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FONDO EDITORIAL REVISTA OIGA

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ARTOLA ARBIZA, Antonio Maria. Ezkioga. En el 80° aniversario de la Pastoral de Mons. Mateo Múgica Urrestarazu sobre Ezkioga (07/09/ 1933), Lima, Fondo Editorial Revista Oiga (978-61-2465-76-03). 2DA. EDICIÓN

domingo, 2 de octubre de 2011

MANUEL RICARDO PALMA SORIANO IN MEMORIAM

CARTA 40

Lima, enero 18 de 1899.

Excmo. señor don Nicolás de Piérola.

Mi respetado y viejo amigo.

Empiece usted por hacer provisión de benevolencia para leer esta mi quejumbrosa epístola. He ido a palacio a solicitar de usted un cuarto de hora de amistosa charla, y fatalmente se hallaba muy ocupado. Por eso le escribo.

Hablar sobre biblioteca con mi amigo el doctor Aranda es per­der tiempo. Este caballero vive siempre corriendo. Es el personaje de Shakespeare, cuya actividad de espíritu se reducía ¡words! ¡words! ¡words! Aplaudo a Capelo, el director de fomento, que no anda al galope, lleno de obra y sin oficiales, y que en vez de palabras traduce su terquedad y perseverancia de aragonés, más que perua­no, en ¡words! ¡words! ¡words!

Y no tome usted esto a chistecillo, porque estoy cansado de re­petírselo, en tranquila conversación, al mismo doctor Aranda.

Y previo este exordio pasemos, mi bondadoso amigo, señor de Piérola, a mis capítulos de queja.

CAPITULO PRIMERO

Si en vez de ser presidente de la república hubiera usted sido durante quince años director de la biblioteca, estoy seguro, por el conocimiento que tengo de su carácter en treinta años de amistad, que habría sido tan incansable, como yo lo soy, en fastidiar a los gobiernos pidiéndoles edificio. No necesito ya libros sino estantes para colocar los que poseemos. No son centenares de miles los que hay que invertir para que el Perú tenga una biblioteca decente. Tal vez no excedan de treinta mil soles, que no son el turbante del moro Muza, los que habrán de invertirse en este templo de la cien­cia y del saber humanos.

Que los hombres de sable, que no tienen porqué saber lo que un libro significa, hayan desatendido a la biblioteca, es lógico. Pero usted un hombre de letras, que sabe manejar y utilizar los libros, un hombre que ha viajado y conoce lo que es o debe ser ¡¡¡una biblioteca!!! Con un poco de voluntad y de entusiasmo, le bastarán a usted los siete meses y medio de gobierno para realizar la obra. I la dado usted al país una casa de correos, que es la más meri­toria ante la posteridad de las obras públicas por usted realizadas. Por qué rechaza usted la gloria de darle también biblioteca? ¿Qué motivos de resentimiento he podido dar a usted para que no me cumpla la promesa que me hizo, hace tres años, de que no termi­naría su administración sin que mis aspiraciones e ideales bibliote­carios fueran una realidad? ¿Estaré condenado por usted a morir, sin haber visto antes que nuestra biblioteca es, siquiera en lo osten­sible, digna de un pueblo culto?

Como los judíos esperan al Mesías, así he esperado yo duran­te quince años, que viniese al mando supremo un hombre de las condiciones intelectuales que en usted respeto. ¿Habré gastado es­terilmente mi fósforo cerebral en quince años, y adquirido la neurastenia que ya me abruma, para cosechar un gran fiasco?

Yo he creído en usted, señor don Nicolás, como los apóstoles creyeron en el Maestro. ¡Por Dios! En las postrimerías de mi exis­tencia no me haga usted negarlo como Pedro a Jesús.

Hablo a usted con esta llaneza, porque no politiqueo. No me insta, en nada, ser hombre del montón. Me consagré a las le­tras, y no estoy descontento de la cosecha. En el saldo de cuentas un mi siglo no habré pasado, como las aves por el espacio, sin dejar huella por ligera que esta sea.

Hoy por hoy el colmo de mi ambición sería dejar unido al de usted, mi nombre en la biblioteca que tuve la singular fortuna lo reorganizar, y no escribo crear porque no me califique de inmo­desto y pretencioso.

CAPITULO SEGUNDO

Pedí a usted, hace seis meses, que me hiciera abonar un pequeño crédito contra el tesoro, pues necesitaba ese dinero para aten­der a los gastos de impresión de tres libros. Tuvo usted la ama­bilidad de contestarme que no le era posible, por causas que me ex­puso, decretar ese pago; pero que, para la publicación de mis libros, contara con el auxilio pecuniario que me fuese preciso. Recordará usted que le repuse que repugnaba a mi altivez mendigar co­mo literato, subvención de los gobiernos, que para todos mis libros había encontrado editores en el extranjero, y que si, en esta vez, había pensado hacer en Lima la edición de esos tomos era por ra­zones especiales que le manifesté. Tanto usted como el doctor Loayza, que estaba presente, vencieron mi susceptibilidad con frases de estimación por mi persona y mis producciones.

La impresión de uno de los libros terminará en breves días más. Ha cerca de dos meses que he presentado solicitud al minis­terio pidiendo el cumplimiento de la oferta generosa de usted. Al no despacharse hasta ahora mi solicitud, casi se me coloca en la condición del mendigo que demanda una limosna, y esto era, precisamente, lo que yo rehuía.

CAPITULO TERCERO

En la visita que, en abril, hizo usted a la biblioteca (y que no se ha repetido) le mostré, y aún hojeó usted algo, un precioso manuscrito sobre literatura nacional. Hablé a usted de ese ma­nuscrito con entusiasmo, y le dije que si el gobierno se comprome­tía a publicarlo, yo tenía voluntad para consagrar mis días festivos a comentarlo y escribir algunas páginas sobre historia literaria del Perú, a guisa de prólogo. Tanto usted, como después el doctor Loayza, me alentaron a emprender el trabajo, garantizándome que se haría la publicación por cuenta del estado.

Ha casi dos meses que pasé oficio al ministerio expresando que el trabajo estaba ya listo para la prensa. Nada pedía para mí, y hasta me excusaba de entender en contrato con la imprenta. Reclamaba solo una pequeña gratificación para el amanuense que hizo la copia.

Calculo que la impresión, con escrupulosa corrección de prue­bas, pues se trata de versos, reclama por lo menos seis meses.

Y sin embargo... mi oficio sigue entre carpetas. No espera­ba que a mi entusiasta iniciativa se contestase con glacial indiferencia.

Y pongo punto a mis quejumbres, señor don Nicolás, no sin vol­ver a reclamar su indulgencia para con este su viejo estimador y amigo que le besa la mano.

RICARDO PALMA

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