Caracterización del párrafo histórico en la obra de Ricardo Palma
Isabelle Tauzin Castellanos
Uno de los rasgos más embarazosos de las Tradiciones peruanas es el exceso de datos históricos que irrumpen en medio de la ficción, sobretodo en el «parrafillo histórico» que distingue la Segunda serie1. Este malestar en la lectura ha generado un descuido culpable de la crítica hacia esta parte a primera vista heterogénea. ¿Cómo fue pensada por Palma? ¿Cómo se organiza? ¿Qué papel desempeña? Es lo que vamos a tratar de aclarar interesándonos tanto por la presentación externa del párrafo histórico como por su contenido y cometido.
1. El contexto de la segunda serie
La importancia que Palma otorga al «parrafillo histórico» se puede deducir de una leve comparación entre las dos primeras series: la segunda es publicada después de un verdadero proceso de maduración y conforma un libro unitario enraizado en la Historia mientras que la primera es una simple yuxtaposición de textos reunidos para aprovechar una oportunidad editorial del gobierno de Balta. A modo de prólogo de la Segunda serie escribe:
es mi libro, bien mirado
lecciones que da el pasado al presente y al porvenir2
parece temer una acusación de plagio:
La muchedumbre infatuada
no ve serena jamás
a los que, entre los demás
se elevan media pulgada.
Y en sanedrín literario
grita a aquel que sobresale:
-¡A ése, a ése! ¡Dale! ¡Dale!
¡fuera el vil! ¡Fuera el plagiario!3
De hecho en la Segunda serie trata de conciliar dos imposibles: la divulgación científica de los conocimientos históricos y la satisfacción de un amplio público de neófitos. Ya en 1872, Palma ha delineado su proyecto que debe ser a la vez político, histórico y literario; en el preámbulo de «Un virrey y un arzobispo»4 ha recalcado que tiene por meta la americanidad, es decir la independencia cultural del continente y la valoración de todo lo americano:
La época del coloniaje, fecunda en acontecimientos que de una manera providencial fueron preparando el día de la independencia del Nuevo Mundo, es un tesoro poco esplotado por las intelijencias americanas. [...] Lo repetimos: en América la tradición apenas tiene vida5.
El tema literario que ha de inspirar a los escritores en ciernes es la difusión del pasado del continente americano, el rescate del «tesoro» o «venero»6 sepultado. Inspirada en un pensamiento liberal aunque mirando siempre el pasado, esta difusión va orientada hacia el «pueblo»7, en tanto que agente de la historia, productor de los acontecimientos y por desgracia precipitado de modo irreflexivo hacia otros sucesos en la loca carrera del tiempo. La juventud culta debe mediar entre ese pueblo desmemoriado y su pasado. Para concretar esta concepción de una cultura nada elitista sino integradora, se recurrirá a la ficcionalización: «para atraer la [atención] del pueblo creemos útil adornar con las galas del romance toda narración histórica»8. Al fin y al cabo lo fundamental es la Historia, exaltada y reivindicada como base del presente; en este proyecto Palma no está solo ya que comparte el mismo punto de vista el historiador Sebastián Lorente, quien dicta la asignatura de Historia General y prodiga consejos parecidos por los mismos años a los estudiantes sanmarquinos:
Vuestro espíritu crítico podrá comparar con mucho fruto las antiguas Tradiciones con las costumbres subsistentes todavía y con las variadas ruinas, que yacen sepultadas o están esparcidas por la superficie de nuestro territorio9.
Fuera del marco de las tradiciones, precisamente en el momento de publicar la Segunda serie, en 1874, Palma asienta nuevamente su concepción de la historia: el motivo es la publicación de dos obras de historiadores nacionales. Acaba de editarse el libro del Deán Valdivia sobre las revoluciones de Arequipa10; Palma lo condena como carente de objetividad y escrito sin cuidado11; a su juicio, Valdivia es víctima del peligro que amenaza siempre a los que escriben la historia inmediata. En cambio, el tradicionista alaba el primer volumen del monumental diccionario histórico de Mendiburu12, publicado también en 1874. General e historiador, Mendiburu, en vez de interesarse por los movimientos populares efímeros e inmediatos, escribe decenas de páginas consagradas a las figuras prominentes del período colonial; así, reanuda con la más antigua tradición histórica, la de las biografías de varones ilustres, tratando siempre de descartar las fuentes fantasiosas13 y esmerándose en un estilo «claro, correcto y sin pretensiones»14. Como una denegación crítica de sus primeras tradiciones, Palma apunta en el elogio a Mendiburu:
Siempre hemos creído que la fábula y la ficción desnaturalizan la Historia, rebajando en mucho el carácter de severa majestad con que ella debe presentarse revestida15.
Este juicio es revelador de las incertidumbres por las que pasa el tradicionista. Por lo mismo no existe un modelo fijo y definitivo en el tratamiento de la Historia ni siquiera en la Segunda serie sino simplemente continuas variaciones en busca de un patrón ideal.
2. Ubicación del párrafo histórico
La lectura de las tradiciones de la Segunda serie revela una gran diversidad en cuanto a la ubicación textual y al espacio concedido al «párrafo histórico». Palma suele colocarlo después de una primera parte y, además de tener un rol informativo, desempeña el no menos importante papel de crear un suspenso. La tradición «Los polvos de la condesa», que fue según M. Compton16 la primera en incluir la sección «parrafillo histórico», es una muestra caricaturesca de esta búsqueda de la tensión narrativa; después de la frase dramática: «El virrey condujo al sacerdote al lecho de la moribunda» termina el primer capítulo y el segundo empieza con estas palabras inesperadas: «Suspendamos nuestra narración para trazar muy a la ligera el cuadro de la época del gobierno de don Luis Jerónimo Fernández de Cabrera»17. El lector tiene que enterarse del virreinato de Fernández de Cabrera antes de conocer la suerte de la protagonista agónica.
En cambio, pocas veces es desplazado «el párrafo histórico» hacia el final de la tradición: así ocurre en «El corregidor de Tinta» retrasándose lo más posible la información sobre el virrey Jáuregui responsable de la represión contra Túpac Amaru. Quizá por no incluir datos sobre el virreinato de Toledo, la tradición «A Iglesia me llamo» será trasladada en 1883 de la Segunda a la Tercera serie.
Otras veces, cuando el protagonista es virrey se expande el «párrafo histórico» a la totalidad de la narración, enlazándose entonces de modo constante Historia y ficción: «Un virrey y un arzobispo» ilustra esta convivencia entre fabulación e historicidad mediante la cual Palma reanuda con la literatura colonial propensa a tal confusión.
En la Segunda serie, la dimensión histórica está enfatizada de entrada por los subtítulos cuidadosamente agregados a cada tradición. La fórmula repetida «crónica del enésimo virrey» debe reforzar la impresión de fidelidad a la cronología pues aparenta establecer una genealogía entre los virreyes por la simple numeración. Medio siglo después de la Independencia, Palma vuelve a la tradición de una historia de hombres ilustres. La voz «crónica»18 remite a dos antiguas prácticas: las crónicas medievales dedicadas a los reyes de Castilla que Palma extiende a los virreyes19 creando un espejismo de monarquía perulera. También se presenta como heredero de los cronistas de Indias, primeros traductores de la realidad americana. Pero nuestro autor suprime el ordinal impersonal del subtítulo cuando trata de un virrey que se distinguió por alguna peculiaridad («el virrey poeta», «la virreina», «el virrey arzobispo»...). Cumpliendo una función proléptica, el subtítulo anuncia el «parrafillo histórico» que va a tratar del período correspondiente.
Además, una referencia metatextual puede recordar, como un leitmotiv, el proyecto global del escritor: abarcar la totalidad del período colonial20; de esta forma, Palma refuerza la cohesión del conjunto de las tradiciones. Lo ambicioso de su proyecto contrasta con la modestia usada a la hora de exponer los datos históricos, presentados siempre como una «ligera reseña», una «mano de historia» o un simple «parrafillo». De hecho, la humildad sienta bien al literato aprendiz de historiador, tanto más que convive con una generación de auténticos historiadores como Odriozola y Mendiburu, empeñados en la recuperación exhaustiva del pasado colonial. El tono modesto resulta una eficaz modalidad introductoria para dejar la anécdota y proporcionar la información histórica sin asustar al lector más interesado por entretenerse.
El narrador del relato ficticio cede el paso al enunciador de un verdadero discurso cuando se inicia el párrafo histórico; con el fin de facilitar la transición entre fábula e historia, a menudo nuestro orador echa un guiño al público, unas veces apuntando las dificultades encontradas21, otras usando expresiones coloquiales22 o ironizando como en la última tradición23 de la Segunda serie que remata el conjunto de las narraciones con esta fórmula:
¿Y qué virrey gobernaba entonces? Paréceme oír esta pregunta, que es de estilo cuando se escucha contar algo de cuya exactitud dudan los oyentes.
La datación de la anécdota mediante la nominación del virrey produce un «efecto de realidad»24, actúa como una garantía de veracidad para el lector que en el primer medio siglo republicano se ha dado prisa en olvidar los años de dependencia25.
3. El rol de las fuentes
Las referencias bibliográficas también desempeñan un papel de primer plano en esta recuperación del pasado colonial; en la acumulación de fuentes documentales estriba el espejismo de la veracidad. Como lo han apuntado ya varios críticos26, Palma consigue dar la impresión de un gran número de fuentes mediante muy vagas alusiones: «un cronista» o «un historiador» son socorridos medios para burlar la vigilancia del lector. Para el novicio, los nombres de los autores y los títulos citados funcionan como pruebas de la historicidad de las tradiciones.
Un buen ejemplo de esa manipulación nos es proporcionado por la primerísima tradición en que apareció el párrafo histórico, «Los polvos de la condesa». Allí, primero es nombrado el historiador Lorente, autoridad incuestionable como ya lo hemos visto, pero la cita que le corresponde en el fondo no aporta nada27; por metonimia, la garantía del historiador se traslada a todo el «párrafo histórico». Como garantía complementaria son aludidos los Anales de la Inquisición de Lima de Palma28, y así, sutilmente, el enunciador hace hincapié en su anterior labor de historiador. Por fin, otro autor es citado, el duque de Frías, desconocido de la mayoría de los lectores y cuyo solo título nobiliario -duque- cumple un doble rol de autoridad y de adorno en el texto; la desconfianza del lector está aniquilada; burlado, cree que dicha referencia ha sido sacada de un libro de historia29 aunque éste no es en absoluto el fin del Deleite de la discreción y fácil escuela de la agudeza... del duque de Frías, editado en Madrid en 1743. No por eso se ha de poner en duda la totalidad de los asertos de Palma. Lleva a cabo una impresionante labor de recopilación: por ejemplo, en «El peje chico» surgen varios datos históricos30, que no están todos en la Historia del Perú bajo la dinastía austriaca (1542-1598)31 de Lorente32 sino también en Garcilaso33 y en otros cronistas.
Ahora bien la mayoría de las obras antiguas aludidas por Palma no son tan inasequibles como pretende34. Y si el autor de la Colonia más citado y discutido en la Segunda serie es el poeta Peralta35, quizá sea porque en las ambigüedades del escritor dieciochesco percibe Palma las ambivalencias de su propio proyecto literario y el difícil camino entre panegírico, historia y ficción.
Además de las crónicas del Virreinato son señaladas como fuentes del «párrafo histórico» las Relaciones de mando de varios virreyes. Son documentos que tampoco cuesta mucho trabajo consultar ya que han sido reeditadas36 pocos años atrás gracias a la inaudita prosperidad económica de los años 1850 y 1860. Los gobiernos de la época habían intuido la necesidad de fomentar la recuperación del pasado colonial para sentar las bases de la identidad nacional, y Palma supo aprovechar tal coyuntura apropiándose dicho material y transmutándolo en las tradiciones. Por último, Palma cita con la mayor frecuencia a los historiadores contemporáneos, Córdova y Urrutia, Lorente37, Odriozola38 y Mendiburu pues es el momento del nacimiento de la historiografía peruana39 que procura dar un pasado a la joven república; la obra de Palma surge gracias a dicho desarrollo, difundiendo, seleccionando e interpretandolos datos recopilados.
La acumulación de todas esas fuentes, oficiales y privadas, peruanas y españolas, contemporáneas y antiguas, consigue dar una impresión de globalización e historicidad que deja aturdido al lector desprevenido ante tantas pruebas de enciclopedismo.
4. La presentación de los virreyes
Lo más llamativo en la presentación de los virreyes es la enumeración de sus títulos. Esta modalidad dista de ser arbitraria; corresponde a una estrategia discursiva muy pensada. En la versión primigenia de la más antigua tradición de la Segunda serie «Debellare superbos», el enunciador no se detenía en la presentación del virrey40, le faltaba a Palma mucha información histórica, precisamente la que va a ser difundida a partir de los años 1860. Consecuencia de las nuevas fuentes más asequibles, en las tradiciones recopiladas para la edición de 1874 se acumulan los títulos nobiliarios. De modo simbólico, su enumeración figura la entrada solemne del virrey en la capital del virreinato; el principio de la «mano de historia» remeda la portada de una Relación de mando. La reiteración a lo largo de la tradición del trato de «excelentísimo» (con la variante «ilustrísima» para los arzobispos) así como la enumeración de cargos no obedecen a una voluntad de objetividad. Aunque el enunciador parezca ausente, sepultado debajo del fárrago de títulos, no se trata sino de una primera impresión de lectura. Una prueba fehaciente de la subjetividad en la exposición de los datos históricos son las variaciones en la presentación del virrey Toledo entre los apuntes de Lorente y la tradición correspondiente de Palma; Lorente indicaba con un matiz despreciativo:
[Felipe II] nombró Virey [sic] del Perú a su mayordomo D. Francisco de Toledo, hijo segundo del Conde de Oropesa41.
Palma disimula los aspectos negativos del status social de Toledo bajo un ropaje halagüeño, de modo que domina el énfasis:
El excelentísimo señor don Francisco de Toledo, hijo segundo del conde de Oropesa, comendador de Asebuche, mayordomo de su majestad don Felipe II y quinto virrey del Perú tuvo indudablemente dotes de gran político42.
Otro detalle que no está en Lorente es la descripción del escudo de armas de Toledo, en la tradición sirve para realzar la hidalguía del virrey.
Sin embargo, Palma no añora el Virreinato ni merece ser tachado de «colonialista». A la hora de referir la actuación nefanda de algún gobernante todos los títulos de cortesía desaparecen como por arte de magia: en «El justicia mayor de Laycacota» como en «Muerte en vida», como en varias otras tradiciones es eliminado el arcaizante y laudatorio «excelentísimo». La nominación rimbombante, la acumulación de títulos que suelen evidenciar la genealogía del virrey, puede convertirse en expresión negativa de una nobleza heredada y desprovista de méritos personales:
El fanático don Pedro Antonio de Castro y Andrade, conde de Lemos, marqués de Sarriá y de Gátiva y duque de Taurifanco, [...] cifraba su orgullo en descender de San Francisco de Borja [...]43.
El narrador a veces sugiere los defectos del virrey con sólo enunciar su nombre; en el caso de Jáuregui responsable de la represión contra Túpac Amaru un inciso nada inocente advierte: «Jáuregui, apellido que, en vascuence, significa demasiado señor»44. El virrey Armendáriz que sucede al ambicioso arzobispo Morcillo45, es evocado como «marqués de Castellfuerte», se habría ganado el sobrenombre de «Pepe Bandos» por sus pregones conminatorios46. Al transcribir la retahíla de cargos de cada virrey, Palma patentiza el significado de un nombramiento en Lima como culminación de una carrera en las Indias. Orador en vez de relator, el enunciador del párrafo histórico se desentiende de cualquier descripción física47 y sólo apunta la edad del virrey cuando es joven y sin experiencia48 o anciano49 y achacoso.
La esquematización de las biografías de los virreyes también resalta por la descripción al final de la sección histórica, del blasón del virrey aludido. Resulta extraño este interés por la heráldica, tanto más que desde un principio Palma se ha burlado abiertamente de las pretensiones nobiliarias de los limeños50 y ha ironizado: «Para un heraldista ni la honestidad de la casta Susana está libre de calumnia y atropellos»51. Enfrentado a fuentes muy prolijas sobre la nobiliaria52 es probable que le pareciera una manera elegante y arcaizante de rematar la «reseña histórica» y así sumir nuevamente al lector en la ficción. Como en los ángulos superior e inferior de un retrato oficial, en las tradiciones, los títulos y el blasón enmarcan y plasman la genealogía y nobleza del virrey evocado.
5. El contenido del párrafo histórico
Entre ambas extremidades, títulos y armas, se encaja la «crónica de la época del N.º virrey», que en gran parte se presenta como un compendio sumarísimo de una relación de gobierno. Un ejemplo de esta brevedad es proporcionado por «Un virrey y un arzobispo» cuando Palma busca una norma para el «párrafo histórico»: en unas veinticinco líneas pasa revista a más de quince sucesos. Pero luego va a independizarse de la ordenación de los sucesos tal y como figuran en las Memorias de los virreyes para seleccionar y ordenar los acontecimientos de forma personal53. Tampoco se somete al orden seguido por los historiadores; al cotejar la tradición «Pepe Bandos» sobre el virrey Armendáriz con los datos de Mendiburu que Palma tenía a la mano54 hallamos diferencias patentes: Mendiburu hace primero hincapié en la política mientras que Palma destaca una serie de catástrofes naturales que sólo están al final de la biografía del historiador55.
Con gran frecuencia el párrafo histórico de la Segunda serie trata de las incursiones de los piratas contra los que tuvieron que luchar los virreyes, un tema delicado que enaltecía a los ladrones y no a los celadores. Los virreyes solían minimizarlo56 al rendir cuentas al soberano para dar la mejor imagen que podían del período de su mando. En las tradiciones, dichas guerras náuticas interesan a Palma como expresión de la inestabilidad política, además podían convertirse en episodios novelescos con figuras de rebeldes a lo romántico; de hecho, mientras el marqués de Montesclaros «pasó como sobre ascuas al referir la incursión del pirata Spielbergen»57, se explaya el narrador de «El tamborcito del pirata» en novelizar su ataque más allá de los límites de la reseña histórica58.
Otro material histórico aunque referido con menos frecuencia es la política exterior. Lógicamente las noticias de Europa evocadas en las tradiciones se limitan a los enfrentamientos de España con los países vecinos y los sucesos de la Corte. Este material sólo es aludido por sus consecuencias para el virreinato, víctima de corsarios ingleses u holandeses. Asimismo las amenazas que se ciernen sobre las más lejanas comarcas como Argentina y Paraguay59 y los esfuerzos por conquistar nuevas tierras son apuntados. De modo que el párrafo histórico desarrolla una imagen peculiar de la Historia: es la expresión de una identidad nacional y continental enraizada en el tiempo y en el espacio; esta representación/apropiación del pasado colonial coincide con las expectativas del lector del segundo medio siglo XIX.
Los disturbios interiores también son evocados al relatar las luchas entre criollos y españoles60 o las revueltas de los esclavos61 o los pleitos en el seno de la Iglesia62. Ahora bien, la versión pretendidamente imparcial de Palma a veces dista mucho de la lectura de los historiadores contemporáneos como se puede observar cotejando la reseña de «Pepe Bandos» y los datos proporcionados por Mendiburu. Sobre una revuelta limeña Mendiburu escribe:
Formadas las tropas en la plaza, salieron los reos [entre ellos Antequera] de la cárcel escoltados por una fuerte guardia. [...] Trabado un choque violento, fue allí mal herido el teniente de la guardia montada del Virrey por un golpe que le descargó un lego franciscano que furioso hacía uso de un palo. A la noticia del tumulto, Castellfuerte se presentó a caballo en la plaza para que con su respeto se contuviese el desorden. La multitud aventaba piedras contra la tropa y comitiva del Virrey, particularmente un gentío que procedía de la calle del Arzobispo y que acaudillaba el guardián de San Francisco con no pocos frailes de esa comunidad [...]. Se ha dicho siempre que Castellfuerte al mandar romper el fuego agregó la orden de «maten a esos frailes»: pero no existen pruebas de esto63.
Para el historiador el virrey actuó con prudencia.
En cambio ésta es la versión de Palma:
Hallábase [el reo, Antequera] cerca del patíbulo cuando un fraile exclamó: «¡Perdón!», grito que fue repetido por el pueblo. [...] La infantería hizo fuego en todas direcciones. El mismo virrey, con un piquete de caballería, dio una vigorosa carga por la calle del Arzobispo, sin parar mientes en el guardián y comunidad de franciscanos que por ella venían. El pueblo se defendió lanzando sobre la tropa lágrimas de San Pedro, vulgo piedras. Hubo frailes muertos, muchachos ahogados, mujeres con soponcio, populacho aporreado [...]64.
La representación de la Historia en el marco del párrafo histórico corrobora aquí el resto de la tradición: confirma los atropellos del virrey autoritario sólo capaz de mandar mediante la fuerza.
En cuanto a las sublevaciones fuera de Lima, las tradiciones difunden una imagen del todo negativa de los alzamientos indígenas65; sólo expresan la barbarie e incultura y están desvinculadas del prestigioso y ordenado pasado incaico.
De modo global el enunciador de la «reseña histórica» rehúsa la dimensión trágica y se contenta con meras alusiones prefiriendo una versión individualista de la historia basada en las biografías de los virreyes, a la evocación de los movimientos sociales a la manera de su contemporáneo, el deán Valdivia. Ataques de piratas e insurrecciones de todo tipo son los sucesos que conforman la información política de las tradiciones. La imagen de una ciudadela sitiada y siempre a la defensiva es la que se impone de una lectura limitada a los «párrafos históricos». Cabe preguntarse si Palma fue consciente de este aspecto negativo de su representación del Virreinato, que coincide extrañamente con la historia del Perú republicano, víctima de incesantes guerras y revoluciones.
La recopilación y ordenación de datos en los párrafos históricos no es neutra. Enjuicia de manera constante las relaciones con la metrópoli. Los monarcas españoles son tachados de todos los vicios66, fanatismo67 e ingratitud68 las más de las veces, inmoralidad69 y despilfarro70 en otros casos mientras que los virreyes son apreciados de forma variada: alternan las alabanzas para algunos71 con la condena rotunda de otros72. La evocación del Virreinato en la Segunda serie de 1874 termina con la representación de la inacción e incapacidad del marqués de Avilés: «en el gobierno inhábil es»73. La interpretación de la Colonia es fluctuante. Los juicios de Palma, opuestos a una visión maniquea, sus cambios de opinión incluso acerca de un mismo virrey74 merecen ser valorados como muestras de una preocupación por abarcar la complejidad de la historia política.
El tema económico más aludido en el párrafo histórico es el de las minas, su descubrimiento, explotación o agotamiento; llega a ser la base de varias tradiciones75. También figuran datos sobre la vida cultural limeña vinculados con la personalidad de algunos virreyes: la situación de la enseñanza, la actividad teatral76 y la creación literaria77 son referidas en varias oportunidades como otros tantos elementos que demuestran de forma tangencial la existencia de una cultura nacional anterior a la Independencia, que han de aceptar los lectores peruanos olvidadizos de la realidad múltiple de la Colonia.
Por último, desconectados de la actuación de los gobernantes son mencionados los «sucesos curiosos» ocurridos antaño. Epidemias y terremotos, fenómenos astronómicos78 y seres monstruosos79 ocupan un lugar destacado en las «ligeras reseñas». En la última tradición de la serie de 1874, «Nadie se muere hasta que Dios quiere» culmina este proceso acumulativo con la enumeración de las novedades de la época, símbolos del progreso del nuevo siglo80 contrapuestos al pasatismo y hasta retroceso plasmado por el virrey Avilés. ¿Por qué apuntó Palma todos esos «sucesos curiosos»? Quizá sea un medio para granjear la atención del público ya que hace falta amenizar la crónica política y despertar la curiosidad de los lectores enfatizando la ignorancia pasada y los adelantos del presente. Más que una pretenciosa prueba de erudición, como se tiende a leerlo con un siglo de distancia, el «parrafillo histórico» se perfila como una instructiva miscelánea. Los datos proporcionados conforman un retrato aceptable de la Colonia como pasado nacional y comprueban los numerosos avances que se han dado desde la Independencia. El papel pernicioso de la metrópoli en el desarrollo del Perú ha quedado demostrado, así como se ha recalcado la «barbarie» de las rebeliones indígenas. Para el lector limeño de Palma, el de clase media o alta, la historia enseñada en las tradiciones está conforme con su horizonte de espera.
En algunos casos, sin embargo, se resquebraja el aparente distanciamiento del aprendiz de historiador. En vez de pronosticar un espléndido futuro, producto de la superación hegeliana del pasado81, el enunciador expresa un profundo pesimismo hacia la República por culpa de las recientes desavenencias políticas82. El escritor puntualiza sin rodeos la degradación de la vida política83, la pereza generalizada84 y la falacia del proceso constitucional85. Unos años más tarde, después de la tragedia de la guerra con Chile86 el resentimiento personal cederá el paso al escepticismo.
* * *
Finalmente, gracias a la prolijidad del intertexto (citas, alusiones, referencias diversas...) sutilmente manipulado y orientado, los distintos párrafos históricos sugieren la imagen de un enunciador omnisciente, honrado e imparcial divulgador de la realidad pasada. En el fondo, lo que Palma expone es una visión de la Historia que satisface al público peruano en cuanto al papel negativo de España en el desarrollo nacional.
Las reseñas históricas, aunque se parecen a un recuento anárquico, suelen ser agenciadas y desarrolladas según una lógica que varía con el tema tratado por cada tradición: la heterogeneidad de los párrafos históricos resulta una puesta en abismo de la heterogeneidad de las mismas tradiciones. Por eso, el conjunto de la Segunda serie termina expresando una lectura matizada y no maniquea de la historia del Perú. El orden mismo de los textos parece haber sido calculado algunas veces para producir un feliz balanceo entre gobernantes buenos y malos, períodos de avances y de retrocesos. Sin embargo, el esquema al que nuestro autor se ciñe dedicando el segundo capítulo de cada tradición a la Historia se revela demasiado rígido; paulatinamente se va a liberar del esquematismo y desbordar los límites que se ha impuesto; de esta forma, evitará al público la frustración de una lectura sin sorpresa. Al fin y al cabo renunciará a la rigidez de la información histórica para contentarse con un variopinto telón de fondo ante el que se deslizarán los personajes; las tradiciones explotarán entonces otros «veneros».
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