismo destinado a desaparecer, a ser eliminado por las clases emergentes que no ven por qué respetar jerarquías anticuadas.
Es de notar que las Tradiciones no privilegian a grandes hombres como representantes de los valores de la nueva República, y en este sentido subvierten la historiografía del siglo XIX, que suele celebrar los próceres de la nación para legitimar la hegemonía de las élites. Sin embargo, esto no significa que no haya figuras heroicas en su versión del pasado nacional. Un tema recurrente es la rebelión de los jóvenes contra la tiranía de padres autoritarios, como en «Muerta en vida» (526) y «El divorcio de la condesita» (598); otro es el justo castigo inferido a los poderosos por aquéllos a quienes han maltratado, como en «Puesto en el burro, aguantar los azotes» (218) y «Los duendes del Cuzco» (277). Un relato emblemático es «Los alcaldes de Arica», el cual atribuye gran significado a un acontecimiento menor al celebrar la humillación que el ayuntamiento de Arica le infirió a un aristócrata autocrático que era condestable de la ciudad. Cuando éste quiso imponer candidatos suyos para dos vacantes, los concejales no sólo se opusieron, sino que subrayaron su repudio del nepotismo al elegir a dos negros libertos, manifestando así una temprana tendencia democrática:
La democracia enseñaba la punta de la oreja. Los ariqueños se adelantaban en dos siglos a la República.
(310)
Asimismo, relatos ambientados en la época de la guerra de la Independencia, como «Los brujos de Shulcahuanga» (932) y «Inocente Gavilán» (940), se centran, no en los Libertadores, sino en personas corrientes que hicieron un aporte menor pero significativo a la causa de la independencia. En efecto, en las Tradiciones se vislumbra un —25→ paradigma en que gente humilde opone resistencia a los poderosos y sale triunfante. Esa gente humilde, desde luego, viene a ser una metáfora de la clase media que en pleno siglo XIX sigue sufriendo los abusos de las élites y sigue luchando para hacer valer sus derechos.
Las Tradiciones tampoco se ocupan de grandes acontecimientos políticos, sino que se fijan más bien en «la pequeña historia», la historia del mundo cotidiano que habita la clase media. Palma les narra la historia de lugares conocidos, explicándoles cómo el cerro de San Cristóbal vino a llamarse así o por qué la iglesia de San Pedro tiene tres puertas. Aclara el origen de frases y dichos que son parte del habla local. Explica cómo artículos alimenticios de todos los días fueron importados al Perú por primera vez y cómo las mujeres se lavaron los dientes antes de que se conociera la pasta dentífrica. Esclarece el origen de un juego infantil y narra la vida de una persona que fue el modelo para un personaje del teatro de títeres. Este énfasis en la historia cotidiana sirve un doble propósito. Por un lado, fomenta la percepción de que es la clase media quien constituye el verdadero Perú. Por otro, al arraigar su mundo en el pasado, la confirma como legítima dueña de ese mundo por derecho heredado.
Las diversas estrategias manejadas por Palma se ven ilustradas en «Quizá quiero, quizá no quiero», la historia de doña Beatriz Huayllas, una princesa incaica y viuda de un conquistador español que fue ajusticiado por su participación en la rebelión de Gonzalo Pizarro. Por decreto real las viudas ricas estaban obligadas a aceptar un nuevo marido de entre los españoles que se habían distinguido en la lucha por restablecer el orden. Un tal Diego Hernández le pide la mano a Beatriz, pero la propuesta la repugna, porque Hernández no sólo es cincuentón y extremamente feo, sino que es de origen humilde, habiendo sido aprendiz de zapatero en su adolescencia. Así que se obstina en resistir la presión que las autoridades ejercen sobre ella, hasta que por fin se deja convencer por su hermano Paullu, quien le advierte que su negativa antagonizaría a los españoles y provocaría represalias contra la nobleza incaica. Pero consiente sólo a condición de que Hernández acepte no consumar el matrimonio, y en la boda, cuando el sacerdote le pregunta si lo acepta como marido, contesta: «Quizá quiero, quizá no quiero».
Se trata de un cuento divertido que Palma explota para informar a sus lectores, mediante la contextualización, sobre ciertos episodios importantes de la historia colonial: sublevaciones indígenas, las guerras civiles entre los conquistadores, la política seguida por la corona para —26→ restablecer el orden, las maniobras políticas de las élites incaicas. Así el divertimiento sirve como pretexto para crear una conciencia de los acontecimientos históricos que moldearon la sociedad peruana. Pero encima de eso la estrategia narrativa invita a los lectores a apropiarse del pasado como herencia suya y al mismo tiempo a disociarse de él.
Por un lado, el relato acusa características del folletín, el precursor decimonónico de la telenovela. Perico Bustinza, el primer marido de Beatriz, es uno de los arquetipos del género, el héroe que pasa de los andrajos a la riqueza. Llega al Perú sin otro haber que su atractivo, su astucia y su coraje, pero en recompensa de sus servicios en la campaña contra Inca Manco se le asciende a capitán y se le concede la mano de doña Beatriz, un partido que le aporta una inmensa riqueza y una gran influencia entre las élites indígenas. Por su parte Beatriz es otra figura arquetípica del género, la pobrecita rica. Además de ser noble y acaudalada, es bella, lozana y cariñosa. Pero se ve acosada por la desgracia, primero, al perder a un marido que era todo lo que una mujer pudiera desear y, después, al ser obligada a casarse con un hombre que, aparte de ser poco atractivo, parece interesarse en su fortuna más que en ella. No obstante, como indica su respuesta arrojada a la hora de casarse, no se deja vencer por la adversidad sino que conserva su amor propio y su espíritu independiente. Como en el folletín o la telenovela, nos vemos ante protagonistas gallardos y atractivos que granjean las simpatías del público y lo llevan a identificarse con ellos. Dado que en este caso ese público son los miembros de la clase media, tal identificación halaga su autoestima, ya que les permite sentirse orgullosos de ser descendientes de tales antepasados y herederos de un pasado tan prestigioso.
Pero al mismo tiempo Palma maneja la ironía para establecer una distancia entre sus lectores y los personajes, ya que, en última instancia, éstos son los antecesores de las élites republicanas que han heredado su poder de ellos. Así, el status de Beatriz como heroína queda socavado por su orgullo de aristócrata, el cual la lleva a despreciar a Diego Hernández, no por su fealdad, sino porque fue un vulgar artesano:
Los oficios de sastre y zapatero eran, en el antiguo imperio de los Incas, considerados como degradantes; y así doña Beatriz, que aunque cristiana nueva, tenía más penacho que la gorra del catalán Poncio Pilatos, y no podía olvidar que era noble por la sábana de arriba y por la sábana de abajo, pues por sus —27→ venas corría la sangre de Huayna-Capac, dijo muy indignada a Diego Centeno:
Hame agraviado vuesa merced proponiéndome por marido a un ciracamayo (sastre).
(39)8
Asimismo, Perico se ve satirizado por darse aires al ser ascendido:
Por supuesto, que desde ese día se hizo llamar don Pedro de Bustinza, y tosió fuerte, y habló gordo, y se empinó un jeme, y no permitió que ni Cristo padre le apease el tratamiento.
(38)
Aquí Palma invita a sus lectores a reírse no sólo de los personajes sino de las pretensiones de las élites republicanas. Es más, rebaja tales pretensiones insinuando que la aristocracia republicana no es sino la descendencia de una pandilla de arribistas presuntuosos como Perico. Y, mediante la figura de Diego Hernández subvierte la mitología que representa a los conquistadores como nobles héroes de una gloriosa epopeya. Retrata a Hernández como un hombre tan codicioso que está dispuesto a renunciar a sus derechos de marido con tal de apoderarse de la fortuna de su mujer y, sobre todo, le deja sin ápice de grandeza al insistir en su fealdad:
Por lo feo, podía Diego Hernández servir de remedio contra el hipo.
(39)
Como hemos visto, el relato se basa en un juego entre la identificación y el distanciamiento. Este juego continúa en el desenlace, el cual lleva un mensaje subliminal. En un giro final Beatriz se entrega a su marido y termina siendo madre de sus hijos. Diego es un personaje poco atractivo, pero granjea las simpatías de los lectores cuando se revela que lo que lo perjudica no es su fealdad sino su origen modesto, con lo cual se convierte en representante de la clase media. Por eso, en cuanto —28→ Beatriz como princesa incaica viene a ser una metáfora del Perú, su eventual entrega a su humilde marido insinúa que tarde o temprano la nación ha de pertenecer a la clase media.
Como dije al principio, Palma escribe desde la perspectiva de un demócrata liberal del siglo XIX: se disocia de los abusos de la Conquista, retrata a los incas en términos respetuosos, critica la explotación de los indios, denuncia la esclavitud y la discriminación racial. Sin embargo, como he querido demostrar, conceptúa a la clase media limeña como el núcleo de la sociedad peruana y otros sectores ocupan una posición marginal en su modelo de la nación. Pero si su versión de la historia privilegia a su propia clase, esto ha de verse en contexto. Es un lugar común que la historia la escriben los vencedores y tal es el caso del Perú, donde la colonización española se veía legitimada por la versión española de la Conquista y donde, después de la Independencia, la legitimidad de las élites hegemónicas seguía basándose en jerarquías sociales y raciales arraigadas en la experiencia colonial y convalidadas por esa misma versión de la historia. Pero ya en las primeras décadas del siglo XVII escritores como Felipe Guamán Poma de Ayala y el Inca Garcilaso de la Vega buscaban promover la causa de su respectiva clase dentro del nuevo orden colonial cuestionando la interpretación española del pasado y escribiendo la historia desde una perspectiva indígena o mestiza9. Desde entonces diversos grupos han recurrido a la estrategia de manipular la historia para negociar un lugar en la sociedad nacional. En las últimas décadas este proceso ha culminado en la obra de novelistas como Cronwell Jara y Miguel Gutiérrez, que han pretendido legitimar la emergencia de los sectores populares escribiendo una historia en que las masas subalternas figuran como protagonistas10. De hecho, las Tradiciones peruanas forman parte de un proceso dinámico y continuo en que distintos sectores compiten por abrirse un espacio y manejan la historia para legitimarse. Como el primer ejemplo de esta tendencia en la época republicana, las Tradiciones inician la evolución hacia una sociedad más abierta.
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