Ricardo Palma, cronista de la Inquisición1
El tema de la actividad censora y punitiva del tribunal del Santo Oficio de la Inquisición, con sus fundamentales repercusiones en el ámbito de las mentalidades, las relaciones humanas y aun la estructura financiera de la sociedad colonial, sigue atrayendo intensamente a los estudiosos del virreinato del Perú y de la América hispana en su conjunto. La floración de nuevos aportes, enfoques y metodologías es tan grande, no sólo en nuestro país, sino también en el extranjero, que difícilmente se puede sostener la mirada sobre todo aquello que conforma el afán revisionista de la historia del Santo Oficio. Esta renovación historiográfica se debe en gran parte a la exploración y tratamiento psico-social que han merecido los documentos inquisitoriales, en tanto que expresión del llamado «tercer nivel» de los hechos históricos. Los estudiosos de las últimas décadas han incorporado, además, el examen de la burocracia inquisitorial, de las actitudes mentales y de los perfiles étnicos, profesionales y de género de los encausados, entre otras dimensiones2.
Poniéndose simbólicamente a la vanguardia de esta crítica e innovadora corriente, ya en los años sesenta del siglo XIX el ilustre tradicionista Ricardo Palma, por entonces joven periodista y hombre de convicciones liberales que había sufrido destierro en Chile, exploraba en el Archivo y Biblioteca Nacional de Lima los vetustos legajos del tribunal del Santo Oficio de la Inquisición. Al realizar este ejercicio de investigación histórica, se acercaba a los documentos -según lo describe Mario Vargas Llosa- «con ojos de artista y creador de ficciones»3. La obra palmiana fue editada por primera vez con el título de Anales de la Inquisición de Lima; estudio histórico, Lima: Tipografía de Aurelio Alfaro, 1863 (xv + 104 + xxii páginas), y obtendría luego el privilegio de ser reeditada varias veces, según tendremos oportunidad de detallarlo en esta contribución4.
1. Fundamentos institucionales del Santo Oficio
Es preciso recordar que la puesta en marcha de la Inquisición española a fines del siglo XV, con sus peculiares características de «modernidad», fue motivada por la presión que ejercieron miembros de la aristocracia y el alto clero sobre los Reyes Católicos para combatir un supuesto peligro derivado del ejercicio de tradiciones judías. En la especial concepción de la monarquía castellana y aragonesa, el tribunal del Santo Oficio era un órgano de composición mixta, tanto laico como eclesiástico, y dependiente del Estado. No era en rigor ni una policía de seguridad ni un servicio de espionaje, pero su accionar estuvo condicionado -como el de cualquier otra institución- por circunstancias políticas, ideológicas, personales y económicas. Los procedimientos del Santo Oficio se rodeaban de secreto y de misterio, coadyuvando así a la creación de algunos mitos que todavía perduran5.
El establecimiento de la Inquisición en el Perú, y en el resto de la América hispana, no obedeció únicamente al interés de perseguir las manifestaciones de heterodoxia y controlar la moral, sino formó parte de un ambicioso proyecto político lanzado por el rey Felipe II en la década de 1560, con el objetivo de robustecer el poder de la Corona en las colonias indianas6. Sabido es que la creación de los tribunales de la Inquisición de México y Lima se resolvió en el curso de la Junta Magna, celebrada en la corte real en el año 1568, bajo la presidencia del omnipotente cardenal Diego de Espinosa. El Santo Oficio fue visto como la institución más adecuada para imponer la vigilancia sobre las costumbres y el control sobre las desviaciones ideológico-políticas. En este contexto se propuso que el quinto virrey del Perú, don Francisco de Toledo, y la Inquisición actuaran conjuntamente para garantizar el principio de autoridad estatal7.
Sumariamente, los factores explicativos del comportamiento diferencial de la Inquisición en Hispanoamérica serán dos: la lejanía de la metrópoli -vale decir, del Consejo Supremo- y el gigantismo de los ámbitos jurisdiccionales asignados a cada tribunal. De aquí surgirán, conforme lo sugiere Bartolomé Escandell Bonet8, los caracteres peculiares más significativos del Santo Oficio en las Indias: (a) un ritmo procesal reducido; (b) una presión censora intencionalmente limitada; (c) un grado elevado de privatización de las funciones; (d) una regular extralimitación en el uso de la jurisdicción inquisitorial; (e) un régimen más laxo en observancias reglamentarias; y (f) una más amplia discrecionalidad de los jueces y mayor independencia en materia procesal. Entre las cualidades extraordinarias de la Inquisición americana se encuentran la facultad de ejecutar sentencias sin previa ratificación del Consejo Supremo y la equivalencia de votos de los consultores letrados y teólogos9.
Examinando en detalle la actividad procesal del Santo Oficio limeño durante sus 250 años de labor (1570 hasta 1820), se aprecia un movimiento de regresión paulatina, el cual se hará todavía más acentuado durante el siglo XVIII, «en que la decadencia y esclerosis institucional es un hecho generalizado e irreversible». De un cotejo de las estructuras delictivas entre la Inquisición de Lima y aquellas que existieron en la metrópoli, resulta que el tribunal peruano brinda unos promedios inferiores en todos los tipos de crimen, salvo en los de bigamia, solicitación de religiosos y prácticas supersticiosas. Tal hecho se explicaría -según Escandell Bonet, a quien estamos citando- porque «las condiciones americanas, en general, favorecen la posibilidad de una vida más libre y unas conductas morales más laxas»10.
Se puede decir que fue el insigne erudito José Toribio Medina quien, a finales del siglo XIX, abrió con sus estudios sobre la Inquisición americana la vía de la sociología religiosa retrospectiva. El investigador chileno consultó los papeles guardados por entonces en el Archivo General de Simancas y emprendió a base de ellos una historia objetiva del Santo Oficio, respetuosa de la cronología de los propios documentos. Lo que Medina utilizó fue la parte correspondiente a los tribunales de distrito de México, Cartagena de Indias y Lima entre las actas del Consejo de la Suprema Inquisición, y especialmente las relaciones o resúmenes de las causas de fe11.
Bastante tiempo más tarde, en el prefacio a la reedición de la Historia del tribunal del Santo Oficio de la Inquisición de Lima (1887/1956), Marcel Bataillon comentaría en tono entusiasta que con una explotación exhaustiva del rico filón acopiado por Medina se lograría «penetrar en la intimidad de la conciencia americana durante los siglos de su incubación»12. Sin embargo, el gran hispanista francés no tuvo en cuenta la importancia de los quinientos y tantos volúmenes del archivo del Santo Oficio limeño que se guardan desde 1890 -tras la infausta guerra del Pacífico- en el Archivo Nacional de Chile. Sin haber revisado directamente estos fondos, Bataillon señalaba con el mayor desparpajo: «En realidad, los documentos originales de la Inquisición limeña que hoy se conservan en el Archivo Nacional de Santiago son unos pocos pleitos fiscales o competencias, suma poco menos insignificante que la que queda en el Archivo Nacional del Perú...»13.
2. Los «Anales» de la Inquisición según Palma
Al salir originalmente en letras de molde, los Anales de la Inquisición de Lima trataban en siete capítulos sobre los hechos y personajes más sonados del Santo Oficio limeño, desde su instalación en 1570 hasta el momento de su primera abolición, en 1813, por efecto de las disposiciones liberales de las Cortes de Cádiz. Sin mayor afección hacia la estricta verdad de los hechos, esta temprana obra palmiana revela las cualidades de sabroso cronista de su autor. Ella nos ofrece una contextualización a veces real y a veces ficticia de los sucesos, aplicando estrategias propias de la narración literaria para dar verosimilitud al relato histórico. El mismo don Ricardo Palma entendía que los Anales representaban sólo un armazón o recopilación de datos con que componer después un estudio más sólido:
Estos «Anales» son la armazón de un libro filosófico-social que otro, más competente, escribirá. El autor se conforma con que no se le niegue el mérito de haber pacientemente acopiado los datos. La tela y los materiales son suyos. Que otro pinte el cuadro14.
Hay que reconocer el humor especial con que Palma tiñó cada uno de sus escritos de trasfondo histórico, sin que sea factible (ni relevante) trazar en ellos una línea divisoria entre la verdad y la ficción. De este modo, lo que podríamos llamar críticamente «intromisión imaginativa» del autor se transforma, por la magia de la creación, en el sustento más importante de su relato. Según ha comentado el antropólogo e historiador Luis Millones, prologuista de la moderna reedición de los Anales de la Inquisición de Lima lanzada por el Congreso de la República del Perú (1997), «sombrías y fúnebres como son las páginas sobre cualquier aparato represor, don Ricardo supo ponerles la pimienta necesaria para que las torturas y los hierros se iluminen con una ácida sonrisa»15.
Está claro que la lectura de los papeles originales del Santo Oficio inspiró a Palma en la composición posterior de muchas de sus sabrosas tradiciones sobre la época virreinal. De acuerdo con la lista provisoria que ofrece Millones, la documentación inquisitorial alentó en él una serie de piezas como Entrada de virrey (2.ª serie de las Tradiciones, 1883), Un reo de Inquisición (3.ª serie, 1883), La misa negra (4.ª serie, 1883), El ombligo de nuestro padre Adán (4.ª serie, 1883), Los judíos del prendimiento (5.ª serie, 1883) y Zurrón-currichí (5.ª serie, 1883). Además, podemos agregar para fechas posteriores estos textos: El archivo de la segunda Inquisición (en Ropa vieja, 7.ª serie de las Tradiciones, 1889), Historia de la Inquisición (ibidem, 1889), y Supersticiones de los peruanos (en Ropa apolillada, 8.ª serie de las Tradiciones, 1891)16.
A decir verdad, la evocación del cronista se presenta bastante desordenada, aunque contiene multitud de datos sobre la actuación de los inquisidores limeños, incluyendo los procedimientos judiciales y torturas que se aplicaban en el tribunal, extractos de documentación importante y resúmenes de los autos de fe. De manera particular se detiene Palma (capítulo III) en el proceso de la «iluminada» Ángela Carranza, una criolla natural de Córdoba del Tucumán, quien fuera juzgada por la Inquisición de Lima entre los años 1689 y 1694. No ha sobrevivido un diario místico de más de siete mil hojas que, se dice, escribió la Carranza sobre el tema de la Inmaculada Concepción de María; pero lo cierto es que fue sometida a una extensa y minuciosa pesquisa, con participación de unos 130 testigos, los cuales la acusaron de embustera, blasfema, hereje, ilusa, aliada del demonio, etc.17
En años recientes, las historiadoras Ana Sánchez y María Emma Mannarelli se han propuesto reconstruir la historia de aquella famosa iluminada, excusando la pérdida (o destrucción) de la mayor parte de sus documentos. El testimonio que sí ha sobrevivido, entre las relaciones de causas de fe guardadas hoy en el Archivo Histórico Nacional de Madrid, es un compendio de cien hojas escrito por el inquisidor Francisco Valera. Se ha dicho que esta fuente privilegiada requiere, entre otros, de un tratamiento psicológico, a fin de interpretar los rasgos de extravagancia, desnudez, sexualidad, sueños y delirios que allí se atribuyen a Ángela Carranza18.
El hecho es que esta mujer desarrolló una intensa comunicación con Dios, siendo acompañada en la mayor parte de su experiencia mística por confesores y guías espirituales de la orden de San Agustín, y fue tenida por un sector de la población de Lima -ciudad adonde se trasladó siendo ya adulta- como maestra y doctora. Se dice que la beata cordobesa mantenía vinculación con un Cristo humanizado hasta los extremos, en una relación cargada de erotismo y carnalidad. Su experiencia apelaba al mismo tiempo a lo emocional y lo corpóreo, guardando una simbología que parecía responder tanto a la sensibilidad de la época como a la devoción propiamente femenina19.
3. Al rescate de la «segunda» Inquisición de Lima
Muchos otros casos notables en la historia inquisitorial del extenso virreinato del Perú son tratados en los Anales de don Ricardo Palma, como por ejemplo la debatida causa de herejía contra el fraile dominico Francisco de la Cruz (ejecutado públicamente en 1578), el proceso de la «gran complicidad» que afectó a los más ricos comerciantes judeo-portugueses de Lima en la primera mitad del siglo XVII (auto de fe de 1639) y el sensiblero caso de la judaizante María Francisca Ana de Castro, la última persona en ser condenada a morir en la hoguera por sus convicciones religiosas (1736)20. Pasando por encima de estas informaciones, quisiera referirme aquí a un jugoso capítulo adicional, que don Ricardo insertó en su obra luego de la pérdida de gran parte de los expedientes originalmente vistos por él en la antigua Biblioteca Nacional de Lima. Bien sea apelando a un argumento típicamente novelesco, o dando cuenta de un hecho real ocurrido en esta capital, lo interesante es que el autor señala orgullosamente:
Cuando creíamos no encontrar ya nuevos datos de importancia que añadir a estos «Anales», la casualidad puso en nuestro poder un manuscrito de setenta y cuatro pliegos, el cual había sido vendido en un bodegón, al peso de papel, junto con otros legajos, por un soldado en el año (aciago para el Perú) de 1881. [...] Titúlase el cuaderno, que conservamos como oro en paño, «Índice de registros que contiene los denunciados desde el año 1780». Que este manuscrito perteneció al archivo de la Inquisición, es indudable...21
Tomando como fundamento ese valioso expediente, Palma se abocó a examinar las labores de la llamada «segunda Inquisición» de Lima, vale decir, aquella que fuera restaurada por el gobierno absolutista de Fernando VII y que se dedicó a combatir la propaganda de las ideas liberales, «hijas de la Revolución y del siglo»22. La cronología exacta respecto al cierre momentáneo del tribunal del Santo Oficio y su posterior reapertura, la tomamos de los papeles originales de la secretaría que guarda el Archivo Nacional de Chile. Sabemos por esta vía que al producirse la suspensión oficial, el 31 de julio de 1813, ejercían los cargos directivos de la institución: el licenciado Francisco Abarca, como inquisidor decano, el doctor Pedro de Zalduegui, como inquisidor segundo, y el doctor José Ruiz Sobrino, como fiscal23.
En el inventario de las pertenencias de la Inquisición, formado el 5 de agosto siguiente, se detalla el mobiliario que se encontraba en la portería, en la sala principal de audiencias, en el cuarto de tránsito al secreto y en la cámara del secreto (lugares todos que se pueden visitar hoy día en el Museo de la Inquisición de Lima). Pero el suceso más grave tuvo lugar el 3 de septiembre de 1813, cuando una incontenible turba popular asaltó, incentivada por el ambiente libertino de aquella coyuntura, las habitaciones, oficinas y cárceles del extinguido tribunal. Este hecho parece haber sido instigado por un columnista anónimo que, en el periódico El Investigador de Lima (19 de agosto de 1813), propuso al ayuntamiento la urgencia de eliminar el archivo de las causas de fe del Santo Oficio, donde se contenían las pruebas de las investigaciones realizadas eventualmente a los padres, tíos, abuelos y demás antepasados de los habitantes de la ciudad24.
Por efecto de las disposiciones liberales de las Cortes de Cádiz, pues, quedó «perpetrado el siniestro con la invasión del local por las turbas, que aventaron, sustrajeron o dispersaron con la estulticia propia de su incivilidad tan rico caudal informativo», según ha escrito Guillermo Lohmann Villena25. Y esto a pesar de las diligencias que enseguida se practicaron para recuperar los libros, papeles y muebles sustraídos por la plebe. Este procedimiento fue encargado al intendente de la provincia de Lima, Juan María de Gálvez, y a uno de los vocales de la Diputación Provincial, Francisco Moreyra y Matute, quienes tomaron declaraciones al nuncio y al alcaide de las cárceles de la Inquisición, sólo para confirmar que en la antigua cámara del secreto «no se encontró cosa alguna, sino absolutamente vacías las alacenas y estantes, destrozados los muebles y demás utensilios...»26.
Restaurado al trono tras ser expulsados los invasores franceses de la Península Ibérica, Fernando VII expidió el 21 de julio de 1814 un real decreto mandando restituir y poner nuevamente en funciones el Consejo de la Suprema Inquisición y todos los tribunales de distrito que existían en sus dominios. Señalaba como justificación que el Santo Oficio había prevenido a la nación española de contaminarse de errores religiosos y había garantizado, en cambio, el florecimiento de hombres notables en letras, santidad y virtudes27. Así fue que el 16 de enero de 1815 quedó reinstalada la Inquisición de Lima, teniendo como responsables a los mismos funcionarios que sólo un año y medio atrás habían presenciado su clausura y asalto: Abarca, Zalduegui y Ruiz Sobrino.
En los últimos cinco años de actividad (hasta su definitiva supresión por mandato de las Cortes del 9 de marzo de 1820, bajo el influjo liberal del general Riego), el tribunal del Santo Oficio continuó la persecución de las brujas y hechiceras, de las personas tenidas por ilusas y supersticiosas, y de los religiosos acusados de solicitación amorosa en el confesionario. Pero las penas que se resolvieron para estos delitos fueron bastante moderadas, virtualmente una sombra o remedo de las épocas anteriores de encarnizada represión y tormento. Quizá lo más interesante se encuentre en un edicto de 1816 que mandaba perseguir y castigar a los francmasones de estos reinos, así como en las numerosas causas abiertas por la lectura de libros prohibidos, aquellos que difundían las ideas racionalistas y liberales28.
Por otra parte, desde la edición madrileña de los Anales publicada en 1897, Palma incluirá en esta obra un ensayo titulado Supersticiones de los peruanos (páginas 235-248), donde aborda las creencias y ritos tradicionales de la población nativa. En este punto, debemos tener en cuenta que el Santo Oficio -aunque formalmente estaba limitado sólo al ámbito de la «república de españoles», vale decir a blancos, mestizos y negros- no evadió la tarea de corregir la espiritualidad de los súbditos aborígenes, pues vigilaba las prácticas religiosas de los indios que residían en zonas urbanas. De hecho, no era raro que los curanderos o adivinos habitantes en ciudades como Lima, Cuzco o Potosí mezclasen, en sus conjuros y ceremonias, elementos típicos de los rituales andinos (incluyendo la atribución de poderes sobrenaturales a la coca)29.
4. Ricardo Palma, entre la verdad y la ficción
Por las evidencias que hemos acumulado, y por el propio hecho de que los Anales de la Inquisición de Lima quedaran integrados al conjunto de su obra mayor, se hace pertinente considerar esta «crónica» a la luz de ese género tan representativo de Palma -la tradición-, que recoge de manera excepcional las esencias de nuestro pasado, nuestra cultura y nuestra identidad patria. Es un hecho que las tradiciones combinan de manera singular la historia con la literatura, el fondo de verdad con el ingenio creador, y así nos remiten directamente a los debates más candentes de la posmodernidad, en que se discute sobre los límites entre realidad y ficción y sobre las estrategias discursivas del enunciador30. Los más ortodoxos en el uso y valoración de las fuentes verán probablemente con reparo un intento como este, que parece atribuir a las Tradiciones peruanas una gran confiabilidad y certeza en el manejo de los datos históricos. Pero no reside allí por cierto la fortaleza de esas narraciones, y esto ya lo reconocía claramente el propio autor31.
Bien sabemos que las deliciosas anécdotas y consejas transmitidas por don Ricardo han de salir mal paradas de cualquier cotejo con una reconstrucción histórica hecha bajo parámetros de rigor y seriedad documental. El profesor norteamericano Merlin D. Compton, en una monografía sobre el tema de la historicidad en las Tradiciones peruanas, ha expuesto con varios ejemplos los alcances de la ornamentación, complementación o tergiversación que aplicaba Palma respecto a las fuentes originales32. El hecho es, como escribe Compton, que don Ricardo no escribió «la» historia del Perú, sino su propia historia; a él le encantaba el pasado, pero no podía llevarlo a la hoja escueto y desnudo de interés, o sea, de revestimiento estético33. Para completar esta idea, citemos a Palma en una frase singular y directa: «La historia es una dama aristocrática, y la tradición es una muchacha alegre...»34.
Pues, entonces, volvamos sobre esa dama aristocrática de la Historia, a la cual en los últimos decenios se ha pretendido vestir con un ropaje cada vez más natural, propio de la vida cotidiana, más accesible a nuestra imaginación y nuestro entendimiento. Optar por esta clase de aproximación, incorporando la noción del imaginario, de acuerdo con los postulados de la moderna historia antropológica y de las mentalidades (desarrollada sobre todo en Francia, Inglaterra y Estados Unidos), significa aprovechar las mejores esencias de la obra palmiana. Ella es reflejo de una simbología y una mitología popular por la que transitan imágenes, representaciones, artificios, utopías y demonios que constituyen el sustrato vivencial de una y varias generaciones35.
Pensemos que don Ricardo nace sólo una década después de instaurada la República del Perú, con lo cual alcanzó a compartir su mundo infantil y adolescente -tan cargado naturalmente de imágenes y leyendas- con personas, de su entorno familiar o no, que habían vivido a plenitud la vida política, social y cultural del Virreinato. Al constituirse en reflejo de esa herencia colonial, Palma representa para nosotros un puente excepcional hacia el imaginario popular de tiempos anteriores36. Si bien su reconstrucción de hechos, lugares y nombres puede estar viciada por algunos errores involuntarios, o por tergiversaciones deliberadas, las Tradiciones peruanas (y con ello también los Anales de la Inquisición de Lima) interesan como expresión de un universo mental que nos ayuda a comprender las experiencias y las condiciones humanas de ese pasado, no tan remoto todavía para nuestro autor.
Por lo demás, si alguien quisiera insistir en las prevenciones con que se debe manejar esa clase de testimonios, de forma y estética propiamente literarias, podríamos replicar con las puntualizaciones de las más recientes generaciones de historiadores y epistemólogos -como Hayden White, Adam Schaff o Michel de Certeau-, que se plantean críticamente el problema de la Historia en tanto que representación mediatizada del pasado37. Según ellos, la tarea del buen historiador consiste en armar con una serie de retazos el «traje de Clío», esto es, un cuadro cabal e inteligible, en el cual se combinen los vestigios del pasado de acuerdo a un orden lógico y a un escrupuloso respeto por las fuentes, ya sean estas textuales o tangibles. Si asumimos bajo tales presupuestos a don Ricardo Palma, lo habremos salvado del desdén con que ciertos estudiosos pretenden mirarlo en nombre de una aséptica (e inexistente) verdad histórica.
En consecuencia, no es propósito mío determinar cuánto hay de verdad o de mentira en las tradiciones que se dedican a los personajes y sucesos propios de la historia inquisitorial; más me atrae la idea de rescatar ese mundo imaginario con el fin de brindar una existencia más cálida a los acartonados formularios y desvaídos pergaminos de antaño. Hace ya muchas décadas, en su ensayo sobre El proceso de la literatura, José Carlos Mariátegui celebraba el espíritu irreverente y heterodoxo de Palma, su filiación democrática y su posición de «medio pelo» dentro de la sociedad colonial38. Claro está que don Ricardo fue un tradicionista, porque echó mano del acervo popular para rescatar imágenes y leyendas bien arraigadas en la colectividad. Pero no fue un tradicionalista -como bien lo distingue Haya de la Torre- porque no pretendió el retorno al pasado, a esa situación entre decadente e injusta que sus narraciones delataban39.
Podemos concluir afirmando que no se puede entender cabalmente la historia del Perú sin recurrir a las tradiciones de Palma y a su cúmulo de imágenes, noticias y opiniones. Del mismo modo, no se puede entender cabalmente las Tradiciones peruanas sin recurrir al venero de la historia documental y formalmente elaborada. Por esta mutua e íntima vinculación con nuestro pasado, nuestra cultura y nuestro imaginario popular, la obra palmiana significa una fuente histórica de primera importancia y un elemento consubstancial a la identidad colectiva de los peruanos.
5. Una novela (y varias más) sobre la Inquisición
De cualquier manera, no es ninguna novedad que la actividad punitiva y los testimonios documentales del Santo Oficio de la Inquisición sirvan como fuente de inspiración a las (re)creaciones literarias. En este acápite quisiera referirme a un libro de Paul Morand, el importante escritor, diplomático, académico y viajero parisiense, que apareció originalmente en 1947 con el título de Le dernier jour de l'Inquisition (= el último día de la Inquisición)40. Lo interesante de esta narración es que se halla ambientada en la ciudad de Lima durante los años iniciales del siglo XIX, todavía bajo el dominio colonial español, y tiene como episodio nuclear el asalto de la turba popular a la sede del tribunal de la Inquisición, que ocurrió en septiembre de 1813, tal como lo hemos referido más arriba41.
Se puede decir que Paul Morand (1888-1976), hombre de vida desenvuelta y mundana, infatigable explorador de tierras, razas y culturas, cubre todo un capítulo de las letras francesas en el siglo XX. Llegó a ser embajador del gobierno colaboracionista del mariscal Pétain en Rumania y Suiza durante la segunda guerra mundial, razón por la cual debió marchar al exilio una vez acabada la contienda. Su vasta producción impresa abarca más de sesenta libros y cubre prácticamente todos los géneros: novela, relato breve, poesía, teatro, sátira, crónicas de viaje, biografías, ensayos literarios e históricos, y hasta un diario íntimo.
En la primera mitad de los años 1930, Morand hizo una visita a América del Sur y recorrió entonces -según evoca Raúl Porras Barrenechea- algunos lugares del Perú, recogiendo una serie de leyendas, imágenes y testimonios históricos42. Así estaría en capacidad de redactar enseguida sus impresiones de viaje, en el volumen Air indien, París: Bernard Grasset, 1932 (268 páginas). Varios años más tarde, residiendo como exiliado en Suiza, compuso la novela que refleja los sentimientos de su visita al antiguo local de la Inquisición de Lima, que en aquella sazón -estando aún inconcluso el majestuoso Palacio Legislativo- albergaba al Senado de la República.
Ya hemos dicho que la narración incluye, en el último de sus cuatro largos capítulos, el sonado asalto de la turba popular a la sede del tribunal del Santo Oficio, luego de que las Cortes de Cádiz anunciaran oficialmente su derogación. Sobre este telón de fondo, la pluma ingeniosa de Morand encuentra más de una ocasión para ofrecer sabrosas pinceladas de la vida colonial limeña. Se refiere, por ejemplo, al opresivo clima nebuloso del invierno (en una ciudad donde nunca llueve), a la coquetería de las mujeres tapadas con velos y a la solemnidad de los «autos de fe», en los cuales eran públicamente castigados los reos de la Inquisición. Se ha afirmado en general que dos virtudes básicas salvaron al literato francés de las rémoras del ilusionismo y de la subjetividad exagerada: una curiosidad sin límites y una intuición genial, según tendremos oportunidad de apreciarlo al desenredar el hilo de la madeja argumentativa.
Alonso se llama el enunciador de este relato que nos interesa. Se trata de un prisionero capturado por la Inquisición a causa de una falta aparentemente menor, pero que resulta esencial por su desempeño como interlocutor e investigador de la espiritualidad de su compañero de celda, don Esteban, cuya atormentada vivencia conduce la trama novelesca. Con justa razón han visto en Le dernier jour de l'Inquisition algunos críticos modernos -como Michel Collomb y Jacques Lecarme- una pieza de introspección psicológica, un fulgurante viaje al interior de la mente humana43. Nos hallamos aquí frente un análisis crudo, existencial, que muestra el antagonismo de las dos herencias culturales y religiosas del Perú reunidas en una misma persona, a quien reducen a un estado de desesperación y locura.
Y es que don Esteban aparece como un hombre sometido al influjo de creencias y ritos tradicionales andinos (pues descendía de un importante linaje quechua) y al mismo tiempo abierto a las nuevas ideas filosóficas de Bayle y Voltaire, cuyas obras había leído clandestinamente. Este mestizo acriollado se encuentra turbado, además, por la convicción de sufrir los engaños de su hermosa mujer, al punto de creer que fue ella quien lo denunció veladamente a las autoridades del Santo Oficio. Ante este dramático panorama, preso de confusión ideológica y sentimental, el protagonista es guiado al camino de la salvación por los jueces calificadores de la Inquisición, quienes le someten cada noche a un refinado interrogatorio, al modo de un «lavado de cerebro». De tal manera se produce el aparente triunfo de la fe católica, en la medida en que don Esteban crea una vinculación afectiva y dependiente respecto a los jueces44.
En el notable relato sobre el asalto popular a la Inquisición resuenan las vivas a la libertad y la destrucción de los papeles, muebles y símbolos religiosos. Se podría ingenuamente pensar que esto significa un final feliz para la novela, pero la complejidad de la situación es tan grande que ni Alonso ni don Esteban encuentran una casa donde pasar la noche y deciden volver a dormir en el saqueado inmueble...45. El desenlace termina por desautorizar el poder divino de la Inquisición y sellar el naufragio espiritual de los protagonistas, en lo cual se revela el talante de un hombre como Paul Morand, amante de la burguesía y del liberalismo y contrario a todo sistema estatista, centralizante y opresivo.
* * *
Lo que nos interesa mayormente de la obra glosada, Le dernier jour de l'Inquisition (que todavía no ha sido editada en lengua castellana), es esa punzante dialéctica de elaboraciones mentales, casi una suerte de examen psicoanalítico, que coloca a esta pieza escrita hace más de medio siglo a la vanguardia de las novelas y estudios contemporáneos sobre las implicancias psico-históricas del gran tribunal de la fe. La propia materia inquisitorial, sobre todo en lo que respecta a la persecución y exterminio de los «marranos» o judeo-conversos, ha inspirado entre otras las relativamente recientes novelas de la mexicana Angelina Muñiz (Tierra adentro, 1977), del argentino Pedro Orgambide (Aventuras de Edmund Ziller en tierras del Nuevo Mundo, 1977), del brasileño Moacyr Scliar (La extraña nación de Rafael Mendes, 1983), del mexicano Homero Aridjis (Vida y tiempos de Juan Cabezón de Castilla, 1985), y del argentino Marcos Aguinis (La gesta del marrano, 1991)46. Esta afiliación con la moderna novela histórica latinoamericana demuestra la permanente vigencia del tema de la Inquisición, que ha sido recobrado en función de sentidas identidades étnicas y culturales y de un renovado interés por comprender la construcción de nuestra historia desde abajo: camino que fuera desbrozado ya en el siglo XIX por don Ricardo Palma, como abanderado de honor, a través de sus Anales de la Inquisición de Lima.
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