CARTA 38
Lima, noviembre 7 de 1896
Señor don Francisco Mostajo Arequipa
Mi bondadoso y querido amigo.
No, mil veces, no. Yo no estoy (y sea esto dicho sin falsa modestia) a la altura de la honra que la benevolencia de usted desea que se me dispense. El cariño que me tiene lo ha ofuscado.
Ovación de tamaña magnitud solo se acuerda a literatos cuyo mérito no está ya en tela de juicio. Mi mérito, si alguno tengo, se discute todavía, sobretodo en el Perú.
Quiero seguir tranquilo en mi apartamiento de todo lo que signifique ruido y oropel y bambolla, sin despertar envidias ni murmuraciones.
Cierto que mi labor ha sido lenta pero perseverante y fecunda: labor de hormiga y nada más. No vivo orgulloso ni engreído con la pequeña o grande popularidad que, en América, me hayan conquistado las Tradiciones que, a granel, brotaron de mi pluma en los días ya remotos en que soñaba con el renombre literario. He borroneado resmas de papel con más o menos éxito y eso no merece, según mi conciencia, la distinción especialísima que usted propone, hipnotizado por el afecto personal que le inspiro.
Yo soy un hombre desencantado, mi señor don Francisco y desencantado desde hace pocos días. Alimentaba la ilusión de que, por lo menos, la gratitud nacional acompañaba al hombre que sin gravamen para el empobrecido tesoro del Perú ha formado una biblioteca valorizada en medio millón de pesos. Consulte usted el Diario de debates de la cámara de diputados, en sus últimas sesiones y dígame después si puede aspirar a la menor ovación el hombre tan desdeñosamente tratado por una rama del poder legislativo de su patria.
No, mi querido amigo. Retire usted sus propósitos, para mí altamente honoríficos. No he querido que se me coloque en la picota ni cosechar dicterios de envidiosos o de imbéciles. Déjeme usted quieto y sin aspiraciones servir al país en mi humildísima posición de bibliotecario.
Tuve un día entre mis manos la corona con que en Granada ciñó el pueblo español la frente del inmortal Zorrilla y al besar seis hojas con entusiasmo me dijo el poeta: “Cuidado don Ricardo no vaya usted a herirse con las espinas que no son pocas las escondidas entre esos efímeros laureles”. Y asustado, volví la corona a su sitio.
Déjeme usted pues en posesión pacífica de mi miedo a las espinas y... al ridículo. Agradeciéndole lo honrado y cariñoso de su iniciativa queda de usted apreciador y amigo afectísimo1
1 Homenaje que por iniciativa de El Torneo, revista que se publicaba en Arequipa, se pretendió tributar a Palma.
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